La difusa, tenue y oscilante frontera que existe entre el documental y la ficción, y que es clave en el cine de algunos directores, entre los cuales habría que contar, sin duda, a José Luis Guerin, encuentra en su más reciente largometraje, La Academia de las Musas, una de sus más inquietantes y estimulantes manifestaciones.
Puesto que sus intérpretes no son nada conocidos, sino inéditos, e incluso se nota que no se trata de actores profesionales, y todos los escenarios, sean interiores o exteriores, son reales, y además cada cual habla – según las circunstancias – en castellano, italiano, calabrés o catalán, puede pensarse que, como otras películas de Guerin, es una galería de retratos de personajes reales, en esencia un profesor (que existe y figura con su nombre) y su esposa, más unas cuantas alumnas de filología. Se puede creer, incluso, pues la historia narrada no es imposible ni siquiera improbable, que se trata de un documental, género que ha cultivado y enseñado Guerin en varias ocasiones. Para colmo, todo resulta creíble y al mismo tiempo difícil de etiquetar como perteneciente a un género cinematográfico: a ratos puede parecer una comedia, en algunos momentos bordea más bien el drama, aunque sin estallidos ni golpes de efecto de los que suelen resultar “teatrales”, lo cual tiende igualmente a hacer sospechar al espectador que no está asistiendo a una ficción, que no se trata de personajes creados ni de sucesos inventados, aunque, al mismo tiempo, siempre hay algún elemento, casi imperceptible o subliminal, que mantiene la incertidumbre. ¿No abundan quizá en exceso, para estar filmados sin la complicidad de los… llamémoslos “sujetos”, tanto los primeros planos como los reflejos? Se descarta pronto, y es importante, que pueda tratarse de nada parecido a una filmación con cámara oculta o disimulada, de documentos obtenidos sin que los retratados se den cuenta; es decir, que empezamos pronto a pensar, no sin cierta suspicacia, por lo menos extrañeza, que tanto el profesor como sus alumnos se han dejado filmar. Bien, durante las clases, si no hay un equipo numeroso, ni es precisa más iluminación, ni se hace ruido, cabe, nos decimos. Pero, ¿y luego? ¿Y cuando están en otros lugares, en una casa, en una cafetería, en un coche, en un viaje fuera de España, en un hotel, o cuando el profesor y su mujer discuten o se hacen reproches o se dicen ironías? ¿Estamos asistiendo a una especie de psicodrama? ¿Realmente en casi cada persona late escondido un actor que, en el fondo, quiere interpretar un papel, aunque sea una versión mejorada – según él – de sí mismo? Lo normal es que vuelva a surgir, una y otra vez, alguna duda acerca de la naturaleza de lo que estamos viendo, por auténtico, espontáneo y verosímil que resulte. Incluso podemos recordar que ya otras películas, precisamente las de aire de mayor naturalidad, de aspecto más improvisado, como las de Éric Rohmer, resultaron ser precisamente obras muy escritas, ensayadas y elaboradas con la mayor precisión, y cuyos planos eran raramente el resultado feliz o casual de la primera toma.
Esta vacilación de las impresiones del espectador, esta permanente oscilación de la certidumbre acerca de la verdadera naturaleza de lo que verdaderamente estamos presenciando en la pantalla, que nos mantiene alertas, desempeña, a mi modo de ver, una función bastante parecida a la que jugaba, en un cine tan claramente presentado como pura ficción como el de Alfred Hitchcock, el suspense. Incertidumbre o suspense colocan al espectador, siquiera intermitentemente, en una situación parecida a la que pone y mantiene en vilo a los respectivos personajes, con independencia de que sean reales o ficticios, cuestión que sólo cuando concluye la película parece quedar ¿definitivamente? esclarecida, a poco que reflexionemos. Y ya exigir del espectador que piense acerca de lo que ve es un dato a su favor, que habría que agradecerle a la película tanto como que resulte amena, divertida, intrigante e imprevisible.
Escrito hacia 2015
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