sábado, 30 de diciembre de 2023

John Ford, el espíritu de la frontera

He recordado alguna vez que las películas "del Oeste" no representan sino una porción minoritaria de la obra madura - y conocida - de Ford: unas quince en todo el periodo sonoro, de más de sesenta. De hecho, rodó 28 largometrajes sonoros antes de hacer de nuevo un western, y pese al éxito de La diligencia tardó siete años en volver al género, con Pasión de los fuertes, del que se mantuvo alejado entre Rio Grande (1950) y Centauros del desierto (1956). Sin embargo, el apellido artístico de John Martin Feeney es desde hace medio siglo tan sinónimo de western como el que le tocó a Henry lo fue del automóvil, y eso es algo que no tiene remedio.

Ni falta que le hace, por lo demás, ya que si a mí, por ejemplo, me gustan más 3 películas de Ford de otros géneros (Escrito bajo el sol, 7 mujeres y El hombre tranquilo) que el western suyo que prefiero, Centauros del desierto, también es verdad que entre las que considero las 36 mejores películas de este director hay unas 14 que se aproximan mucho al género (es decir, incluyendo Misión de audaces, el breve episodio La guerra civil de La conquista del Oeste y Corazones indomables); y entre sus doce máximas obras maestras cuatro son westerns que, obviamente, se cuentan entre lo más sublime que ha dado este ilustre género cinematográfico. Y, como además de Centauros, El hombre que mató a Liberty Valance, Pasión de los fuertes y Dos cabalgan juntos, es también el autor de Fort Apache, 3 Godfathers, Rio Grande, Wagon Master, La legión invencible, La diligencia y Cheyenne Autumn... ¿cómo no va a ser casi unánimemente considerado como uno de los grandes creadores de cine del Oeste, si la porción de su filmografía que le ha dedicado supera con creces la importancia - cuantitativa y cualitativa - de casi cualquier otra aportación individual al género?

Pero hay más: si uno puede encontrar abusiva, por limitadora, y porque puede hacer olvidar o menospreciar otras grandes películas fordianas, la identificación de Ford con el western, hay que reconocer que ese espejismo, como casi todos los efectos ópticos, y como la mayor parte de los tópicos, no carece de fundamento.

Porque hay algo que convierte en westerns casi todas las películas de John Ford, y no sólo las que ocurren en la misma época, pero en el Este - con caballos o colonos, con indios o soldados -, como las tres citadas más arriba, sino también las que suceden en otras épocas - casi siempre, de todos modos, pretéritas - y en los lugares más distantes y variados: desde el Kentucky de Judge Priest y The Sun Shines Bright hasta la China de 7 mujeres, desde el África de Mogambo hasta el México de The Fugitive, desde la mitad de los Estados Unidos que cubre el periplo de los agricultores desterrados de Las uvas de la ira hasta el pueblecito donde defendió su primer caso como abogado El joven Lincoln.

Son películas todas ellas formalmente muy próximas a sus westerns propiamente dichos, y el ánimo que las preside es siempre el mismo: el espíritu de la frontera. Esto explica que los westerns de Ford sean algo más que "películas del Oeste", y que en ellos la reflexión acompañe siempre a la acción y tengan la "comunidad", la sociedad, la historia, una presencia de la que otras muestras del género, más abstractas, más apoyadas en los mitos o más deudoras de las convenciones, carecen casi por completo. Al mismo tiempo, esos rasgos que distinguen de las demás las películas del Oeste de Ford son precisamente los que caracterizan el resto de su cine: por eso no tiene mucho sentido, como ha hecho en dos libros notables Janey A. Place, dividir su obra entre westerns y no-westerns. Todas tratan de procesos de transformación, de situaciones de crisis, y de las dificultades que encuentran tanto los individuos como los grupos para adaptarse a los cambios.

De hecho, la noción de género no es útil para entender o analizar el cine de John Ford, porque no responde a su planteamiento: él no hacía "películas de género", como lo prueban categóricamente varias de las peculiaridades que sirven para identificarlas como inequívocamente suyas.

Recuérdese, por ejemplo, cómo, pese a ser Ford, sin la menor duda, un gran narrador cuando quería - conciso, claro y lineal como pocos -, sistemáticamente interrumpía o detenía el relato en medio del camino para recrearse y recrearnos con digresiones centradas más en los personajes o el ambiente que en la trama que nos estaba contando; cómo se resistía a separar el drama de la comedia, mostrándose en ello más realista que los cineastas "serios" de todas las épocas y todos los países, ya que en la vida están inextricablemente mezclados, de forma a veces desesperante, otras salvadora; cómo, más que superponerlos, yuxtaponía los hechos y la leyenda - sin confundirlos, sino cotejándolos y revelando cómo la historia se transforma en ficción, y cómo luego se trasmite y se difunde, inocente o interesadamente, hasta llegar a suplantar la verdad -; cómo, si se quiere, combinaba varios géneros para crear uno propio y exclusivo: hay películas de Ford, más que películas suyas de aventuras, sociales, irlandesas, de guerra, del Oeste o de los Trópicos. De hecho, de esos rasgos originales provienen muchas de las reticencias y de las reservas que siempre ha suscitado el cine de Ford entre los críticos y cineastas más academicistas, y entre todos aquellos que tienden a analizar y valorar por separado los diferentes componentes de una película, como si fuese posible - por ejemplo - leer el guión al contemplarla. Se ha tendido a considerar como "errores de estructura" lo que no es sino una forma no convencional y arriesgada de contar historias.

Obsérvese también que las relaciones más profundas que pueden establecerse entre sus películas - a menudo múltiples, dada la riqueza y complejidad temática de todas ellas, la abundancia de personajes y su variable importancia en el curso de la narración - siempre trascienden las barreras genéricas: a poco que se arañe su superficie, se puede formar un elocuente grupo con, entre otras, La diligencia, Hombres intrépidos (The Long Voyage Home podría ser el título de buena parte de su obra), Las uvas de la ira, Wagon Master, Cheyenne Autumn, por un lado; otro, no menos revelador, con La patrulla perdida, La diligencia, They Were Expendable, Fort Apache, Wagon Master, 7 mujeres, por ejemplo; otro - al que no se ha prestado suficiente atención - con Mother Machree, Peregrinos, The World Goes On, Mary of Scotland, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, El hombre tranquilo, Mogambo, Escrito bajo el sol, Misión de audaces, 7 mujeres; otro más con Judge Priest, The Sun Shines Bright, El último hurra, El sargento negro; aún otro que enlazaría Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, Pasión de los fuertes, Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos; otro compuesto por Cuna de héroes, Centauros, Escrito bajo el sol, El último hurra, Misión de audaces, El hombre que mató a Liberty Valance, El soñador rebelde, 7 mujeres; otro con They Were Expendable, Fort Apache, La legión invencible, Rio Grande, Cuna de héroes, Escrito bajo el sol, El sargento negro, Dos cabalgan juntos, La taberna del irlandés; y así sucesivamente, casi hasta el infinito.

Y es que los temas favoritos de Ford, los mismos que ha abordado una y otra vez en diferentes épocas y ambientes, son temas clásicos del western y, pese a la amplitud de su obra, los ha estado tratando - con las lógicas variaciones de énfasis y perspectiva - durante toda su dilatada carrera: los conflictos entre minorías y mayorías; la soledad de los individualistas; la necesidad de integrarse en una comunidad; la disolución de las familias; la solidaridad de los proscritos o los oprimidos. Cuestiones de permanente actualidad, por cierto, aunque no esté de moda planteárselas, sino más bien apartar la mirada de esos problemas y hacer como que "el mundo es así" y no tiene remedio. Si puede sostenerse, en general, que no existen películas visualmente más hermosas y, sobre todo, más emocionantes que las de John Ford, es evidente que tampoco hay westerns de mayor belleza plástica y más profunda riqueza humana, con más sentido del humor o más escalofriante capacidad de conmover que los de Ford. Puede haber películas del Oeste que, en cuanto tales, sean más clásicas y perfectas, o más ortodoxas y representativas del género que las de Ford, puesto que las suyas tendían a apartarse de la norma, pero es difícil encontrar muchas que sean afectivamente tan imborrables como las suyas.

Ford supo conjurar para su Oeste un territorio mítico impresionante, que le pertenece: recordamos la presencia del Monument Valley incluso en películas en las que no aparece, sin duda porque encuadraba del mismo modo otros lugares y porque, en complicidad con los más variados fotógrafos (de Gregg Toland a Bert Glennon, de William H. Clothier a Paul C. Vogel, de Joe August a Archie Stout, de Joseph La Shelle a Joe MacDonald, de Robert Krasker a Ted Scaife, de Robert Surtees a Arthur Edeson, de Arthur C. Miller a Frederick A. Young, de Charles Lawton,Jr. a George Schneiderman, y sobre todo Winton C. Hoch), este tuerto -que según A.C. Miller apenas veía con el ojo sano cuando rodaron Qué verde era mi valle en 1941 - supo retratar el paisaje y repartir la luz en interiores como nadie, absolutamente nadie, en la historia del cine.

Y tuvo el talento y la intuición necesarios para crear una galería de tipos del Oeste - a los que dieron vida exactamente los mismos actores principales y de reparto que pululan por sus restantes películas, hecho que resalta nuevamente la continuidad entre unas y otras - que contribuyó, desde el periodo mudo, con figuras como Harry Carey padre, a establecer las bases iconográficas y dramáticas del género.

Secundarios como su propio hermano Francis, Ben Johnson y Harry Carey,Jr. - que elevó a protagonistas en Wagon Master -, Ward Bond, Walter Brennan, Alan Mowbray, Thomas Mitchell, Ken Curtis, Charley Grapewin, J.Farrell MacDonald, Willis Bouchey, Cathy Downs, Joanne Dru, Anna Lee, Dorothy Jordan, Hank Worden, John Qualen, Shug Fisher, Lee Van Cleef, Lee Marvin, Vera Miles, Mae Marsh, Victor McLaglen, Chill Wills, J.Carrol Naish, Russell Simpson, Charles Kemper, James Arness, Arthur Shields, Mildred Natwick, George O'Brien, Pedro Armendáriz, Rhys Williams, John Carradine, Andy Devine, John Ireland, Grant Withers, Olive Carey, Henry Brandon, Carleton Young, Judson Pratt, O.Z. Whitehead, Denver Pyle, Walter Reed, Cliff Lyons, Charles Seel, Chuck Hayward, Chuck Roberson, Fred Libby, John McIntire, Jeanette Nolan, Ruth Clifford, Billie Burke, Dan Borzage, Strother Martin, Jack Pennick, Mike Mazurki, Woody Strode, Edmond O'Brien... nombres que a muchos no dirán nada, a los que otros no serán capaces de poner rostro, pero que corresponden a caras y actitudes que nos son familiares y que reconocemos de inmediato en cuanto empezamos a ver una película de Ford. Y es curioso que no hace falta que pertenezcan a su "compañía estable": se incorporan a ella como si nunca hubiesen hecho otra cosa, y quedan convertidos para siempre en "actores fordianos" (véase el caso de Edmond O'Brien en Liberty Valance, digno sucesor del Thomas Mitchell de La diligencia).

Y no hay que olvidar la dignidad trágica que supo conferir a Victor Mature en Pasión de los fuertes, a Tyrone Power en Cuna de héroes y a Jeffrey Hunter en varias ocasiones, que son también buenas muestras de esta proverbial habilidad de Ford con los actores, a la que sin duda no es ajena la costumbre de escribir la biografía de cada uno de los personajes que aparecen - aunque sea un momento - en la pantalla.

Fue también un cineasta capaz de ver la cara oculta de muchos actores célebres: el lado cínico, humorístico, indolente y perezoso de James Stewart, el aspecto más noble, ingenuo y serio de Richard Widmark, o el puritanismo y la altivez que puede ocultar esa perenne encarnación de la honradez y la sinceridad que fue habitualmente Henry Fonda (en Fort Apache). Y fue, sobre todo, el auténtico creador de un actor mayúsculo llamado John Wayne, que fue quien más a menudo dio cobijo en su cuerpo, en su voz y en su mirada a los solitarios protagonistas fordianos, tan fuertes como vulnerables, en particular - aunque no sólo - los del Oeste. Su Ethan Edwards de Centauros ha pasado ya a la leyenda, como arquetipo del héroe fordiano, siempre en crisis, siempre descontento, lleno de rasgos neuróticos, obsesivos, irracionales y negativos; parco en palabras, tímido, resentido, pero capaz de consumirse de amor y de añoranza, de rabia y de indignación, y de delatarse sólo por el brillo de los ojos, un ademán tajante, un gesto de desconcierto herido. Condenado a errar en solitario, sin familia, sin tierra en la que echar raíces, autoexcluido de la vida en común, marginado de la sociedad, derrotado pero invicto, tenaz y astuto, envejecido e infatigable, pudoroso y bravucón, provocador e iracundo, vengativo y solapadamente tierno, el personaje de Wayne va adquiriendo a lo largo de su trabajo con Ford una complejidad creciente - no sólo Ethan Edwards o el "Spig" Wead de Escrito bajo el sol, también el Sean Thornton de El hombre tranquilo, el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance, el Nathan Brittles de La legión invencible -, que era capaz de trasmitir con los medios más elementales y directos, menos afectados y llamativos, razón por la que es, todavía, un intérprete subvalorado, pese a representar, a mi entender, la esencia de lo que es un actor cinematográfico: parece limitarse a ser y estar, como si no estuviese interpretando un papel.

En el fondo, es una suerte para el género que Ford no se dedicase a él con la constancia que se le suele atribuir, ya que, sin pretenderlo, lo transformó en cada década: en los años 20 con El caballo de hierro y 3 Bad Men, en los 30 con La diligencia, en los 40 con Pasión de los fuertes y Fort Apache - que no fue el primer western que defendió a los indios, pero abrió camino en esa dirección -, en los 50 con Centauros del desierto y en los 60 con El hombre que mató a Liberty Valance, obras todas ellas que han tenido una duradera influencia - subterránea o evidente- en la evolución del western, mientras permaneció vivo en cuanto género, y que siguen ejerciéndola en las películas aisladas que, todavía hoy, tratan de infundirle nueva vida, generalmente sin continuidad (tras las de Peckinpah en los años 60, el último ejemplo es Sin perdón). Puede decirse, por tanto, que Ford es el cineasta que más ha contribuido al desarrollo del western.

En Nickel Odeon nº 4 (otoño de 1996)

jueves, 28 de diciembre de 2023

Ride the Pink Horse (Robert Montgomery, 1947)

De un admirable clasicismo, evitando el error conceptual que dio fama pero limitó el alcance de la casi excelente La dama del lago (Lady in the Lake, 1946), esta segunda incursión como director (si no se cuentan unos planos que rodó en They Were Expendable, 1945, de John Ford) del sobrio actor Robert Montgomery debiera bastar para asegurarle —con más justicia que la primera— un puesto en la historia del cine, y más concretamente en la del género negro, en el que insistía de nuevo con verdadera dedicación.

Pasar de Raymond Chandler a la muy poco prolífica pero siempre sumamente interesante Dorothy B. Hughes —también punto de partida de In A Lonely Place (1950) de Nicholas Ray— es prueba del buen gusto literario de Montgomery y sugiere que lo que verdaderamente le interesaba como director era contar historias, y no lucirse: si en Lady in the Lake se ocupó en exceso del cómo —cosa no del todo excepcional en un neófito—, en Ride The Pink Horse (segunda) se deja de experimentos (ocasionalmente apasionantes) y va al grano, como demuestra el ejemplar plano-secuencia de arranque (en la estación de autobuses), uno de esos planos iniciales que tienen la virtud de atrapar al espectador para no soltarle. Aunque sea, por supuesto, infinitamente menos espectacular y complejo que el que prende la mecha de Sed de mal (Touch of Evil, 1958) de Orson Welles, es un comienzo que no permite poner en duda su talento cinematográfico.


Aunque en Ride The Pink Horse Montgomery sí sale (en Lady in the Lake apenas se le ve, dado el punto de vista subjetivo adoptado sistemáticamente por la cámara), y es de nuevo el protagonista, no hay en el actor asomo de narcisismo, extremo que corrobora la importancia y la atención prestada a numerosos personajes y actores secundarios; si casi cayó en el egocentrismo como director en Lady in the Lake, en Ride The Pink Horse Montgomery opta por un estilo tan aparentemente impersonal y sometido al ambiente, los escenarios (el tiovivo al que pertenece el caballo rosa del título original, la taberna Las Tres Violetas, la plaza de San Pablo) y al clima caluroso como el adoptado por Michelangelo Antonioni en su muy personal film negro El reportero (Professione: Reporter 1975), que tiene con Ride The Pink Horse algunas curiosas semejanzas.

Cada plano, cada gesto, cada encuadre, cada movimiento, cada imagen, cada frase, cada escenario de Persecución en la noche y muchos de sus ingredientes temáticos, éticos y narrativos son típicos, característicos del cine negro; es una película que casi serviría como muestra elocuente, de ejemplo concreto para tratar de definir este resbaladizo y muy ambiguo género. Si viéramos cualquiera de sus fotogramas reproducido en un libro, seríamos sin duda incapaces de identificar al director, pero reconoceríamos de inmediato el género.

Y, sin embargo, es un film negro sumamente anómalo, inusual, incluso francamente raro, como lo son, cada cual a su manera, los de Jacques Tourneur y Allan Dwan, y quizá por los mismos motivos: el carácter de sus personajes y la mirada del director, muy distantes tanto de la ortodoxia como de la rutina.


Admito que no es fácil imaginar un film negro hecho por John Ford; pero, por las pistas que pueden dar The Whole Town's Talking, The Informer y Gideon's Day en medio urbano y The Fugitive, The Grapes of Wrath y Tobacco Road en sus respectivos ambientes rurales, sospecho que no habría de quedar muy lejos de Ride The Pink Horse, que es —o mejor, que sorprendentemente resulta ser— un thriller épico, lírico, generoso y compasivo. Como los de Dwan, y más todavía como los westerns de este veteranísimo director, el más célebre de Edgar G. Ulmer (The Naked Dawn, 1954) y el único que dirigió el guionista James Edward Grant (con Yakima Canutt), Angel and the Badman (1946), pero bastante más optimista; por una vez, del agobio y la desesperación nocturna salimos al menos con una esperanza de luminosidad y paz. Cosa infrecuente —por no decir excepcional— en un género que, cuando no coquetea con el cinismo, y a pesar de cierta propensión a la rebeldía y la protesta, casi siempre bordea la desesperanza.

Y es que, a pesar de la imprescindible presencia de malvados (entre los que destaca un inusitado Fred Clark), lo cierto es que al final del trayecto predomina el recuerdo de buenas personas —como Pancho (Thomas Gomez)— y, más iconoclasta todavía para un género tan misógino de mujeres mucho más providenciales que fatales, sobre todo la muy generosa y leal Pila (la inolvidable Wanda Hendrix), hasta tal punto que la conclusión —a pesar de tratarse de una despedida, como en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) de Ford o en Raíces profundas (Shane, 1952) de George Stevens— casi podría calificarse de feliz.

En “Nickel Odeon”, nº 20, otoño-2000

martes, 26 de diciembre de 2023

Más allá del espejo (Joaquim Jordà, 2006)

Joaquim Jordà tuvo una enfermedad cerebral a la que su última película, Más allá del espejo, hace referencia, y de la que, con gran esfuerzo, ánimo asombroso y prodigiosa curiosidad, se recuperó lo bastante como para entrar en la que considero la más activa e interesante etapa de su carrera, lamentablemente interrumpida, cuando no creo que nadie lo temiese como un peligro inminente, por su muerte reciente.

No soy de los que revalorizan súbitamente ni la obra de un enfermo ni la de un difunto. Ni creo que los nuevos logros tengan un efecto retroactivo sobre las piezas anteriores, a veces curiosas o interesantes, otras decididamente fallidas o pretenciosas.


Nada tiene de funeraria, testamentaria o quejumbrosa la fase terminal de su carrera, sino, por el contrario, se puede encontrar en ella una acrecentada vitalidad, un descubrimiento de lo sencillo y directo, un calor humano no exento de defensiva ironía (para consigo mismo, ante todo; no sólo, como es más fácil y más frecuente, para con los demás), una apertura nada dogmática ni preconcebida a los misterios y azares de la existencia. Por eso encuentro que Más allá del espejo, donde esta nueva actitud investigadora, sin metáfora apenas “renacida”, tiene más fuerza, es, de lejos, su obra más atractiva, más atrevida, más original y más emocionante. Sin sensiblería alguna, sin autocompasión, descubre a otras personas (mujeres de diferentes edades) que han sufrido, por diversas razones, variantes de la misma pérdida de conexiones que a él le afectó.  Sin alardes estéticos, sin discursos presuntuosos ni trascendentes, trata de usar el cine para estimular precisamente esa capacidad de entender lo que se ve, relacionarlo entre sí y recordarlo que parecen dañar las diversas formas y lugares en que el cerebro puede sufrir un accidente o una lesión, y en las que, curiosamente, se basa la posibilidad misma del cine. Es pues, casi sin proponérselo, desde luego sin proclamarlo, sin discurso alguno superpuesto, una de las más fascinantes reflexiones sobre el cine que se han hecho utilizando sus propios instrumentos.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 27 de septiembre de 2006.

viernes, 22 de diciembre de 2023

In America (Jim Sheridan, 2003)

DESHIELO EN NUEVA YORK

Noto desde hace algún tiempo, y observo que va en aumento, una curiosa aversión hacia todas aquellas películas – no muy abundantes que digamos - que, siquiera por tomar a auténticos seres humanos como personajes y por atender a sus relaciones y sentimientos, tienen algo que ver con la realidad. Como si los espectadores sufriesen la misma depresión que el padre encarnado por Paddy Considine en En América, la última película del estimable cineasta irlandés Jim Sheridan (Mi pie izquierdo, El prado, El boxeador, En el nombre del padre), y no pudiesen soportar que les hablasen de semejantes cuestiones, no sé si dolorosas, espinosas o simplemente inoportunas (a nadie le gusta que le recuerden lo que le falta). Y no me cabe otra explicación, ya que sucede con películas a mi entender muy buenas pero, en cualquier caso, aun para los más insensibles a ellas, muy discretas, demasiado modestas y poco “imponentes” como para que, en sí mismas, pudieran molestar o irritar tanto a nadie. Se diría que tienen la impertinencia de quebrar un tabú, de mentar lo que debe ser silenciado y recordar lo que conviene olvidar. Si son seres de látex o esquemas de papel, que realizan proezas (o vilezas) exageradas hasta lo inverosímil, y están narradas espectacular o enfáticamente, pero de forma impersonal, sin implicación alguna de los autores y actores, todo va bien, y se acepta el número histriónico o circense-pirotécnico, aunque las películas sean nulas o pésimas, quizá precisamente porque son insignificantes e irrelevantes, y se pueden ver y olvidar en el acto. A mí, qué quieren que les diga, como no voy al cine para estar arropado de una pandilla sin tener que hablar, ni a comer palomitas sin ser visto, ni a matar un tiempo que no me sobra y para el que encuentro incontables ocupaciones alternativas, no me basta; es más, me parece un derroche molestarme en ver cosas que no me dejan huella ni recuerdo, y sin las cuales, por lo tanto, como nada me dan, nada pierdo, mientras que si caigo en ellas pierdo el tiempo, el dinero y a veces la paciencia.


El carácter subjetivo y relativo de los retorcidos reproches que se suelen dirigir a estas infrecuentes películas que tratan de personas, para justificar tal rechazo – “cursis”, “sentimentales”, “blandas”, “convencionales”, o el muy socorrido “lentas” –, me confirma en esa impresión de que el problema no está en las películas mismas sino en esos espectadores, quizá mayoría, que, decididamente, no quieren ver tales cosas, aunque, eso sí, se traguen sus variantes efectistas, sociologizantes, retóricas, caricaturescas (voluntariamente o no) o cínicas. Mientras la cosa no vaya en serio, mientras no les interpele ni les roce, mientras se hable de otros mundos, a ser posible imaginarios, vaya, la cosa puede pasar. Pero como tengan que darse por aludidos, y las balas pasen rozando, ah no, ya no se puede tolerar tanta incorrección. No sé si es falta de fe – que ya no se cree en ciertas cosas – o que se prefiere esa cómoda insensibilización que permite no echar en falta lo que, si se piensa, se ha perdido.



La mera descripción – siempre tan simplificadora que no cuadra – que se hace de semejantes películas, intentando sepultarlas en un nicho temático o genérico, es reveladora de que molestan, perturban, producen desasosiego. Así, no se vayan a creer que el film de Sheridan trata de “emigrantes irlandeses en América”. Sí, sus protagonistas son eso, y actuales, pero es algo muy secundario. Nada que ver con Lamerica de Gianni Amelio ni con América, América de Kazan. Los protagonistas podrían haber llegado a Nueva York de Kansas o Wisconsin, o ser africanos en París, turcos en Frankfurt, ecuatorianos en Madrid; simplemente son “extraños” – aquí hablan casi el mismo idioma - trasplantados a una gran ciudad, a un barrio empobrecido, sin medios apenas para sobrevivir, y que tratan de aclimatarse a un ambiente inhóspito y muy duro; para colmo, si se han mudado no es sólo para buscar una fortuna que tardarán en encontrar, si es que les llega, sino, sobre todo, para huir de su casa y su tierra, del entorno en el que vivían y en el que ya no pueden aguantar porque se les ha muerto un hijo; y aunque les quedan dos hijas estupendas - y otra, con problemas, vendrá en el curso del relato -, no se han consolado de tal pérdida ni la han aceptado, y mudamente se reprochan el marido y su mujer (Samantha Morton) la culpa que no es de nadie, o a lo sumo, de haberla, de los dos.


La película está contada desde el punto de vista de la mayor de las niñas, de unos once años prematuramente maduros (a la fuerza), y adicta a la videocámara, que trata de mantener intactas las ganas de vivir de su hermana menor, de unos siete, y de ir grabando recuerdos. Aunque no se nos dice que también sea autobiográfico lo más dramático de la película – pese a que la dedicatoria final, a la memoria de Frankie Sheridan, hace temer que sí, ya que el niño muerto de los Sullivan se llamaba Frankie –, se nota que buena parte de lo que nos cuenta corresponde a vivencias personales, a sentimientos experimentados, que Sheridan y sus hijas coguionistas recrean retrospectivamente. Vamos, que es una película que no han hecho ni para ganar dinero ni para hacerse famosos, sino porque tenían algo que contar y recordar, y han querido compartirlo. Y esto, curiosamente, parece que no es lo que interesa: buen futuro le espera al cine europeo, que tiene el valor de usar a gente nada embellecida, como la excelente Samantha Morton, en lugar de a la Julia Roberts de turno. Yo le puedo poner algún reparo formal, sobre todo a su arranque, pero al final me emociona.

En El Séptimo Vicio, en Radio 3 (22 de enero de 2004)

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Due soldi di speranza (Renato Castellani, 1951)

Se recuerda poco a Castellani. Unos porque no han visto ninguna de sus películas, por lo cual es literalmente imposible que hagan nada semejante; tampoco es que sean muy numerosas ni todas lo bastante distinguidas, no es una laguna evidente y de urgente cobertura. Sí, es verdad, se cita aún en los libros, supongo que en las Wilkipedias, su Romeo y Julieta, pese a que hará unos cuarenta años que permanece casi invisible, y de hecho era “una (versión) más” de la tragedia de Shakespeare; si mi difusa reminiscencia no me engaña, bonita (con lo que de bueno y de malo sugiere ese calificativo), pero académica, tímida, respetuosa, decorativa, estática; en suma, poco memorable.

Pero se olvida, o se ignora simplemente, y ni siquiera se sospecha – algún malvado le puso a Castellani y a otros, que no se le parecen nada, la etiqueta infamante de “calígrafo”, como si la buena letra estuviese reñida con algo -, que durante unos diez años (1947-57), Castellani hizo al menos cuatro películas excelentes, suficientes para que valga la pena visitarlas de vez en cuando, entre otras cosas para recordar – y poder creerlo – cuán grande fue el cine italiano entre 1945 y los primeros 60, ya más irregularmente durante otro decenio. Desde Sotto il sole di Roma (1947) y È primavera… (1949) hasta I sogni nel cassetto (1957), pues, Castellani fue provisional, sorprendente y transitoriamente grande. De ellas, la mejor es – y todas son divertidas y emocionantes, lúcidas y conmovedoras, generosas y veraces, decentes y luminosamente libres - Due soldi di speranza (1951), cristalización explosiva casi milagrosa de una posible evolución “natural” del neorrealismo hacia historias menos dramáticas (menos “socialmente relevantes”, melodramáticas o quejumbrosas) y protagonizadas (ahí está quizá la razón del cambio que suponen, y de su frescura) por jóvenes, que curiosamente anuncia (aparte de dos misteriosas e impensables y muy poco vistas películas soviéticas de Marlen Jusiev en 1956 y 1961) la insólita e irrepetida “opera prima” de Jacques Rozier, Adieu Philippine (1962).

Como suele ocurrir con este tipo de películas, de aire (aparentemente al menos) improvisado e impremeditado, poco patentemente estructuradas, muy “sueltas”, e interpretadas por aficionados desconocidos, principiantes inexpertos o "no actores", una gran parte de su atractivo y de su duradera fascinación procede del acierto mayúsculo en su elección, que en Italia no fue infrecuente, todo hay que decirlo. El “casting” de la prodigiosa Maria Fiore, que se convirtió en actriz pero nunca más brilló, que yo sepa, con tal encanto e intensidad, es quizá la clave de la película, pues la cámara queda prendada de ella y ella no sabe interponer "método" alguno para no revelarse al objetivo. Pero Due soldi di speranza destaca igualmente por su mirada afectuosamente crítica y conmovida a unos personajes que resultan ser una inocencia nada ingenua, nada bobalicona, nada prefabricada, que se sienten supervivientes y tienen ansias de vivir en un medio campesino u obrero, modesto, que no les permite elegir de acuerdo con sus deseos, sino dentro de unos límites y con ayuda de una cierta astucia picaresca.

Due soldi di speranza anuncia el espíritu de la primera Nouvelle Vague francesa (conviene no olvidar que Godard se ha mantenido fiel admirador de la película), demostración práctica de lo que quiere decir ese pasaje sublime de Histoire(s) du Cinéma, dentro del capítulo dedicado al neorrealismo, en que utiliza la canción de Riccardo Cocciante “Nostra lingua italiana”, quizá el más ardiente homenaje que Godard ha dedicado en toda su carrera a un cine ajeno, y estrictamente incomprensible si no se ha visto Due soldi di speranza, precisamente por ser menos “personal”, menos “de autor” (nada que ver con Rossellini, Visconti, Antonioni o Fellini) y más “popular” y “nacional” – en el sentido en que puede volver a sentirse una forma laica, civilizada, pacífica y no excluyente del “patriotismo” cuando el país ha recuperado la libertad perdida, secuestrada, aplastada o – como vuelve ahora a ser el caso – malvendida a los becerros de oro. De poco ha servido Il Caimano de Nanni Moretti, pero esperemos que quizá dentro de cinco años haya un joven italiano que pueda tener al menos “dos céntimos de esperanza” en lugar del deseo rabioso de emigrar a donde sea, siguiendo la sabia consigna de Nicholas Ray (Busca tu refugio se llamó en España Run for Cover, 1954), sin estar muy seguro que quede a dónde ir.

En Miradas de Cine nº 74 (mayo de 2008).

lunes, 18 de diciembre de 2023

Lilith (Robert Rossen, 1964)

Entrega final, quizá presentida despedida del cine y de la vida por parte del enigmático y algo turbio Robert Rossen, cineasta de izquierda de brillantes comienzos como guionista y también director cuyo desarrollo decepcionó por su conducta durante la Caza de Brujas y alguna mediocridad en el terreno artístico jalonando su errático devenir. Pero quiso y logró culminar con dos obras maestras sucesivas y contundentes, tan inesperadas que pocos las reconocieron como tales desde el primer momento, El buscavidas (The Hustler, 1961) y esta inquietante Lilith, quizá la más pesimista de las inmersiones en la locura (que puede ser contagiosa) que ha osado el cine americano. Puede parecer, a primera vista, un extraño cruce de Esplendor en la yerba y Vertigo, aunque a fin de cuentas se nos antoje sorpren­dentemente cercana a Georges Franju, a ratos un anuncio imposible de parte de la futura filmografía de Philippe Garrel. Nunca sabremos qué hubo o dejó de haber entre el viejo y enfermo Robert Rossen y Jean Seberg, pero en las imágenes de ella capturadas en deslumbrante blanco y negro por Eugen Shuftan (nunca estuvo más hermosa y más perdida) nada queda de la chica confiada, de frente despejada, que nos descubrieron, Saint Joan, Buenos días, tristeza o Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960); quizá Rossen se limitó a mirarla fijamente, sin embria­garse como los más jóvenes, y supo ver el destino trágico que se escondía en ella, la muerte tras su rostro, la locura en el fondo de su mirada. Cabe, incluso que, después de todo, no fuese una gran actriz, como creímos, sino que se limitó a ser siempre ella misma, en cada momento sucesivo de su vida, aunque eso fuera visible solo para el ojo clínico, inhumano e implacablemente penetrante de la cámara.

Hoy, Lilith no nos cuenta solamente la historia urdida por el misterioso novelista J.R. Salamanca acerca de una ninfómana seductora, ninfa acuática recluida en un psiquiátrico americano que no se da por vencida y que no renuncia a seducir; se ha convertido, sin quererlo nadie, en una suerte de indagación acerca de un ser frágil e inestable, que fascinó y atrajo a su abismo a muchos (Romain Gary, Carlos Fuentes, Philippe Garrel), y que iluminó varias películas ilustres, muy diferentes entre sí, como si cada una hubiese captado una faceta de la actriz, y sólo una, y fuera preciso verlas todas para hacerse una idea más precisa del secreto escondido, de su misterio palpable y apenas descifrable. Por ese motivo adicional, Lilith pertenece al reducido grupo de las películas más impenetra­bles del cine americano, junto con La noche del cazador, Retorno al pasado (Out of the Past, 1947), Track of the Cat, El fantasma y la señora Muir, Vertigo o Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, 1955).



En “Movie Movie : guía de películas” de Teo Calderón. 3ª edición. Madrid : Alymar, 2005.

viernes, 15 de diciembre de 2023

Uno de los dos no puede estar equivocado (Pablo Llorca, 2007)

La afirmación que da título a esta película obliga a hacerse preguntas hasta el extremo de ponerle a todo un signo de interrogación. ¿Dónde estamos, qué sucede, quiénes somos, hacia dónde vamos, qué será de nosotros? Hace pensar en los interrogantes del famoso cuadro de Paul Klee. Lo cual ya, para empezar, no es lo habitual en el cine. De ningún país, de ninguna época. Salvo muy contadas excepciones, muy de tarde en tarde.

¿Es el personaje misterioso y con poderes que encarna Luis Miguel Cintra el Diablo, como proclaman los títulos y a veces uno sospecha que, en efecto, pudiera serlo, aunque un diablo extremadamente educado, grave, crítico pero más bien parece un benigno perturbador, un tentador responsable? Pero, ¿un diablo enamorado? Eso sí, de una no menos misteriosa y hermosa mujer independiente, bienhumorada y decidida, Almudena (Mónica López), cuyo labio y barbilla están surcados por una cicatriz que no logra afearla, sino más bien atraer hipnóticamente hacia ella todas las miradas.

¿Qué relato extraño se va tejiendo, sin orden visible pero con calma, a lo largo de esta película no ya elíptica sino resueltamente saltarina, melancólicamente alegre, que pasa como por arte de magia (de la magia del montaje) de un rincón a otro del mundo, de un paisaje desértico a una selva verde y espesa, y de un tiempo pasado a otro tal vez futuro o hipotético, en la que tanto el diablo como otro enigmático personaje (Alberto Sanjuán) intercambian tremendas historias de destrucción y caos?

¿Cómo se combina tan tranquila y felizmente una escena de comedia, otra de sátira política, quizá una de suspense y otra de apocalipsis anunciado, con un, en el fondo, escéptico o tal vez nostálgico romanticismo, o con una de las raras – y más largas y emocionantes - escenas de baile de una pareja de todo el cine español, algo no visto ni soñado por lo menos desde El Sur (1983) de Víctor Erice?

Y no hay en esta excepcional película, como pudiera pensarse, ni desorden, ni estridencias, ni superficialidad, ni chistes fáciles, ni grosería ni cursilerías, ni sensacionalismo alguno ni autopromoción autoral, sino una especie de sobrio y nunca sombrío dramatismo, de nostalgia por lo que quizá pudo ser pero no fue y es ya imposible recobrar porque, si somos realistas, el tiempo no se detiene y la vida sigue y pasa, y los pasos dejan huellas y las huellas no se borran porque, en todo caso, se recuerdan.

Texto preparatorio para la presentación de la película en los “Encontros Cinematográficos” de Fundão (abril de 2018).

Notorious (Alfred Hitchcock, 1946)

Raro ejemplo de película cuyo título castellano es mejor, más expresivo y más fiel a su sentido que el original, Encadenados es la primera, cronológicamente, de las más grandes obras maestras de Hitchcock.

De una perfección tan sólo comparable a su pureza, emocionante en su austeridad como sólo Vertigo (De entre los muertos, 1958), Marnie (Marnie, la ladrona, 1964) o Topaz(1969) antes o después, Notorious es una película enormemente reveladora, tanto por su sencillez como por el tono grave y serio adoptado por el autor, consciente de que aborda cuestiones que no se prestan al comentario humorístico ni a la chanza burlona, ya que la ironía de la situación resulta patética para los personajes, que son víctimas —a la par que instrumentos— de una manipulación que a Hitchcock le repugna e indigna tanto como al Sternberg de Dishonored (Fatalidad, 1931). Que un cineasta con tanto sentido del humor se ponga serio suele indicar algo, si no acerca de los resultados, sí al menos, sobre sus intenciones; piénsese que las películas más «severas» de Hitchcock son, con las cuatro mencionadas hasta ahora, I confess (Yo confieso, 1953) y The Wrong Man (Falso culpable, 1957).

Encadenados es un film de sorprendente simplicidad. Pocos personajes verdaderamente importantes —Devlin (Cary Grant) y Alicia (Ingrid Bergman); Alex Sebastian (Claude Rains) y su madre (Leopoldíne Konstantin), una de las más terribles madres posesivas hitchcockianas—, pocos escenarios, casi una sola situación. Prácticamente no hay acción; no se dispara un tiro; un suicidio y un asesinato son narrados elípticamente. La variedad y las peripecias han sido sacrificadas a la intensidad: pocas películas de Hitchcock son tan vibrantes, tan nítidas y claras, tan desnudas plásticamente, tan despojadas de retórica, tan densas y precisas. No se piense, empero, que esta limpidez tiene algo que ver con la sequedad de partida de un Bresson; ni siquiera con la abstracción a que llega, tras descartar todo adorno pintoresco, el último Lang. Se trata, más bien, de la concentración de luz en un diamante tallado —sensación a la que no es del todo ajena la extraordinaria fotografía de Ted Teztlaff, muy contrastada pero bañada por esa iluminación indecisa y onírica, como de acuario, que caracteriza las películas R.K.O. de la época, cualquiera que fuese su operador jefe, de Cat People (La mujer pantera, 1942) a Out of the Past (Retorno al pasado, 1947) de Tourneur o The Woman on the Beach (1947) de Renoir, de The Locket (La huella de un recuerdo, 1946) de Brahm a Letter from an Unknown Woman (Carta de una desconocida, 1948) de Ophuls o Clash by Night(1952) de Lang—, duro y brillante, cortante por todos lados; o acaso de las irisaciones de una perla perfecta en una concha de nácar.
Encadenados cuenta con uno de los más funcionales McGuffins ideados por Hitchcock —una botella de Pommier 1934 que contiene uranio—, que permite integrar a la perfección la trama de espionaje que le sirve de pretexto y envoltorio o caparazón protector con la intriga de suspense amoroso que encierra en su seno. Film de evidente inspiración romántica, pero realizado por un cineasta pudoroso —como Sternberg— que no se atreve a mostrar a su heroína muriendo de amor, sino por envenenamiento. Encadenados redobla la intensidad del drama buscando equivalencias externas, políticas o policiacas, a las motivaciones y acciones de sus personajes, pero está muy claro que lo que importa no es tanto el éxito de la misión de espionaje encomendada a Devlin y Alicia, sino el triunfo de su amor sobre las barreras interpuestas por el puritanismo desconfiado del policía —siempre determinista, excesivamente atento a los antecedentes— y la falta de ilusiones y la mala reputación de la hija del nazi incorregible, por el orgullo de ambos —que siempre se niegan a dar el primer paso, esperando en vano del otro el gesto conciliador, la mano tendida, la prueba de fe—; no interesa realmente saber si Sebastian descubre que tiene por esposa a un agente enemigo, sino si Devlin llegará a ver cómo es de verdad Alicia; la tensión no nace de que Devlin se dé o no cuenta a tiempo de que Alicia está siendo envenenada por la Sra. Sebastian, sino de que acuda al encuentro de su amada y se la lleve con él, tal como finalmente sucede en una escena admirable de suspense mantenido y emoción contenida, que se cierra con una implacable condena —a muerte, nada menos— de la debilidad cómplice y acobardada de Alex, tal vez —con el Norman Bates (Anthony Perkins) de Psycho (Psicosis, 1960)— el más patético de los «villanos» de Hitchcock, el que más compasión inspira, no sólo porque su responsabilidad es escasa y más por pasividad y omisión —aunque tiene ya edad de sobra para haberse librado de las garras de su madre, a la que acude, en cambio, como un niño asustado, en cuanto tiene problemas— que por deliberada maldad, sino, sobre todo, porque el espectador tiene repetidamente la oportunidad de comparar su ingenua confianza —de enamorado iluso y desesperado, de ciego necesitado de lazarillo— en Alicia, que le engaña, que le es infiel política y afectivamente, con la ciega y obstinada desconfianza del intransigente Devlin —nunca Cary Grant estuvo tan antipático y frío, tan seco e inflexible, tan descortés y despreciativo— para con la misma mujer, que se entrega a él totalmente, ciegamente también, «en cuerpo y alma», sin detenerse un instante a pensar en el peligro que corre como espía y, sobre todo, como enamorada, sin dejar que la intolerante altivez de Devlin enfríe sus sentimientos.

Encadenados es, también, una de las más serias advertencias de Hitchcock acerca de los peligros que encierra fiarlo todo a las apariencias y dar más crédito a una ficha que a los propios ojos —pues ¿quién que no esté muy ciego podría dudar un instante del amor que se lee en la mirada de Ingrid Bergman, que irradian sus sonrisas felices o melancólicas, que impulsa cada uno de sus gestos?— o a lo que, en el fondo de nosotros mismos, nos dictan los sentimientos. Los besos improvisados, supuestamente fingidos, se prolongan más de lo necesario, casi se eternizan —como el abrazo en la terraza que da a la playa de Copacabana y que continúa mientras la pareja atraviesa la habitación del hotel o Devlin recibe instrucciones por teléfono—, tratando de posponer indefinidamente el instante de la separación. El contacto físico, por estudiado que esté, transmite una corriente eléctrica, quema casi, aspira a la permanencia: es más fácil iniciar el abrazo que ponerle término. Las escenas de «amor simulado» para despistar a Alex acerca de la naturaleza de las relaciones entre Devlin y Alicia sólo engaña, si acaso, a sus intérpretes, no al marido, celoso con razón, que ve en sus miradas lo que ella pone y lo que él, muy a su pesar, procurando que ella no lo note, conteniéndose, revela. También la madre dominante y castradora se percata enseguida —con mal disimulada alegría, con alivio incluso— de que su rival por Alex ama en realidad a otro hombre, y de que Devlin, aunque intente aparentar indiferencia —por otras razones, cree ella—, la corresponde. Tan sólo Devlin, víctima de la deformación profesional, se engaña a sí mismo, negándose a reconocer que Alicia le ama sinceramente, porque aceptarlo le obligaría a admitir su amor por ella, emoción que trata de combatir —a toda costa y con el menor pretexto— por considerarla, sin duda, una concesión, una debilidad, un espejismo pasajero… o, más bien, un riesgo que no se atreve a correr.

Al final de esta película de estructura perfectamente lineal y de pureza sólo comparable a la del Arte de la fuga de J. S. Bach, Hitchcock se conmueve y arranca el velo de los ojos de Devlin. Encadenados adquiere resonancias mitológicas —cuyo eco hallaremos en la conclusión de Alphaville (Lemmy contra Alphaville, 1965) de Godard— cuando Devlin se introduce en la guarida del lobo y desciende —subiendo una escalinata— a los infiernos, como Orfeo, para rescatar a Eurídice y devolverla al reino de los vivos.

En "Dirigido por" nº75, ago-sep 1980

Hitchcock insular

Como no creo en la predestinación, y sí en el azar y en el cambio, pienso que un hombre puede ser, en el curso de su vida, muchos hombres, aunque suela acabar decidiendo ser uno y pareciéndole uno solo (o, a lo sumo, dos) a los demás. A su muerte, eliminada ya toda posibilidad de cambio, su vida cobra un sentido unitario, y ese hombre adquiere por fin una identidad.

El interés de las primeras películas de Alfred Hitchcock estriba, primordialmente, en que nos permiten vislumbrar los diversos cineastas que pudo ser (que, durante algún tiempo, fue) antes de elegir, de entre todos los posibles, un camino, un estilo, una visión del mundo que es a lo que nos referimos ahora cuando hablamos de Hitchcock y lo «hitchcockiano».

En 1925, 1928, o incluso 1934, Alfred Joseph Hitchcock no era todavía el director al que con afectuosa familiaridad, llamamos «Hitch», aunque físicamente fuese —más joven, menos grueso— la misma persona. Pero no era aún un autor cinematográfico, no había optado por ser quien luego ha sido; era menos profundo, más inocente, menos hábil, sin duda mucho menos interesante y perturbador, pero también más amplio, más variable, más imprevisible y sorprendente: me parece indudable que un artesano, como un principiante, tiene ante sí un abanico de alternativas más vasto que un autor consagrado, que suele verse obligado a satisfacer las expectativas del público y la crítica, que debe tratar de conservar su reputación. Un autor es un hombre que ha reducido su territorio, para poder batirlo a fondo, intensamente, una y otra vez, profundizando cada vez más, a veces hasta agotar sus riquezas o misterios, pero que ha perdido libertad fuera de ese terreno acotado. Su mundo es más coherente, más suyo —a veces llega a pertenecerle en exclusiva—, pero también más cerrado, más restringido, porque todo el que escoge descarta, todo el que se define excluye.

Personalmente, tengo a Hitchcock por uno de los mejores de ese grupo heterogéneo que forman para todo cinéfilo «los más grandes cineastas que han existido» —John Ford, Jean Renoir, Mizoguchi, Murnau, Howard Hawks, Fritz Lang, Roberto Rossellini, Cari Th. Dreyer, Jean-Luc Godard, Chaplin, Lubitsch, Nicholas Ray, Otto Preminger, Ozu, Griffith, Sternberg, Leo McCarey, Jacques Tourneur, Raoul Walsh, Max Ophüls, Buster Keaton, Douglas Sirk—, pero esta valoración descansa, fundamentalmente, en sus películas americanas, sobre todo las realizadas entre 1956 (la segunda versión de The Man Who Knew Too Much) y 1964 (Marnie), si bien contaría entre sus más geniales obras maestras algunas anteriores (Suspicion, Notorious, Strangers on a Train) o posteriores (Topaz, Frenzy) a este período de madurez y plenitud. Si Hitchcock hubiese dejado de hacer cine en 1939, es decir, antes de trasladarse a los Estados Unidos, me parecería un director de segunda fila, sin duda el mejor cineasta británico, pero nada más. Tampoco creo que sea exacto afirmar —como se ha hecho a menudo— que la etapa inglesa de su carrera es un simple esbozo o «borrador» de la americana, ya que sólo ocurre tal cosa con El hombre que sabía demasiado, filmada en Inglaterra, en blanco y negro, en 1934, y perfeccionada y enriquecida en Estados Unidos, en color, veintidós años más tarde. Es cierto que el primer The Man Who Knew Too Much, The 39 Steps (1935), Secret Agent (1936) y The Lady Vanishes (1938), por ejemplo, prefiguran ciertas cosas —incluso bastantes— de Foreign Correspondent (1940), Saboteur (1942), el segundo The Man Who Knew Too Much, North by Northwest (1959) y Torn Curtain (1966), pero tal vez fuese más preciso señalar que en el segundo grupo de películas Hitchcock vuelve a utilizar elementos del primero, y que todas ellas, inglesas o americanas, pertenecen a un mismo subgénero, el de espionaje, y lo enfocan, además, con humorismo y cierta ligereza (mientras que nada en la etapa británica anuncia o permite presentir la gravedad y la indignación moral de Topaz, 1969, que fue su última palabra acerca de los espías).

La verdad es que la mayoría de las películas inglesas de Hitchcock poco o nada tienen que ver con la idea que hoy nos hacemos de su cine, basada en su obra americana, y especialmente en la más reciente. Viéndola ahora, cuando uno ha visto Marnie dieciocho veces, es posible detectar en Easy Virtue (1927) detalles semejantes; el extraño tono de comedia dramática a lo Lubitsch de Rich and Strange (Lo mejor es lo malo conocido, 1931) reaparece, si se quiere, pero fugazmente, en otros films bastante insólitos de la etapa americana, Mr. & Mrs. Smith (Matrimonio original, 1941) y To Catch a Thief (Atrapa a un ladrón, 1955), incluso —haciendo un gran esfuerzo de abstracción, ciertamente— podría reconocerse en Family Plot (La trama, 1976); también es posible establecer algún punto de contacto entre Murder! (1930) y Number Seventeen (1932), por un lado, y Stage Fright (Pánico en la escena, 1950) y Shadow of a Doubt (La sombra de una duda, 1943), por otro, pero es una relación tan tenue y sutil que no aporta nada a la comprensión de unas u otras. En resumen, habría que admitir que el inconfundible e inimitable —Truffaut, Chabrol, De Palma atestiguan esto último— estilo «hitchcockiano» data de los años 40; en rigor, no aparece totalmente «formado» y coherente hasta 1951 y Extraños en un tren. Incluso sus «estilemas» — como ahora dicen los pedantes— más característicos (del campo - contracampo que enfrenta un travelling de avance con otro de retroceso, tan fundamental en Psycho o The Birds, al encuadre de un ojo que mira desde detrás y por encima del hombro de otra persona, vital en I confess o The Wrong Man, pasando por varias combinaciones de travelling y zoom en sentidos opuestos, como las de Vértigo y Marnie) apenas tienen en la etapa británica una presencia insignificante, aislada, sin función específica (por ejemplo, el encuadre de ojo sobre hombro, tan amenazador e inquietante, no tiene ninguna fuerza ni añade nada a la escena de Young and Innocent en que, que recuerde, aparece por vez primera); su ejemplar sentido del tamaño correlativo que —según su importancia dramática— deben tener los planos sucesivos, y su complejo modo de articular los diferentes puntos de vista que intervienen en cada secuencia, básicos ambos para la construcción de una red de identificación entre espectador y personajes, y determinantes de su precisa, fragmentada y rigurosa planificación y composición, son también conquistas posteriores a la llegada de Hitchcock a Hollywood.

Por otra parte, y aunque ello suponga sumergirse en las arenas movedizas de lo subjetivo, debo confesar que, de los primeros films de Hitchcock, los que prefiero no suelen ser los que más pueden emparentarse con sus obras maestras de los años 50 y 60, sino más bien los menos característicos, los aparentemente menos «personales», los que menos tienen de «hitchcockianos»; los que apuntan en direcciones que Hitchcock no volvió a tomar, los que abordan géneros a los que el autor de Vértigo renunció. De toda la etapa inglesa de Hitchcock —incluyendo películas mudas y sonoras— la que más me gusta es la que menos esperaba de él: una deliciosa comedia campestre, sin crímenes ni suspense, generalmente menospreciada, que tiene algo que ver con Prastänkan (1920) de Dreyer y con The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1952) de Ford, titulada The Farmer’s Wife (1928) y que es su antepenúltimo film completamente mudo. No es, por supuesto, su carácter de «rareza» ni su atipicidad lo que me hace considerarla particularmente atractiva, y prueba de ello es que el segundo mejor Hitch inglés sea para mí Los 39 escalones —basado en la divertida novela de John Buchan—, que es el que en mayor medida y con mayor perfección anuncia buena parte de su obra americana, sino que nos descubre facetas de Hitchcock sepultadas luego por otras, que casi ni podíamos adivinar y que hubiera podido dar lugar, de desarrollarse y madurar, a un cineasta igualmente valioso pero muy diferente, más cercano a Renoir de lo que uno podría imaginar. Admiro casi tanto como The 39 Steps la primera versión de El Hombre que sabía demasiado —pese a ser notablemente inferior a la americana, y muchos más superficial, también tiene virtudes de las que el remake de 1956 carece— y, siguiendo en el subgénero de «espías», The Lady Vanishes (Alarma en el expreso), Sabotage (Sabotaje, 1936, basada en The Secret Agent de Joseph Conrad) y Secret Agent (El agente secreto). Después, Young and Innocent (Inocencia y juventud, 1937) y un anticuadísimo melodrama costero, tan griffithiano que evoca Enoch Arden (1911), y que fue su despedida del cine mudo: The Manxman (1929). A un nivel algo inferior situaría, después de la ya mencionada Rich and Strange, Downhill y The Ring (ambas de 1927), Blackmail (1929) es excelente, pero se resiente de ser parcialmente «sonora», es decir, híbrida. Algo menos logrado me parece The Lodger (El enemigo de las rubias, 1926), su tercer film y, sin duda, el primero importante; premonitoriamente, fue un éxito comercial notable, y era el primer de tema «criminal», lo que sin duda tuvo luego, ante el fracaso de nuevos melodramas amorosos, que inducir a Hitchcock a volver a probar fortuna, con resultados positivos, en el género del que acabaría por convertirse en indiscutible maestro, aun antes de crear uno propio, que nadie más ha sabido ilustrar y sólo Stanley Donen, en Charade (1963), ha sido capaz de imitar con acierto (tal vez gracias a Cary Grant, el actor que mejor representa una buena parte del mundo hitchcockiano, precisamente la asimilada por Donen). Easy Virtue es mucho mejor de lo que su reputación haría suponer, y aguantaría muy bien —como Downhill— la comparación con las prestigiosas películas que hacía G. W. Pabst por aquella época, y que aún figuran en todas las Historias del cine. Champagne (1928), Murder! y Number Seventeen, aunque interesantes, lo son más por escenas sueltas que como obras coherentes, y ni anuncian gran cosa del Hitchcock futuro ni revelan aspectos ignorados de su carácter o su forma de entender el cine. The Pleasure Garden (El jardín de la alegría, 1925), su primer largometraje como director, no pasa de ser curioso; muestra, eso sí, un notable dominio de la técnica, insólito no ya en un principiante, sino en el cine inglés de esa fecha, y una explicable influencia germánica. Waltzes from Vienna (Valses de Viena, 1933) fue su primer film «de época», distraído y correctamente realizado, pero totalmente ajeno al mundo de Hitchcock, quien deja traslucir su falta de interés de un modo ostentoso: es, sin duda, su película menos «funcional» y más lenta. No he visto -—parece que no ha sobrevivido ninguna copia y que desapareció el negativo— The Mountain Eagle (1926); tampoco —y parece que no me perdí nada— Juno and the Paycock (1930) ni The Skin Game (1931), pero sí Elstree Calling (1930), de la que no creo que Hitch llegase a rodar diez planos, y Jamaica Inn (La posada de Jamaica, 1939), que me parece, con mucho, lo peor que hizo Hitchcock en su vida, lo único aburrido y totalmente carente de atractivo… una triste despedida de Inglaterra, pese a que la novela de Daphne Du Maurier en que se basa hubiera podido ser el punto de partida de una película cercana a Moonfleet (1955), la obra maestra de Fritz Lang; pero está visto que —si no lo desmiente Under Capricon (Atormentada, 1949), que es, con Rope (1948), Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) y The Trouble With Harry (Pero… ¿quién mató a Harry?, 1955), lo que me queda por ver de la etapa americana— a Hitchcock no le iba el cine «de época».

No creo interesante analizar las películas británicas de Hitchcock desde la perspectiva que sugeriría la teoría de los autores, ya que o nada tienen que ver con Hitchcock - autor o todo lo que de ellas podría decirse ha sido dicho ya, con más fundamento, de sus films americanos (no creo preciso demostrar que North by Northwest es más rica, perfecta, compleja y profunda que The 39 Steps o The Lady Vanishes, sin que ello equivalga a calificar estas últimas de superficiales: sus recientes remakes prueban, por contraste, sus múltiples cualidades). Tampoco dispongo de espacio para estudiarlas en detalle y una por una, como obras aisladas e independientes, haciendo abstracción de la personalidad de su director y enfrentándose con ellas como si fuesen «de autor desconocido», aunque es posible que tal enfoque fuese el más pertinente y resultase remunerador; puede que hasta para arrojar luz sobre ciertas zonas oscuras o marginales del cine de Hitchcock sirviese tal planteamiento. Por ello, y tras advertir que ninguna me parece interesante por ser de Hitchcock, sino como película inglesa de 1928 o 1936, creo más oportuno y adecuado a la presente ocasión tratar de señalar algunos de sus rasgos más sobresalientes, y dejar que el lector extraiga sus propias conclusiones, contrastando sus reflexiones acerca del Hitchcock inglés con las mías, y tanto por lo que se refiere a su hipotética relevancia dentro de la carrera de este cineasta como a su interés intrínseco como obras aisladas.

Lo primero que creo necesario señalar es que, a pesar de The Farmer’s Wife y The Manxman, Hitchcock no es uno de los grandes creadores del cine mudo. Hecho, en principio, sorprendente, ya que siempre ha sido un ardiente defensor de lo que se suele llamar cine puro y de las teorías del montaje de Lev Kuleshov —evidentemente mudas—, así como de la concepción de la dirección de actores —basada en la neutralidad expresiva— que de tales principios se deriva; además, muchas de las mejores, más memorables y características escenas de la obra de Hitchcock carecen por completo de diálogo —aunque no de música—, especialmente casi todas las más célebres como ejemplos de lo que es la «construcción del suspense» (por ejemplo, Tippi Hedren esperando que Suzanne Pleshette acabe de dar clase en la escuela de Bahía Bodega, mientras los pájaros se agrupan, ominosamente, antes de atacar; o el trayecto de Janet Leigh, bajo la lluvia, hacia el motel de Norman Bates, en Psicosis) o las más representativas de su descarga violenta (los asesinatos de Janet Leigh y de Martin Balsam en Psicosis; el ataque de la avioneta fumigadora contra Cary Grant en Con la muerte en los talones; el acoso de los pájaros en el film a ellos dedicado, etc., etc.). Es decir, que una parte sustancial, y cualitativamente fundamental, de las virtudes del cine de Hitchcock proceden, evidentemente, del cine mudo, y que su concepción —muy particular casi única, o al menos tan exclusivamente suya como las respectivas de Eisenstein o Bresson— del lenguaje y la narración cinematográficos tienen su origen en el cine mudo: me parece muy improbable que hubiese llegado a tal estilo si sus primeros trabajos como director datasen de 1930, si careciese de la experiencia de haber tenido que expresarse plásticamente, sin ayuda de la palabra. Parece lógico, pues, que uno tienda a pensar que, por los indicios que ofrecen sus películas sonoras, el estilo de Hitchcock sea el producto de adaptar al sonoro y sus posibilidades adicionales una forma de expresión elaborada en el cine mudo; sin embargo, resulta que no es así, y cabe preguntarse por qué.

Es posible que ello se deba, simplemente, a que el cine inglés nunca ha sido demasiado bueno ni ha logrado tener una personalidad propia suficiente como para diferenciarlo del americano o del de otros países europeos, según las épocas y las aspiraciones de los cineastas; a que Hitchcock no logró en Inglaterra el grado de control sobre el medio que más tarde conseguiría en América, a que por aquel entonces su personalidad no estuviese aún suficientemente desarrollada y definida (no hay que olvidar que su primer film como director data de 1925, es decir, de sólo dos años antes de la llegada del sonido y sólo cuatro antes de su implantación definitiva en Inglaterra, por lo que, pese a lo activo que fue al inicio de su carrera, no hizo más que ocho películas completamente mudas). A fin de cuentas, no es frecuente que los grandes cineastas hayan sido grandes desde el primer momento, y hay que reconocer que Hitchcock, típico autor perfeccionista y evolutivo, necesitó de un período de formación más prolongado, por ejemplo, que Hawks, siempre igual a sí mismo —y, por ello, más regular y quizá, también, más limitado— y que desde muy pronto sentó firmemente las bases de su estilo personal, más «clásico» y menos exclusivamente propio que el de Hitchcock.

De todas formas, la relativa inmadurez o impersonalidad del Hitchcock mudo no impide que la grandeza posterior de su cine deba mucho, y casi todo lo fundamental, a su formación durante el período en que el cine no contaba con la palabra ni con los ruidos, y muy poco con la música, y había de valerse exclusivamente de las imágenes, que es de lo que básicamente se sirve Hitchcock hasta en sus últimas obras. Un arte del encuadre y la composición, una sabiduría incomparable para determinar el ángulo de toma, el tamaño de cada plano y la lógica que debe presidir el orden de sucesión de puntos de vista es lo que de forma más clara distingue a Hitchcock de la mayoría de los cineastas, particularmente de los llegados al cine con posterioridad: me parece obvio que existen unos «secretos» del cine mudo que se han ido llevando a la tumba, uno tras otro, los grandes pioneros del séptimo arte, y que ni siquiera los raros sucesores suyos que se han propuesto recobrarlos han conseguido hacerlo. Con la muerte de Hitchcock, que era el último cineasta con experiencia en el mudo que se mantenía en activo, el cine ha perdido, temo que para siempre, definitivamente, una serie de virtudes que ya en los últimos tiempos, con el retiro o la defunción de los viejos creadores, se habían hecho cada vez más infrecuentes.

Con todo, y pese a no ser, en conjunto, comparable con la etapa americana de su carrera, creo que la obra inglesa de Hitchcock presenta numerosos atractivos y que conviene conocerla, si se siente interés por este cineasta, por múltiples razones, y no sólo por lo que deben sus obras máximas a lo aprendido durante el cine mudo. De hecho, las películas sonoras de la etapa británica son, por lo general, mejores, más interesantes y más reveladoras que las mudas, pese a que la más lograda sea —para mí— una de éstas.

El Hitchcock británico es, ciertamente, un cineasta menos riguroso y personal, pero también más variado, más divertido y más imprevisible, que da muestras constantes de un notable sentido del cine, de una imaginación desbordante y, contrariamente a lo que se ha dicho a menudo, de un absoluto desprecio por lo verosímil, lo «realista» y hasta lo lógico. Su obra americana es todavía más estilizada, más elaborada visualmente, más perfecta y coherente, pero también más rígida en ocasiones, menos diversa, menos humorística; aunque las películas americanas son más audaces en puntos clave (como, por ejemplo, matar a Janet Leigh a los sesenta minutos de empezar Psicosis, desvelar la intriga de Vértigo a los dos tercios de película, o abandonar totalmente el principio de identificación entre personajes y espectadores en Topaz), las inglesas son atrevidas todo el rato, aunque se trate, casi siempre, de osadías menores.

La etapa británica de Hitchcock nos muestra a un director con inclinación, más que al thriller, al melodrama sentimental. Todavía no ha adoptado el suspense como mecanismo dramático a través del cual trasmitir con la máxima eficacia —haciendo que el público la comparta durante un par de horas— su inquieta e inquietante visión del mundo, de las relaciones humanas y las tensiones ocultas bajo la apariencia de normalidad. En Inglaterra, Hitchcock trató más superficialmente, con menos fuerza, pero más explícitamente, las cuestiones que ya entonces le preocupaban, aunque no tuviese formada todavía una opinión precisa o total acerca de ellas, encuentro, pues, muy reveladora, muy desenmascarada, buena parte de la obra inglesa de Hitchcock, sobre todo, posiblemente, las películas menos logradas o las que, aun contándose entre las mejores, parecen hoy, por eso mismo, menos características, menos personales.

No creo que nadie pueda dudar de la astucia de Hitchcock, de su habilidad comercial y publicitaria, facetas que no sólo no han condicionado o empobrecido su obra, sino que han hecho posible que su carrera tuviese continuidad y que le han permitido actuar con un notable grado de libertad —que nunca fue, ni siquiera en los últimos tiempos, absoluta: a menudo ha lamentado que la Universal le obligase a utilizar a Paul Newman en Cortina rasgada o no se atreviese a financiar Mary Rose, uno de los guiones que más había deseado realizar—, a cambio tan sólo de mantenerse, dentro de lo posible y al menos en apariencia, en el interior de un género cuyas reglas él mismo había establecido y del que era indiscutible maestro y modelo; sin embargo, este género, o subgénero exclusivo si se quiere, supone, además de un método de puesta en escena, de estructuración narrativa y de dramaturgia que se han revelado especialmente adecuados, precisos y útiles para abordar los temas que a Hitchcock le interesaban, una forma de enmascaramiento que ha permitido a Hitchcock dar a menudo «liebre por gato» —y no «gato por liebre»— sin que los productores se enterasen, ni buena parte —la más pasiva y rutinaria— de la crítica, ni —al menos conscientemente— amplios sectores del público, en particular aquellos que no se sentirían atraídos en modo alguno por un film que proclamase abiertamente que iba a tratar de la desconfianza mutua en la pareja —por ejemplo—, pero que acuden en tropel si se les promete —y se les da, por añadidura— un rato de emoción, diversión y misterio, envuelto el tema verdadero de la película en una trama intrincada e inverosímil, pero absorbente y fascinante, de espionaje o de policías y criminales.

En Inglaterra, Hitchcock no era todavía tan hábil ni tan sutil; de ahí el fracaso comercial de sus películas anteriores e inmediatamente posteriores a The Lodger; pronto se dio cuenta, sin embargo, de que sus mayores éxitos de crítica y taquilla se debían a la coincidencia de un tema que personalmente le concernía y afectaba y un planteamiento dramático y narrativo de carácter aparentemente policíaco; es decir, que la fórmula del éxito consistía en abordar estos temas que a él le importaban —la degradación por el amor, la justicia, el miedo, la confusión de identidad, la culpabilidad y su contagio, las dificultades de la pareja enamorada, la obsesión erótica, etc.— no explícitamente, al desnudo o discursivamente, sino encarnándolos en un drama ágil y ameno, lleno de acción y movimiento, con unas gotas de humor que espontáneamente surgían tanto de las situaciones —«por un lado, tiene gracia, pero por otro… maldita la gracia que tiene», dice, en un momento de peligro, un personaje de Cortina rasgada— como del carácter del propio Hitchcock. Es decir, para utilizar otra frase de Cortina rasgada, mediante la combinación de la «inconsistencia romántica» y la «lógica matemática».

Es así como, poco a poco, progresivamente, Hitchcock descubrió una forma de tratar atractivamente los temas que le obsesionan; profundizando en el sentido de esa combinación, Hitchcock llegó a inventar una dramaturgia —la que se conoce hoy universalmente como el «suspense»— que, más que una técnica, supone una forma de ver el mundo y de comunicar al mayor número de personas esa visión personal y particular que tiene su máxima expresión en la película que sigue pareciéndome la mejor que se ha hecho: Vértigo (De entre los muertos, 1958).

En "Dirigido por" nº74, junio 1980