Nacido en 1941, Raúl Ruiz ha dirigido, hasta la fecha, catorce largometrajes y seis cortos, cifras que bastarán para dar una idea de su actividad creadora, sobre todo teniendo en cuenta que, a raíz del golpe militar de Pinochet, tuvo que exilarse de su país natal, Chile, y tratar de proseguir su carrera de cineasta en Francia, y no sin dificultades. De esta obra, iniciada en 1967 con El tango del viudo (acabado en 1970), además, son varias las películas destruidas, secuestradas o perdidas en Chile, circunstancia que tal vez explique el hecho lamentable de que el ciclo de la Filmoteca constase únicamente de seis largos.
Muy defendido por los renacidos Cahiers du Cinéma desde hace unos meses, Raúl Ruiz no es tan famoso como Patricio Guzmán, Helvio Soto, Aldo Francia y otros Littines, consagrados como plañideras oficiales del Chile de Allende; sin duda por ello, las sesiones del ciclo registraron una acusada ausencia de espectadores, pese a ser Ruiz, con mucho, el mejor cineasta chileno, tanto cuando trabaja en su país como en la emigración a que se vio obligado a partir de septiembre de 1973.
Hay que señalar que lo que salta a la vista cuando se contemplan seguidos varios films de Ruiz son las enormes diferencias existentes entre ellos, y que no obedecen únicamente a sus diversas nacionalidades, ni tampoco principalmente a las variables condiciones económicas en que fueron realizados, sino más bien al afán experimentador del cineasta, siempre deseoso de explorar nuevos terrenos y, sobre todo, de no repetirse. Esta característica de su obra, unida al hecho de que no la conozco en su integridad, aconseja estudiar sus películas individualmente.
Esta modesta película está dedicada a D. Joaquín Edwards, a D. Nicanor Parra y al glorioso Club Deportivo Colo Colo.
Lo primero que puede decirse acerca de Tres tristes tigres (1968), es que consigue mantenerse a la altura de tan extravagante dedicatoria. Considerado generalmente como el primer film de Ruiz, es el único que conocía con anterioridad, pues se proyectó en el Festival de Benalmádena de 1970. Guardaba de él un grato recuerdo, y lo asociaba con varios estimables productos mexicanos, como Los Caifanes (1967) de Juan Ibáñez o Mecánica Nacional (1971) de Luis Alcoriza. Sin embargo, o la memoria me engañaba o me había dejado llevar por la apariencias, porque Tres tristes tigres (que no es una adaptación de la celebrada novela del cubano Guillermo Cabrera Infante, sino de una obra teatral de Alejandro Sieveking) es una película claustrofóbica y casi expresionista, sin margen para la improvisación (como puede advertirse si se atiende a la función que desempeña la cámara, siempre pegada a los actores, como acosándoles sin descanso, en constante movimiento; muy lejos, pues, de la mera «captación» naturalista), narrativamente extraña y discontinua, y con un raro sentido del transcurso del tiempo que no es en modo alguno ajeno a su elaborada dirección de actores. Que la película siga las laberínticas andanzas, sin rumbo y preferentemente nocturnas, de un grupo de pícaros e infelices de jarana no significa, evidentemente, que las aspiraciones de Ruiz se militen al retablo costumbrista; por el contrario, se trata de una película más interesada por el lenguaje y por el uso que de él hacen los personajes que por la conducta o la representatividad social de estos, y por reflejar su humor «triste» y absurdo —como el de la excelente novela Caballo de copas, del chileno emigrado a Estados Unidos Fernando Alegría— que por analizar las circunstancias socioeconómicas del país.
¡Loada sea la duda! Os aconsejo que saludéis
serenamente y con respeto
a aquel que pesa vuestra palabra como una moneda falsa.
(Bertolt Brecht: Loa de la duda)
La colonia penal (1971) está basada en la misma novela de Franz Kafka que inspiró a Walerian Borowczyk su primer largo con actores, Goto, l'île d'amour (1968). En ella, con un estilo totalmente diferente del de Tres tristes tigres, Ruiz prosigue sus experimentos con el lenguaje, extremando el método empleado por Valle-Inclán en Tirano Banderas, y sin que quepa, en esta ocasión, tomarle por un cineasta «realista». Film al parecer inacabado —es muy breve y no tiene títulos de crédito—, rodado en blanco y negro y 16 mm., y prácticamente sin dinero, no totalmente logrado pero muy curioso —hace pensar en algunos hallazgos de Godard en Les Carabiniers (1963) y Alphaville (1965), y su tratamiento del lenguaje evoca decididamente Made in U.S.A. (1966)—, La colonia penal pregona ya la cualidad más destacable de Raúl Ruiz: su rara habilidad, no sé si inconsciente o decididamente irónica, para hacer precisamente lo contrario de lo que se esperaría de él en cada circunstancia, lo más opuesto a lo que, convencionalmente, podría considerarse «oportuno» (es evidente que tal película no es la que hubieran deseado los dirigentes del Partido Socialista de un militante durante el primer año de gobierno de la Unidad Popular). Pero parece claro que Ruiz está totalmente negado para el oportunismo, para ser un «buen chico», aplicado y obediente a las consignas, y que prefiere dedicarse a especular con la idea de un Estado ficticio, mezcla de varias repúblicas hispanoamericanas, dividido en cantones autónomos e incomunicados entre sí, al que se moteja «la Suiza latinoamericana» y que se dedica a exportar noticias, sucesos excepcionales y asombrosos que sirven de materia prima a la prensa internacional; idea verdaderamente ingeniosa, y no del todo desprovista de verosimilitud, que desdichadamente no pudo realizar totalmente.
KALLE: Lo que perjudica al patriotismo es que, en definitiva, no existe verdadera elección. Es como si se debiera amar a la mujer con la que uno se ha casado, en lugar de casarse con la mujer que uno ama. Por esto es por lo que yo desearía que me dejaran elegir antes. Por ejemplo, que me enseñen un trozo de Francia, un pedazo de la buena Inglaterra, una o dos montañas de Suiza y algo del litoral noruego: entonces, yo señalaré uno de ellos y diré: éste es el que adopto como patria; así, sí que lo apreciaría. Pero ahora es como si uno estimara más que a nada la ventana por la que se cayó un día.
ZIFFEL: Es un punto de vista cínico, de persona desarraigada, que me gusta.
(B. Brecht: Diálogos de fugitivos)
Teniendo en cuenta lo dicho en el apartado anterior, resulta divertido ver lo que hace Ruiz cuando, en 1972, filma una película didáctico-propagandística acerca de la expropiación de grandes fundos y la Reforma Agraria emprendida por Allende, ya que La expropiación no llegó a estrenarse nunca, sin duda porque se trataba de un panfleto, sí, pero de un panfleto no sólo realmente cortante sino, además, de doble filo. Es probable que ya resultase molesto por el mismo humor y descaro con que se presenta como panfleto, al mismo tiempo que se niega a ser tan esquemático, simplista y optimista como requiere el género, pero lo más grave debió ser que Ruiz, no contento con plantear un caso extraño, anómalo y presumiblemente excepcional —aunque auténtico—, en el que el latifundista, lejos de resistirse a ser expropiado, ofrece sus tierras al Gobierno, en un hipócrita alarde de «generosidad» y «realismo», se dedica a desmenuzar, con una ironía verdaderamente penetrante y una lógica implacable, no sólo los interesados razonamientos que han impulsado a Don Nemesio a asumir actitud tan chocante en un propietario, sino también la conducta extremadamente torpe del ingeniero agrónomo destacado por la Administración para llevar a cabo el reparto del fundo, un joven universitario burgués convertido del día a la mañana en portavoz de una causa que no entiende y que se ha aprendido como un loro. Este probo «funcionario de la revolución» se encuentra pronto desarmado ante los especiosos argumentos de Don Nemesio y su hijo Gato, corteses y hábiles casuistas —como buenos democratacristianos, de formación jesuítica—, que adoptan una postura deferente y dialogante, pidiéndole que les «convenza» y haciéndole preguntas capciosas que el pobre ingeniero, incapaz de pensar por su cuenta, no puede responder con las consignas que lleva mecanografiadas en un par de holandesas. La escena de la conversación de sobremesa entre estos tres personajes hace pensar en los absurdos debate teológicos de Simón del Desierto (1965) y La Voie Lactée (1968) de Buñuel, y prefigura las discusiones que constituyen el meollo de Dialogue d'exilés y La vocation suspendue, al mismo tiempo que la autoironía y el grado de consciencia con que Ruiz hace un panfleto cinematográfico evoca el admirable Vladimir et Rosa (1971) de Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, y que el estallido final de la violencia latente y reprimida durante toda la película recuerda Tres tristes tigres.
ZIFFEL: La mejor escuela para la dialéctica es la emigración. Los dialécticos más penetrantes son los fugitivos. Son fugitivos a causa de los cambios y no se interesan nada más que por lo cambios. De los menores indicios deducen los más grandes acontecimientos, es decir, si son capaces de reflexionar. Si sus adversarios triunfan, calculan cuánto les ha costado la victoria, y tienen ojo certero para las contradicciones. ¡Viva la dialéctica!
Si no hubieran temido causar sensación en el local levantándose solemnemente para chocar los vasos, ZIFFEL y KALLE de ningún modo se habrían quedado sentados. Pero en esas circunstancias, se contentaron con levantarse mentalmente. Poco después, se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
(B. Brecht: Diálogos de fugitivos)
Si he añadido la acotación escénica de Brecht a la parrafada del fugitivo Ziffel que cita Raúl Ruiz al inicio de su primer film rodado en el exilio es para indicar el tono —modesto, realista, lúcido y, por ello, también autoirónico— decididamente poco solemne y nada melodramático que tiene en todas y cada una de sus escenas. Ruiz no busca la compasión ajena, ya que ni siquiera siente autocompasión, y la repugna la idea de abusar de la solidaridad, más o menos desinteresada, generosa e idealista, que algunos reclaman para sí sin ningún género de escrúpulos. Consciente de que el humor es lo último que se pierde, Ruiz se niega, cuando lo ha perdido todo, a entonar la quejumbrosa salmodia del perseguido; recuerda, sin duda, que Ziffel proclamaba que «vivir en un país donde no hay humor es insoportable, pero aún lo es más vivir en un país donde hace falta humor», y que consideraba a Hegel «uno de los más grandes humoristas entre los filósofos, aparte de Sócrates, que utilizaba un método análogo (…) Se ocupó de la cobardía de los valientes y de la valentía de los cobardes; en general, de la contradicción que existe en todas las cosas y, en particular, de la mutación brusca».
Como buen apátrida, Dialogue d'exilés (1974) enarbola bandera panameña y fluctúa entre dos lenguas: la que compartimos con los locuaces exiliados (no sólo chileno, por cierto) y la que se habla en la ciudad que les dio asilo, París. Es un film construido a base de escenas independientes, casi viñetas, con multitud de personajes, tanto franceses como latinoamericanos, y trata de las tribulaciones y dificultades de los exilados para adaptarse a nuevos usos y costumbres y para sobrevivir. Es lógico que, para ello, se vean obligados —aún en el caso de que no fuera esa su vocación, como en Tres tristes tigres— a recurrir a las muy nobles artes de la picaresca, y Ruiz, poco inclinado a mitificar y convertir en héroes puros y orgullosos a sus personajes, menos aún a sus amigos o compañeros de destierro, encontrando natural y justificable su conducta, la muestra sin tapujos, sin discursos exculpatorios, sin coartadas ideológicas; de ahí que Diálogos de exiliados sea un film enormemente divertido y saludable, y no el melodrama de héroes y víctimas que reclamarían con glicerina nuestra compasión gracias a los ojos acuosos de Gian Maria Volonté o algún otro histrión «comprometido» en que, en otras manos —se me ocurren los nombres de varios cineastas chilenos—, se hubiese convertido, rentable y convenientemente. Si se tiene en cuenta lo carentes de sentido del humor que suelen ser los dogmáticos de todo pelo, no es difícil comprender que la película de Ruiz no haya tenido muy buena acogida, ni por parte de sus compañeros de infortunio ni, aún menos, por parte de los profesionales de la «solidaridad» internacional, especialmente por los pertenecientes a la más escandalizable «progresía».
Para Ruiz, pasar apuros o estar en un aprieto no es algo patético, no constituye una tragedia. Como declara lúcidamente en Cahiers, n.° 287, suele empezar sus películas con una intención épica y acaba por poner en tela de juicio ese tratamiento, consciente de que hace más lo que puede que lo que debe: se planteó Dialogue d'exilés como una especie de catálogo de los problemas con los que tendrían que enfrentarse en el exilio, pero como durante el rodaje esos problemas teóricamente previsibles se fueron planteando y resolviendo en la práctica, todos los fugitivos de Pinochet que participaban en el film fueron adoptando una actitud un tanto irónica frente a los grandes problemas que quería tratar. El resultado ha sido, como reconoce su autor «más sano que el film que se quería hacer al principio, ese film en el que se habría proclamado que nos habíamos escapado como leones». No hay que olvidar tampoco que se trata de una película de encargo —aunque más personal no cabe—, cuyo único elemento de cohesión era el irónico texto de Brecht que le sirve de punto de partida, y que se les pedía que mostrasen la lucha del pueblo y la organización de la resistencia en el exterior cuando Ruiz y sus amigos se sentían «abochornados por haber contribuido a una de las mayores derrotas del proletariado mundial». Este sentido de la responsabilidad explica, en parte, la ironía que siempre impregna el film, a la que también contribuyó, sin duda, el cansancio producido por la sensación de haber participado en una utopía, en una farsa involuntaria a beneficio de la opinión pública mundial, fatiga que revela Ruiz en dos frases: «se sabía bien que no se estaba construyendo algo, sino montando una puesta en escena…»; «La politización real se produjo con el movimiento de Unidad Popular, que nadie se esperaba. En ese momento, todo se estereotipó y nos convertimos en comediantes. Forzosamente: ya que se nos aplaudía tanto, había que saludar».
En una ciudadela asediada, toda disidencia es traición.
(Máxima atribuida por Raúl Ruiz a San Agustín y a Stalin, y a la que añade la premisa de origen desconocido: Toda institución, para subsistir, debe ponerse en estado de ciudadela asediada.)
Conocida la tendencia de toda institución —el Ejército, la Iglesia, el Estado— a perpetuarse, resulta evidente la conclusión lógica de las dos premisas que formula Ruiz, particularmente pertinentes en cuanto se refiere a La vocation suspendue (1977), película que marca la transformación del autor de Tres tristes tigres en un cineasta francés: ha echado raíces, al menos de momento, en la tradición literaria (se basa en una novela primeriza de Pierre Klossowski) y cinematográfica (las referencias a Les anges du péché, 1943, de Bresson, son inequívocas, y fueron confirmadas por el propio realizador) francesa.
Abandonando ya del naturalismo hasta la apariencia —todavía en Diálogos de exiliados puede pasar por un film espontáneo e improvisado—, Ruiz ha hecho un film extremadamente complejo y totalmente cerrado, con un grado de elaboración visual —casi pictórico— totalmente insólito en los últimos decenios (habría que remontar al Sternberg de The Scarlet Empress, 1934, o de The Devil is a Woman, 1935, y al Eisenstein de Iván el Terrible, 1945, para encontrar algo parecido); hasta tal punto es antinaturalista, narrativamente complicado y esotérico que puede dar la sensación de que Ruiz ha sido víctima, como otros cineastas latinoamericanos —Hugo Santiago en Les Autres (1974), incluso Ruy Guerra en Sweet Hunters (1969)— de un curioso complejo de inferioridad que suele aquejarles cuando trabajan por vez primera en Europa, y que tiene por consecuencia que traten de emular a cineastas como Resnais, Delvaux o Duras, o de seguir las huellas de Bresson, con resultados generalmente tan insatisfactorios como pretenciosos y siempre más «intelectuales» que inteligentes (e inteligibles).
Lo primero que inquieta de La vocation suspendue son unos rótulos que tratan de crear la ficción de que el film que vamos a presenciar es la reelaboración —en 1977— de uno rodado en 1942 y censurado por las autoridades eclesiásticas y otro, igualmente apócrifo, filmado en 1962 a partir del mismo guion y teniendo en cuenta las mutilaciones sufridas por la primera versión, cuya realización fue suspendida por órdenes de la superioridad. Este borgesiano simulacro parece una estratagema para colar de contrabando la tópica reflexión sobre el cine por medio de «un film dentro de un film» que tan de moda ha estado en los últimos diez años, aunque en realidad Ruiz no hace sino seguir fielmente la novela de Klossowski, que se presenta como la reconstrucción de un texto previo, criticado y censurado. Un segundo motivo de pesadumbre puede ser la alternancia —que suele ser caprichosa, como en Dyadya Vanya (1971) de Andrei Mikhalkov-Konchalovski, u obviamente significante, como en Bonjour Tristesse (1958) de Otto Preminger— entre planos en color y planos monocromos (un virado azuloso que pretende pasar por blanco y negro), y que en La vocation suspendue obedece a lo que de cada versión del film han dejado las sucesivas censuras eclesiásticas y tiene por objeto permitir que las distingamos sin caer en el error de tomar por un nuevo personaje al actor diferente que interpreta al mismo en el remake abortado.
Aunque, por los motivos expuestos, no sea una de las películas más logradas de Ruiz, hay que reconocer que se trata de una obra muy original e intrigante, fascinante y misteriosa cuando se logra superar el desconcierto inicial, que es difícil valorar con precisión tras una sola visión. Cabe destacar, eso sí, su riguroso esplendor formal, con lentos y complejos movimientos de cámara que van explorando el espacio de cada escena y descubriéndonos, a través de la composición —muy elaborada, con un uso notable de la profundidad de campo—, la iluminación, el color y los encuadres, las implicaciones de cada escena, así como la importancia de los frescos de tema religioso que un grupo de frailes pinta en los muros del convento, y sus discusiones acerca del significado convencional de cada figura y la trascendencia de su colocación dentro del cuadro, por lo que prefiguran de la siguiente película de Ruiz. La vocation suspendue es, pues, además del análisis de una institución dividida por polémicas intestinas, una reflexión sobre la representación —tanto en la pintura como en el cine— y sobre la narración —literaria y cinematográfica—, que invita al espectador a tener siempre presente no sólo lo que ve —lo que sucede dentro del encuadre— y lo que oye, sino también lo omitido, lo no mostrado o callado, tanto a consecuencia de la elección de cuadro como a causa de las censuras ejercidas sobre el narrador.
2.012. Lo mismo que no nos es posible pensar objetos espaciales fuera del espacio y objetos temporales fuera del tiempo, así no podemos pensar ningún objeto fuera de la posibilidad de su conexión con otro.
2.221. Lo que la figura representa es su sentido.
3.262. La aplicación del signo muestra lo que no está expresado en él. La aplicación declara lo que el signo esconde.
3.328. (Si todo funciona como si un signo tuviese un significado, entonces tiene un significado.)
(Ludwig Wittgenstein: Tractus Logico-Philosophicus)
Lógica extensión de los aspectos más interesantes, L'Hypothése du tableau volé (ex-Tableaux vivants, 1978) es una película aún más especulativa, y además , para mí gusto, no sólo —con mucho— la mejor de las que conozco de Raúl Ruiz, sino una de las más enigmáticas, intrigantes, misteriosas, apasionantes y originales de los últimos tiempos: para empezar, es muy posible que sea la historia más asombrosa que ha contado el cine francés, digna de haber sido concebida por el Jorge Luis Borges de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, El acercamiento a Almotásim, Pierre Menard, autor del Quijote, Examen de la obra de Herbert Quain, El jardín de los senderos que se bifurcan, Tema del traidor y del héroe, La muerte y la brújula, entre otras Ficciones y Artificios cuyo único punto común es precisamente su carácter conjetural, aunque juraría que L'Hypothése du tableau volé, escrita por su director con la colaboración de Klossowski (1), no debe ni una idea al autor de El Congreso. De hecho, es una película sin antecedentes cinematográficos o literarios, aunque pueda hacer pensar en ciertas novelas de John Dickson (The Mad Hatter Mystery, Death Watch, The Waxwoks Murder, The Witch of the Low-Tide), en algunos relatos del Padre Brown y la prodigiosa The Man Who Was Thursday de G. K Chesterton, en las aventuras de Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan Doyle… historias todas ellas de elucidación detectivesca de un secreto, un enigma , un misterio, y siempre más a través de la lógica, del razonamiento inductivo y deductivo, de la fantasía, que por medio de la búsqueda de pruebas físicas y tangibles; es decir, se trata de investigadores que tienen más de pensadores, de filósofos, que de policías, y que confían más en su propio cerebro que en los interrogatorios de sospechosos y testigos, siguiendo el sendero trazado por Edgar Allan Poe en The Purloined Letter.
L'Hypothése du tableau volé es un film muy breve —apenas rebasa la hora de proyección—, espléndidamente fotografiado en blanco y negro por Sacha Vierney, sin actores conocidos. Ruiz nos introduce en la mansión de un viejo coleccionista de pintura (Jean Rougeul), bastante borgesiano (recuerda al enigmático Don Porfirio del film Invasión, urdido por Borges y su cómplice Bioy Casares y filmado, en 1969, por Hugo Santiago), obsesionado por el pintor Tonnerre, que nos muestra los seis cuadros que ha logrado reunir de una serie de siete —el otro fue robado— y nos va explicando las sucesivas hipótesis que ha ido imaginando, tejiendo y destejiendo maniáticamente, a lo largo de los años, para intentar comprender por qué robaron el cuadro que falta y por qué otro de los componentes de la serie, de apariencia totalmente inocente y banal, fue considerado hasta tal punto escandaloso que el gobierno francés prohibió su exposición. Esta indagación a partir de una colección secuencial pero incompleta de cuadros se convierte no sólo en una reflexión sobre la pintura, sino, por lógica extensión, sobre todas las artes figurativas, sobre todas las formas de representación, en particular el teatro y el cine.
Intrigado por la anómala iluminación de uno de los cuadros, que produce la extraña sensación de que la escena está bañada por los rayos de dos soles —uno al Este y otro al Oeste, o uno al Norte y otro al Sur—, el coleccionista reconstruye, por el método de los «cuadros vivientes», con actores, no sólo la escena pintada, sino su espacio en off: todo lo que ha quedado fuera del lienzo. De este modo, siguiendo la dirección de las miradas, buscando las fuentes de luz exteriores al encuadre, devolviendo a la escena las tres dimensiones, descubre que existen relaciones ocultas entre los cuadros, y que siguen un orden secuencial; incansable soñador de hipótesis más o menos improbables, logra recomponer mentalmente el cuadro robado, que imagina de tal forma que la serie funcione como serie. A este respecto, resulta decisivo el hallazgo de un anónimo roman á clé, basado en un turbio escándalo protagonizado por miembros de la aristocracia, e ilustrado con grabados que guardan cierta semejanza con los cuadros de Tonnerre, que se revelan así, de acuerdo con las últimas conjeturas del coleccionista, como el relato alusivo, velado, camuflado, de dicho escándalo.
Naturalmente, este breve y esquemático resumen de la indagación que lleva acabo el viejo coleccionista —constantemente asaltado por la duda y la incertidumbre, tentado por la posibilidad de hallar una nueva explicación, y consciente de que todo su razonamiento depende de la inverificable validez de la hipótesis del cuadro robado— no puede hacer justicia —ni siquiera describir con fidelidad su intriga— a la película de Raúl Ruiz, basada como pocas en el poder de sugerencia e incluso de insinuación de las imágenes —y no sólo las del film, sino también las de los cuadros, bocetos y grabados que sirven de indicios en la pesquisa— , y por ello una película que no basta con mirar, sino que hay que escrutar, intentado verificar las hipótesis del coleccionista que nos sirve de guía e interlocutor, tratando, incluso, de encontrar nuevas pistas que nos conduzcan a una nueva elucidación del misterio.
Película tan apasionante y estimulante para los aficionados a la pintura como Chronik der Anna Magdalena Bach (1967) de Jean-Marie Straub y Daniéle Huillet para los melómanos, L'Hypothése du tableau volé debería entusiasmar a todos los que disfrutan pensando y dejando volar su fantasía mientras ven una película, y muy especialmente a los amantes de la novela policial, de los laberintos y de las especulaciones, y hace desear con impaciencia que Raúl Ruiz termine Le Colloque des chiens y que la Filmoteca consiga proyectarla, así como —de encontrar alguna copia— las más apetecibles de las películas anteriores de este extraño cineasta: Nadie dijo nada (1971), El realismo socialista (1972), Palomita blanca (1973) y El cuerpo repartido y el mundo al revés (1975), e incluso, a ser posible, alguno de sus cortos, en particular La teoría y la práctica (1972).
(1) Está vagamente inspirada por su novela Baphomet.
En "Dirigido por" nº56, Julio 1978
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