Un Lugar en el Mundo es un agradable anacronismo, que nadie fuera de Iberoamérica y España parece haber entendido y apreciado como merece, sin duda porque donde el viento que sopla con más fuerza es el de la moda se rechaza el carácter doblemente anticuado de esta película argentina… que bien podía ser de otro lugar, porque tiene un alcance universal.
Todo en ella supone un saludable retorno a vivencias y vigencias que alegremente se han dado por muertas y enterradas; por eso, además de regresados a su país tras el exilio, o náufragos temporales en tierra no propia —pero tampoco ajena—, sus personajes son —con toda su presencia, su autenticidad, su inteligibilidad psicológica, a pesar del cariño que enseguida les tomamos hasta cuando en nada lo despierte el actor que les da vida—, además de seres humanos de ficción, llenos de humor, modestamente nobles, a la vez reales e ideales —es decir, un poco mejores, pero no demasiado, que sus espectadores: no son héroes, ni siquiera modelos—, auténticos revenants, aparecidos que vuelven desde un pasado no tan lejano como ya nos parece.
La película de Aristarain, aunque rehúya tan tozudamente las referencias de cinéfilo como las citas literarias que podrían ser pertinentes, nos devuelve el sabor y el espíritu de esas películas sobre el exilio interior, la búsqueda de una familia y el afán de echar raíces de pioneros, proscritos, nómadas y soldados de fortín aislados en la frontera, que tan bien ilustró John Ford en My Darling Clementine, Fort Apache, 3 Godfathers, She Wore A Yellow Ribbon, Wagon Master y Rio Grande, por citar sólo unas pocas. Tampoco le son ajenas las lacónicas meditaciones sobre la edad, la soledad y la justicia que se apuntan en alguna de ellas y que culminan en The Searchers, The Horse Soldiers, Two Rode Together y The Man Who Shot Liberty Valance, ni el impulso de rebeldía e indignación moral que anima su versión de The Grapes of Wrath o How Green Was My Valley. Ni su hallazgo de la gloria en la derrota, ni su ánimo a prueba de bombas, ni su dignidad de supervivientes invictos, ni su honradez. Sentimientos de antaño, qué duda cabe: nada que ver con el grueso de la sociedad española de 1991-1993.
Hay también —cosa rara en estos tiempos de monstruos, ordinarios efectos especiales y comics— una certera recreación de la conflictiva convivencia entre personajes muy distintos, pero que se descubren afinidades, como en Rio Bravo o en Hatari!, y la misma respiración rítmica, basada en la alternancia de trabajo —aquí menos acción, menos aventura— y descanso —relación, reflexión y recuerdo, a veces charla y juego, y siempre humor, a pesar de todas las derrotas y todos los fracasos, de las añoranzas y las melancolías— que distingue las películas de Howard Hawks —y algunas de Raoul Walsh— de la epopeya, restituyendo a la aventura los llamados “tiempos muertos”, el reposo y el sentido del humor.
Viéndola, podemos pensar también en Jean Renoir, en Mark Donskoi, en otros grandes cineastas generosos y de pocas palabras, de los que Aristarain tampoco se ha permitido tomar prestado un sólo encuadre, pero que sin duda conoce, ama y recuerda.
No es preciso, pues, insistir en el clasicismo de esta película, que no es producto de una reconstrucción arqueológica, que no es de imitación sincera ni “de pega” astuta, sino simple y llana consecuencia de una mirada limpia, clara y concernida, con la cámara a la altura del hombre y sin florituras, centrada en los personajes, sin distraerse con la agreste belleza —siempre al fondo— del paisaje.
Y si antigua es la forma, sin siquiera la coquetería del “pobre aliño indumentario”, y reposado el ritmo, y austeras las palabras —admirablemente escritas y dichas, otra rareza hoy— y justos y precisos los gestos, también anticuado —aunque más reciente— resulta el sentido implícito —algunos lo apodarán peyorativamente “mensaje"— que cabe deducir —y que es posible eludir— de su relato. Aristarain se permite ser cordialmente "de izquierdas”, esa cosa que desde 1989 se ha pasado tan completamente de moda, y que puede resumirse en ciertos nada revolucionarios ideales —bueno, de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad—, en una preocupación por los demás, en lo que se podría llamar solidaridad si no se hubiese abusado tanto de la palabra, en cierto sentido de la decencia, la honradez, la dignidad y la justicia. A lo mejor se trata simplemente de no ambicionar ser tan rico como el que más, sino de desear que todos sean tan “ricos” como uno; de no estar dispuesto a hacer cualquier cosa por nada; de no tener precio, ni siquiera elevado; de no comulgar con ruedas de molino; de no darse nunca por vencido, de no rendirse, de no renunciar a lo que algunos llaman “la Utopía”.
Todo eso hace que salgamos de la película con la sensación animante de que todavía hay buenas personas —porque conocemos a gente parecida, y pobre del que no tenga amigos así—, y con la impresión de que Aristarain nos ha presentado a unos personajes que nos caerían bien, en los que cabría confiar, de los que podríamos hacernos amigos. Por eso nos importa su destino, y en cambio no hace falta que estemos de acuerdo en todo con ellos. Que actores habitual o potencialmente buenos den con tales personajes la interpretación de su vida no puede extrañar a nadie; serían idiotas si no hubiesen aprovechado la ocasión: todos están perfectos, desde Federico Luppi a Leonor Benedetto, desde Cecilia Roth a José Sacristán, desde el niño que ahora, ya crecido, recuerda y trata de comprender mejor, a la niña a la que enseñó a leer. Gracias a ellos, Aristarain triunfa donde Garci fracasa estrepitosamente, por llorón, y logra lo que Mario Camus en vano intenta. Las películas anteriores de Adolfo Aristarain —sobre todo Últimos días de la víctima y Tiempo de Revancha— eran muy buenas; esta es grande.
En “Todos los estrenos. 1993”, Ediciones JC
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