Cualquiera que haya visto alguna película de John Ford —sea en color o en blanco y negro, muy antigua ya o, dentro de lo que cabe, “reciente”, es decir, como cercana, de 1965— se habrá dado cuenta, por muy distraído que sea, de la importancia que tienen las sombras en su cine, en una medida que está, sin duda, por encima de lo que se puede considerar “normal” en un arte que está hecho, primariamente, de luces y sombras, y desde finales de los años 20 o comienzos de los 30 —según los países— también de sonidos, que en las películas de Ford son a menudo capaces de dejar marcas igualmente indelebles (las músicas, las canciones, las voces, algunos ruidos).
Pero el hecho de que nuestra memoria —incluso distante— del cine de Ford esté constituida, fundamentalmente, por sombras, no es algo anecdótico, pues nos recuerda un dato esencial, aunque no exclusivo de este director: su formación durante el periodo mudo y la primacía expresiva que ha conservado siembre en sus obras la imagen; pese a que podría decirse que Ford necesitaba el sonido para llegar a ser verdaderamente él mismo, sus mayores logros se reparten casi equitativamente entre los cuatro decenios finales de su dilatada carrera: de mediados los años 30 a la primera mitad de los 60. De las pocas que se conservan de las décadas de los 10 y los 20 hay varias excelentes, y cabe que aparezca todavía alguna aún mejor y que, por cualquier razón, en su época no llamara la atención, pero ninguna de las conocidas alcanza la altura de las mejores sonoras, y la verdad es que parece improbable que un tardío hallazgo hipotético pueda superarlas, porque Ford, aunque pudiera arreglarse muy bien sin diálogos, necesitaba del sonido para alcanzar una plenitud en la que música y voces habían de desempeñar una función fundamental, como vehículos de evocación y conductores de la emoción.
Ford aprendió a bastarse de la imagen silenciosa, y pensaba automáticamente con imágenes. No se limitó nunca a ilustrar textos ni convertía en estampas piezas dramáticas, relatos breves o capítulos de novela, por mucha que fuera su capacidad para traducir ideas en imágenes en movimiento, o al menos palpitantes, aunque la cámara permaneciese casi siempre quieta, ligeramente apartada, sin llamar la atención, y los actores no se agitaran ni cayeran en el histrionismo ni siquiera en los momentos de mayor tensión dramática o en las breves explosiones de violencia que salpican algunas de sus obras más conocidas.
Aunque tuvo muy mala vista desde joven —el fotógrafo de ¡Qué verde era mi valle! (1941) declaró que ya entonces apenas veía ¡con el ojo sano!— y es uno de los varios tuertos ilustres que, curiosamente, pueden contarse entre los más grandes cineastas de la Historia, tenía un “ojo” inigualable para la composición y el encuadre, para evocar la luz y los colores que apenas vislumbraba, y parece que casi a tientas colocaba a los actores donde su imaginación le dictaba, visualizando mentalmente sus ademanes. Como ir perdiendo la visión parece reforzar la memoria, y hacer que lo entrevisto cobre mayor valor y se grabe con mayor profundidad en ella, no es raro que su cine esté hecho, muy primordialmente, de recuerdos, y que la acción de la mayor parte de sus películas se sitúe, consecuentemente, en el pasado (de hecho, son contadas las películas que rozan la actualidad, incluso que abordan temas o sucesos contemporáneos al rodaje).
Pero el pasado, en cuanto nos descuidamos, es historia y conflictos, a menudo convertidos, para poder soportarlos y asimilarlos, en mitos más o menos embellecidos o suavizados, idealizados o sublimados. No debe extrañar, pues, que en múltiples ocasiones Ford se viera abocado a confrontar y analizar ambas visiones o “versiones” del pasado, la “verdadera” y la “ficticia”, y que al menos en tres películas importantes mostrase cierto empeño en explicar cómo y por qué nacen los mitos (Fort Apache, 1948), por qué tienden a persistir (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) y lo que encubren, minimizan o edulcoran (Cheyenne Autumn, aquí indignamente motejada El gran combate, 1964).
Como le gustaba rodearse de amigos y conocidos, en cada etapa de su carrera, en el seno de cada productora en la que estuvo un cierto tiempo contratado, lo mismo que cuando pudo disfrutar de una cierta independencia, Ford tendió a emplear con asiduidad y constancia a un grupo de técnicos y actores fijos, que se alternaban en los diferentes papeles y que contribuyeron a dar sus películas una profunda sensación de uniformidad. Si cambiaba el director de fotografía, el decorador, el músico o el montador, si los intérpretes principales se suceden según las obras y los periodos, el estilo plástico tiende a permanecer y los actores de reparto son casi los mismos, o miembros de una misma “familia”, a veces en sentido no figurado. De ahí, para el espectador asiduo, como para el que paulatinamente va trabando relación con su copiosa filmografía, una sensación de familiaridad, de moverse en terreno conocido, de reencontrarse de nuevo con viejos amigos, que da calor a sus películas y resulta, por lo general, muy grata, además de favorecer su difusa pero inmediata incorporación a nuestra propia memoria de espectadores. Así, las imágenes contribuyen a crear la dimensión afectiva, la emoción que, sobre cualquier otro rasgo, caracteriza las películas de John Ford, y que no me cabe duda era el objetivo principal al que aspiraba como creador, más allá del placer de contar historias, recrear ambientes y épocas pretéritas.
Se le ha reprochado a menudo a John Ford —fue célebre y famoso, pero siempre tuvo multitud de detractores— su “sentimentalismo” irlandés, quizá para tratar de defenderse de la emoción que, sin que uno quiera, tiende a contagiar al espectador no maliciado de sus películas. No sé exactamente cómo lo conseguía, pero su sentido dramático le permitía hacernos sentir, sin necesidad de subrayados ni planos subjetivos, sin insistir con la música, apenas con palabras, sin olvidar nunca el humor, las emociones más hondas e íntimas, de sus personajes, silenciando o disimulando las suyas, que, sin embargo, es posible detectar bajo la máscara del laconismo y la socarronería, de la aparente distancia, a veces de la ironía o del deje afectuosamente burlón con que trata a los personajes por los que siente más cariño, a veces una complicidad fraternal. Se diría, al analizar una secuencia representativa de Ford, que el cineasta se avergonzaba de sus sentimientos y quería trasmitirlos como si no los hiciese suyos, con fingida impavidez, brevemente y sin énfasis, lo que le conducía a representarlos con una sobriedad admirable y un ritmo ejemplarmente expeditivo en el tratamiento de lo más dramático y de la misma violencia, relativamente frecuente en su obra, por razones de fidelidad a la historia, pero en la que nunca se complace. Hay conmovedoras historias de amor, secretos y sentimientos que jamás se mencionan, de los que nadie dice una palabra, que en los diálogos no existen, que no describe ni analiza el guion, pero con cuya seca evidencia nos topamos en una esquina del encuadre, en un plano fugaz, en una mirada silenciosa y de inmediato disimulada, en un elocuente gesto mudo que el director no aísla ni destaca, dejando la cámara inmóvil, sin aproximarse siquiera al ademán revelador. Así sucede, por ejemplo, en las hoy reconocidas obras maestras Centauros del desierto (1956) o El hombre que mató a Liberty Valance —que en su momento fueron ignoradas, tratadas como dos westerns cualesquiera, del montón, y el segundo incluso como una muestra de declive senil y pérdida de energía—, pero también, y no menos, en obras todavía hoy menos conocidas e incluso insistentemente menospreciadas, como El juez Priest (1934), Steamboat Round the Bend (1935), They Were Expendable (1945), Los tres padrinos (1948), Cuna de héroes (1954), Escrito bajo el sol (1956), El último hurra (1958), El sargento negro (1960) o Dos cabalgan juntos (1961), o injustificadamente consideradas como "menores”, cuando no “de decadencia”, como Río Grande y Caravana al Oeste (1950), El sol brilla en Kentucky (1953), La taberna del irlandés (1963) o 7 mujeres (1965).
Es esto precisamente, sin embargo, lo que hace de una riqueza única e inagotable sus películas más logradas y personales, que no son siempre las más famosas, premiadas o taquilleras, casi todas repletas de secretos palpables o sensibles pero que es difícil señalar, que pueden pasar desapercibidos si no se mantiene una constante actitud vigilante, porque es fácil que escapen a quien no sostenga la mirada fija en la pantalla, sin prestar la atención que merece un trabajo minucioso aunque, presumiblemente, más instintivo o intuitivo que deliberado.
Pero claro, los prejuicios son tan fuertes y están tan extendidos y arraigados que no se pide ni se espera sutileza ni discreción de géneros como los que con mayor frecuencia relativa abordó Ford, y a los que se le tiende a atribuir una dedicación casi exclusiva, o al menos prioritaria, como el western, pero que en modo alguno agotan —ni siquiera dominan— su vasta y muy variada filmografía. Es cierto que un buen número de sus películas más populares — incluso alguna de las más apreciadas críticamente— son “de vaqueros”, “de indios” o “del Oeste”, y es curioso, en cambio, que pese a su reconocida obsesión por la Guerra de Secesión, la guerra civil americana —de la que Ford era, según todos los testimonios, un verdadero experto—, hiciera muy pocas incursiones cinematográficas en ella —básicamente Misión de audaces (1959) y el episodio La guerra civil de la superproducción en Cinerama La conquista del Oeste (1962), de cuyos restantes capítulos se encargaron otros directores—, pero conviene no olvidar tampoco que durante doce años seguidos (1927-1938), y luego durante seis más (1940-1945), a pesar del éxito singular respectivo de El caballo de hierro (1924) y Tres hombres malos (1926) y de La diligencia (1939), no rodó ningún western, que no desdeñó la comedia ni las diversas variantes (aérea, naval y terrestre) del género bélico y cultivo múltiples facetas del cine de aventuras —desde Huracán (1937) en los Mares del Sur hasta Mogambo (1953) en África—, que filmó algunas biografías —en general, de personajes a los que había conocido o a los que, en todo caso, como en el de El joven Lincoln (1939), admiraba con devoción— y que —a pesar de su patente amor a la música y a las canciones— nunca hizo un musical en sentido estricto, ni un film “negro”, aunque sí filmase una crónica “policiaca” cotidiana sumamente británica —Un crimen por hora (1958)—, y tenga en su haber varias adaptaciones de obras literarias de prestigio —John Steinbeck en Las uvas de la ira (1940), Eugene O'Neill en Hombres intrépidos (1940), Graham Greene en El fugitivo (1947), Sean O'Casey ya en los años 30, Liam O'Flaherty en El delator (1935)—, aunque habitualmente prefiriese tomar como punto de partida relatos breves desconocidos, publicados en revistas, o inspirarse subrepticiamente, para algunos detalles, en los magníficos cuentos de Guy de Maupassant.
Dedicó una parcela de su obra —desde los años 20 a los 60— a la Irlanda de sus padres y antepasados, tierra “perdida” por la que sentía una intensa y apasionada añoranza, en parte legendaria e idealizada —véase, sobre todo, El hombre tranquilo (1952)—, sin olvidar su omnipresencia indirecta —a través de personajes, canciones y melodías, costumbres y tradiciones— en las películas estrictamente americanas, pero también consagró una de sus obras más sentidas y cargadas de nostalgia al próximo pero ajeno país de Gales, la ya mencionada ¡Qué verde era mi valle!, que sigue siendo una de sus películas más representativas y reveladoras de su carácter y su concepción tanto del cine como de la vida.
Más allá de los géneros, las épocas y los escenarios en que se sitúa la acción de sus aproximadamente 160 películas, el cine de John Ford se revela, pese a su variedad y al ingente tamaño de su obra, que nadie puede abarcar porque está en buena parte perdida, de una profunda unidad temática, estilística y ética, que resulta asombrosa, y de un nivel de calidad y exigencia que parece incompatible con hacer tres o cuatro películas al año durante largos periodos de su carrera: a veces son las tres tan maravillosas que es difícil escoger una como la mejor que rodó ese año, por ejemplo 1939.
Con todas las convenciones narrativas, representativas y plásticas solía tomarse notables libertades, y no tanto por un prurito de originalidad o rebeldía, sino más bien porque ese era su estilo de contar historias y su manera de ser, y procuraba, siempre que podía, salirse con la suya y hacer lo que le apetecía y tal como le gustaba hacerlo, esperando que el público lo comprendería y lo disfrutaría igual que él mismo, y que eso le permitiría seguir actuando con un cierto margen de libertad —el suficiente, aunque casi nunca el ideal— dentro de la maquinaria industrial de Hollywood en la que logró introducirse muy joven y de la que nunca consiguió apartarse lo bastante, ya que todas sus tentativas por conquistar la plena independencia acabaron, antes o después, en la bancarrota. No deja de ser curioso que, las pocas veces que se dejó entrevistar, tendiese a tomar el pelo a los interrogadores y a no revelar prácticamente nada; era reacio a hablar de su trabajo, del cine en general y del propio en particular, pero las dos o tres veces que en su vida condescendió a enumerar sus películas favoritas, de entre las que él mismo había dirigido, tendió casi siempre a destacar, sin mencionar exactamente las mismas, varias de las que menos éxito comercial y crítico habían tenido, justificando su predilección con un argumento muy extraño en boca de un cineasta clásico americano: “las hice para mí mismo”.
Nunca ocultó la deuda de gratitud que sentía para con la figura —que se agiganta con el paso del tiempo, pese al ocaso de su reputación y al creciente olvido de su obra, que las nuevas generaciones ignoran— de D. W. Griffith, en cuyo discutido y monumental Nacimiento de una Nación (1914) había intervenido, según la leyenda, cubierto con una capucha del Ku Klux Klan y montado a caballo, como simple extra, y del que afirmaba haber aprendido buena parte de lo que sabía; la otra parte la acreditó siempre a su hermano mayor, el actor y director antes que él Francis Ford, que le dio sus primeras oportunidades en el cine y al que él mantuvo como actor secundario de sus películas hasta la hora de su muerte.
El cine de Ford puede parecer hoy antiguo o, como se dice de este arte con una crueldad desdeñosa que, curiosamente, no se aplica para la pintura ni la literatura o la música, “viejo”. Su obra permanece viva, sin embargo, y se programa con bastante frecuencia —al menos una porción de ella— en las televisiones de todo el mundo; en parte, está disponible en vídeo o en DVD, y por tanto cabe consultarla, revisitarla o conocerla en cualquier momento. Si, a pesar de su aparente sencillez, se mantiene vigente es precisamente porque permanece intacta su capacidad para conmover y emocionar hasta cuando nos pinta y describe, a través de sus actos y sus modales, a personajes con los que nada tenemos que ver, que nada deberían importarnos, que quizá en la vida real ni nos interesarían ni nos resultarían simpáticos o atractivos, y a los que su cámara, sin acercarse excesivamente a ellos, sin aislarlos de su contexto histórico o geográfico o social, sin disimular u ocultar sus defectos o sus posiciones discutibles o erradas, nos aproxima lo bastante como para que lleguemos, siquiera durante hora y media, a conocerlos y, mediante el conocimiento, a valorarlos y apreciarlos en lo que puedan tener de bueno, que de algún modo les redime de sus fallos o equivocaciones, de su empecinamiento o su fanatismo irracional. Esa generosidad y amplitud de visión, hoy infrecuentes en el arte, explican la perdurable grandeza de algunos creadores del pasado, que seguirán igualmente vivos, cabe apostar por ello aunque no lo veamos, así que pasen dos siglos e incluso si el cine, tal como ha sido durante cien años y todavía es hoy, dejara de existir y cediera el paso a otra forma de contar historias con imágenes y sonidos.
En "Ars Medica. Revista de Humanidades", 2004
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