lunes, 11 de diciembre de 2023

Le Charme discret de la bourgeoisie (Luis Buñuel, 1972)

Entre 1928 y 1932 Buñuel fue un cineasta libre: UN CHIEN ANDALOU (1928) y L’ÂGE D'OR (1930) constituyen la aportación al cine del movimiento surrealista, y LAS HURDES (1932), sin dejar de ser un film vanguardista, añadía a la provocación de las otras dos películas una protesta social que la industria cinematográfica no le hubiese permitido manifestar. Desde esa fecha hasta 1946 Buñuel no dirige ninguna otra película, aunque no deja de trabajar en el cine: produce y supervisa varios films comerciales en España, asesora y monta documentales americanos sobre la guerra civil que tiene lugar en su patria, colabora vagamente en otras películas, etc. En resumen, continúa el aprendizaje iniciado en Francia, antes de UN CHIEN ANDALOU, como ayudante de Jean Epstein. En 1946 Buñuel dirige su cuarta película, su segundo largometraje, pero no en Francia y con libertad, sino sometido a las exigencias económicas y comerciales de la escala más baja de la industria cinematográfica mexicana. Hasta 1950 Buñuel sigue eclipsado para los europeos, que recuerdan su existencia gracias a un malentendido: el “neorrealismo” está de moda, y se cree ver en esa prolongación de LAS HURDES que es LOS OLVIDADOS una versión mexicana y algo surrealista de SCIUSCIÁ. Sin embargo, Buñuel sigue trabajando, oscuramente, en México, hasta que en 1955 vuelve a rodar en Francia una obra admirable pero poco característica (CELA S'APPELLE L'AURORE). Sus películas mexicanas empiezan a verse en Europa; NAZARÍN (1958) le devuelve su antiguo prestigio; el regreso a España y el escándalo de VIRIDIANA (1961), hacen que sus películas interesen a tantas y tan amplias minorías que resultan rentables: Buñuel, de nuevo en México, recobra la libertad perdida y rueda, después de 30 años, otro film vanguardista, que entronca con el surrealismo y que, pese a los 62 años de su autor, le convierte en uno de los cineastas más modernos, junto con Godard. Desde entonces, Buñuel vuelve a ser considerado en todas partes como uno de los grandes autores de la historia del cine y puede permitirse hacer lo que quiere, cuando quiere, como quiere y casi donde quiere.

Para aquellos que ven en L’ÂGE D'OR la cumbre del cine buñueliano, los años que separan LAS HURDES de EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962) son años perdidos, el elevado precio que tiene que pagar el artista para sobrevivir. No creo que Buñuel adopte una postura tan melodramática frente a esos años de su vida, pero no sé si será consciente de lo beneficiosos que han sido para él esos treinta años de libertad vigilada o restringida. No pretendo con esto decir que las adversas circunstancias de todo tipo que limitaron la libertad de Buñuel fuesen, en sí mismas,  benéficas; podrían haberle destruido, como lo han hecho otros directores; lo que quiero decir es que Buñuel supo desenvolverse dentro de esos límites de tal forma que en vez de prostituirse se hizo más universal y más profundo, evitando el riesgo de todo joven vanguardista, de todo enfant terrible, de convertirse en un dilettante desfasado, anclado en lo que años antes era “moderno” (Véase el efecto que hacen hoy muchas películas que entre 1960 y 1965 parecían lo más avanzado e innovador). Durante esos treinta años, Buñuel se convirtió en un profesional y en un gran cineasta. En 1932 Buñuel era un genio, un hombre inspirado, épatant, pero no un gran autor cinematográfico; sus tres películas —una larga y dos cortas— revelaban talento, imaginación, fantasía, audacia, un sentido del humor desafiante, pero no rigor, ni madurez, ni sabiduría. Tenían algo de juego, de capricho, de ilustración onírica, y hacían gala de la falta de control que exige toda escritura automática (fenómeno que, en el cine, es forzosamente fingido, pues cada plano requiere una preparación que anula la espontaneidad de su ocurrencia). En cambio, al pasarse años produciendo películas baratas, montando películas rodadas por otros, aceptando las convenciones dramáticas y narrativas del cine popular mexicano, le enseñaron a ser claro y fácilmente comprensible, a narrar con precisión y eficacia una historia, a estructurar una película de tal forma que su significado inicial se viera subvertido, a ser sutil y solapado, conciso y elegante. El resultado no se hizo esperar: para mí, la primera obra maestra absoluta de Buñuel, la primera en que se manifiesta a la perfección su actual estilo —que poco tiene que ver con UN CHIEN ANDALOU o L’ÂGE D'OR—, no es LOS OLVIDADOS, sino SUSANA (1950). Poco después, ÉL (1953) y ENSAYO DE UN CRIMEN (1955) hacían ya de Buñuel uno de los más grandes directores de la historia del cine. Y esas películas, como THE YOUNG ONE (1960), le han permitido alcanzar un dominio en el cine clásico narrativo que han hecho posible no sólo la plenitud de TRISTANA (1970), sino el que —ahora con fundamento— pueda verdaderamente romper con la narratividad y reenlazar con el espíritu surrealista de sus primeras obras aportándole una madurez y un dominio del que L’ÂGE D'OR carecía por completo: ahí están EL ÁNGEL EXTERMINADOR o LA VOIE LACTÉE (1968), sus obras más audaces y avanzadas hasta que la perfección de LE CHARME DISCRET DE LA BOURGEOISIE (1972) viniese a demostrar olímpicamente que Buñuel es, hoy día, el más moderno de los cineastas.

Veamos por qué. En la primera etapa de la obra de Buñuel (1928-1932) no existe más tensión que la normal entre la objetividad de la cámara y la imaginación del director: todo el esfuerzo del cineasta se vuelca en el intento de traducir a imágenes visibles y concretas las imágenes mentales que ha soñado o que su fantasía ha suscitado. Se trata, prácticamente, de ilustrar un “texto” preexistente, de materializar algo pensado. La dificultad, por tanto, es más o menos la misma —cualitativa, no cuantitativamente— que si se tratase de adaptar al cine una novela. En consecuencia, y peso a su apariencia, UN CHIEN ANDALOU o L’ÂGE D'OR son películas muy simples, que el espectador complica al no aceptarlas literalmente tal como son, sino tratar de imponerles un sentido que no tienen, intentando interpretarlas simbólicamente. Por eso ambas películas me parecen divertidas, provocativas, fascinantes, pero, en definitiva, bastante pobres y muy limitadas. LAS HURDES es otra cosa, bastante más compleja y más sutil: se trata del más surrealista de los films de Buñuel, descubriendo lo insólito y lo fantástico en la propia realidad externa, captada por la cámara de forma documental; es decir, que lo surreal no está construido, sino simplemente visto, hallado en el mundo, haciendo imposible la separación entre lo real y lo fantástico. En LAS HURDES nace el cine puramente buñueliano (no hay que olvidar la participación de Salvador Dalí en la concepción de las dos obras anteriores), pero “en bruto”, toscamente, casi por casualidad.

En la segunda etapa (1946-1955) las tensiones internas de la obra de Buñuel se agudizan: por un lado, entre lo que Buñuel ha hecho y sabe —o sabía, pues hace mucho tiempo que lo hizo— hacer y lo que los productores mexicanos le exigen que haga; por otra parto, entre las tendencias naturales del autor de SUSANA y los deseos del público mexicano; es decir, entre el surrealismo y el aparente naturalismo, entre la vanguardia y el subdesarrollo, entro el absurdo y el melodrama moralizante, entre la audacia y el conformismo, entre la estilización y la vulgaridad, entre el uso de actores como meros elementos plásticos y la interpretación psicologista de torpes histriones, entre la libre asociación y la estructura más elementalmente lógica, entre la no narración y la máxima economía en el relato, entre la experimentación y las más grotescas convenciones. Y he aquí cómo de esa pugna dialéctica entre el Buñuel surrealista y la industria mexicana surgió el Buñuel que hoy admiramos, que el público acepta y que hasta Hollywood premia con justicia.

Porque Buñuel pronto supo servirse de las limitaciones que se había visto obligado a aceptar. No estaba dispuesto a renunciar a sus principios, ni a hacer concesiones morales, ni a someterse a los imperativos del género más demagógico del cine mexicano, pero supo ver que para sobrevivir tenía que aparentar que aceptaba las reglas del juego, y una vez contratado como director, intentar apoderarse de la obra. Para ello no debía ser tan directo y agresivo, tan brutalmente explícito como cuando poseía una libertad casi absoluta, sino recurrir a la astucia y a la sutileza, actuar insidiosa y solapadamente para modificar o invertir el sentido “oficial” de las historias que podía filmar. Para conseguir esto, Buñuel dispone de tres recursos fundamentales, característicos de toda su obra: la construcción del relato, el humor y la interrupción.

Es decir, que Buñuel empieza a servirse del montaje para algo más que chocar al espectador al yuxtaponer cosas cuya reunión resultase insólita y sorprendente (obispos y esqueletos, por ejemplo), aunque do un valor metafórico demasiado evidente. Sin duda, su experiencia como montador de documentales lo hizo ver que una escena puedo variar de sentido cambiando el orden de los planos que la componen, que la interposición de una secuencia a otra puede alterar el significado de un film, por “neutras y objetivas” que sean sus imágenes, y que esto era aún más fácil de conseguir con planos rodados por él mismo. En consecuencia, todos los films de Buñuel, por lo menos a partir do SUSANA, poseen una estructura ejemplar, con frecuencia muy compleja, —ÉL, ENSAYO DE UN CRIMEN— y al mismo tiempo muy clara. Piezas básicas de la construcción buñueliana son las elipsis, la asociación de imágenes en los encadenados, los flash backs —a veces imbricados dentro de otros—, los insertos analógicos, algún plano de ruptura, el breve apunte que sugiere algo que no muestra o que despierta un eco amplificador (finales de ÉL y EL ÁNGEL EXTERMINADOR, por ejemplo), etc. Por otra parte, cuando su opinión acerca de los personajes no coincide con la del productor y dispone para encarnarlos de actores tan torpes y ampulosos como Fernando Soler, Buñuel procura acentuar sus deficiencias como intérpretes para convertir a un “digno padre burgués” en un fantoche hipócrita, o a una “esposa y madre que triunfa sobre el vicio” en una fiera rabiosa de celos y envidia (en SUSANA). Esta dirección caricaturizadora do los actores le permite, además, un cierto grado de estilización que le libera del naturalismo superficial que suele exigir el público. Por último, Buñuel intenta combatir, en la medida de lo posible, la supuesta “coherencia” del relato convencional, y para ello recurre a todo tipo de interrupciones: saltos temporales, secuencias oníricas, chistes, planos de animales, etc. A partir del éxito critico de LOS OLVIDADOS Buñuel pudo proponer algunas historias que, bajo una apariencia más o menos melodramática, le permitiesen tratar temas que le interesaban (ROBINSON CRUSOE, 1952; ÉL; ABISMOS DE PASIÓN, 1954; ENSAYO DE UN CRIMEN), lo que le permitió en ocasiones un control prácticamente absoluto sobre lo que hacía, y lo que explica que en esta difícil etapa de su carrera lograse realizar varias de sus mejores obras, y tal vez incluso la mejor (ÉL).

En 1955 Buñuel vuelve a Francia y da comienzo, con CELA S'APPELLE L'AURORE, a una nueva etapa, a la vez de transición —varios films técnicamente perfectos y de proyección internacional pero menos característicos como el citado o LA FIÈVRE MONTE À EL PAO, 1959— y de madurez clásica —NAZARÍN, 1958; THE YOUNG ONE, 1960; VIRIDIANA, 1961—, contando ya con más medios, mayor libertad y mejores actores, y por tanto reduciendo los elementos caricaturescos y permitiéndose más audacias temáticas y formales.

Tales audacias culminan en la cuarta etapa de su obra, iniciada en 1962 y todavía en marcha. En EL ÁNGEL EXTERMINADOR Buñuel retoma al surrealismo y a la libertad de acción con medios limitados. Pero las dificultades, como en SIMÓN DEL DESIERTO (1965), estimulan su imaginación, y ha aprendido ya a remontar condiciones aún más desfavorables. Además, vuelve a España y consigue realizar TRISTANA (1970), y en Francia dirige, con todos los recursos precisos, sus películas más acabadas y perfectas: LE JOURNAL D'UNE FEMME DE CHAMBRE (1964), BELLE DE JOUR (1967), LA VOIE LACTÉE (1968) y LE CHARME DISCRET DE LA BOURGEOISIE. Esta última etapa de la carrera de Buñuel es aquella en que aúna por fin libertad, surrealismo, dominio estilístico, madurez y rigor, y en ella dirige sus películas más avanzadas e innovadoras. No se trata ahora de luchar contra unas conveniencias impuestas, sino de valerse de todo aquello que domina: la narración y la destrucción narrativa, la continuidad y la discontinuidad, para lograr la máxima libertad de expresión posible. Es el momento de las elipsis más sugerentes (finales de EL ÁNGEL y de SIMÓN), de jugar con el tiempo y el espacio (LA VOIE LACTÉE, el misterioso final de TRISTANA) y también, sobre todo, de mezclar los diferentes niveles de la realidad (ÁNGEL, SIMÓN, BELLE, VOIE, TRISTANA, CHARME). Buñuel, en posesión de todos los recursos del cine, dominándolos con soltura y sin aparente esfuerzo, puede por fin dar rienda suelta a su fantasía, con conocimiento de causa, desde la madurez estilista e ideológica a la que ha llegado. Es decir, que toda ruptura con la narrativa tradicional, que toda destrucción del lenguaje clásico del cine no proviene en sus últimas películas de un parti pris apriorístico, ni de una decisión caprichosa, ni del mero deseo de epater les bourgeois, ni de la ignorancia de las formas que niega, ni de su capacidad para servirse de ellas, sino, por fin, de haberlas dominado absolutamente y encontrarlas insuficientes para lograr sus fines. El Buñuel que, desde hace diez años, vulnera las tradiciones aceptadas de “verosimilitud fílmica” y “lógica narrativa” ha demostrado ser uno de los más eficientes y sutiles narradores cinematográficos del mundo.

Es hora ya, tras tan largo preámbulo, de explicar por qué puede considerarse que LE CHARME DISCRET DE LA BOURGEOISIE es la culminación de las dos tendencias quo conviven en la obra reciente de Buñuel. En primer lugar, quiero precisar que, si este film me parece la síntesis más perfecta de ambas tendencias, y su provisional punto culminante, ello no impide que siga considerando ÉL como la obra maestra de Buñuel, ni que TRISTANA me parezca, en algún sentido, incluso más madura y personal que LE CHARME DISCRET DE LA BOURGEOISIE, ya que sus películas francesas pierden, forzosamente, algo que sus films hispánicos poseen sin esfuerzo alguno.

Dejando de lado ciertos films poco característicos como CELA S'APPELLE L'AURORE, LA FIÈVRE MONTE À EL PAO o LOS OLVIDADOS, la obra de Buñuel se divide en dos tipos de películas: por un lado, aquellas centradas en un personaje —o un reducidísimo número de ellos—, analizado psicológicamente en profundidad, con un comportamiento coherente y dentro de una narración predominantemente clásica, como SUSANA, ROBINSON CRUSOE, ÉL, ABISMOS DE PASIÓN, ENSAYO DE UN CRIMEN, NAZARÍN, THE YOUNG ONE, VIRIDIANA, LA JOURNAL D'UNE FEMME DE CHAMBRE, SIMÓN DEL DESIERTO, BELLE DE JOUR y TRISTANA; por otro, las que siguen las peripecias de un grupo de comparsas que no llegan a existir como personajes, y que suelen basarse en situaciones más o menos absurdas o irreales que niegan el clasicismo narrativo, como UN CHIEN ANDALOU, L’ÂGE D'OR, EL ÁNGEL EXTERMINADOR, LA VOIE LACTÉE y, hasta cierto punto, LE CHARME DISCRET DE LA BOURGEOISIE.

Ahora bien, pertenezcan al primer grupo o al segundo, todas las obras recientes de Buñuel se basan en la dialéctica “continuidad narrativa frente a discontinuidad asociativa”. Parece evidente que el propósito fundamental de los films de Buñuel es el de poner en tela de juicio las ideas recibidas, los prejuicios, los principios que el espectador da por sentados, tanto con respecto a la moral, la sociedad o la religión como con respecto a lo que puede considerarse la “realidad”. Para ello, Buñuel sabe que la artificiosa lógica de la narración tradicional no es el mejor medio de comunicación, ya que se basa precisamente en aquellos principios básicos e implícitos que Buñuel pone en cuestión e intenta derribar: separación nítida y clara entre pasado, presente y futuro, por un lado, y entre realidad, sueño e imaginación, por otro; estratificación social estable; principios de comportamiento social (externo) y psicológico (interno) bien definidos y prácticamente inmutables, que implican una teórica coherencia y continuidad en el desenvolvimiento de los personajes de ficción (explicándose, de paso, toda “ruptura” o “incoherencia” en su conducta bien como error del director o del intérprete, bien como anormalidad del personaje); interpretación naturalista y psicologista, en busca de la mera “verosimilitud”; respeto a la realidad (es decir, no intervencionismo del director); uniformidad de tono y supresión de toda digresión que no haga avanzar el relato. Parece claro que Buñuel, si ha conseguido dominar a la perfección el sistema narrativo que se apoya en tales criterios, no los considera el vehículo más adecuado para su fin. Y por ello, desde que ha recobrado la libertad, se ha dedicado, gradual y conscientemente, a servirse de las virtudes y de la aceptación general de dicho sistema para subvertirlo. En lugar de ser francamente no-narrativo, suscitando así la desconfianza o el rechazo de su cine por parte del público, Buñuel ha narrado a la perfección historias que violan los principios antes mencionados, mezclando lo real y lo imaginario, interrumpiendo la acción una y otra vez, volviendo a ponerla en marcha en un punto bien distinto de aquél en que se había detenido. De manera muy diferente a la de Hitchcock, Buñuel se dedica a contrariar como el autor de THE BIRDS (LOS PÁJAROS), las expectativas del público; partiendo, en general, de hechos cotidianos, normales e incluso que prometen, ser agradables, —una cena, una fiesta— Buñuel pasa a introducir lo inexplicable (y, por tanto, inesperado) y a destruir mediante dicho factor la trama argumental apuntada, sugerida, anunciada, propuesta o iniciada (Véanse, por ejemplo, la súbita huida de todos los criados salvo el mayordomo y la imposibilidad de salir que exaspera a los invitados de los Nóbile en EL ÁNGEL EXTERMINADOR, o los sucesos verosímiles —tal vez irreales—, absurdos —aunque quizá reales— u oníricos que impiden cenar juntos a los ocho protagonistas de LE CHARME DISCRET DE LA BOURGEOISIE). En unos casos, —EL ÁNGEL EXTERMINADOR— la acción se paraliza; en otros, en cambio, parece regida por una “máquina del tiempo” enloquecida que nadie puede detener —LA VOIE LACTÉE—; en cualquier caso, Buñuel utiliza los esplendores de la narración para destruir la narratividad y desembocar, solapadamente, en el absurdo más completo, un absurdo regido y puesto en marcha precisamente —como en el país de las maravillas que Lewis Carroll descubriera para la pequeña Alicia en el fondo de un pozo o al otro lado del espejo— por las convenciones, usos, ritos y costumbres del mundo “normal” y “real”.

Este proceso alcanza un máximo de sutileza en el film más “amable” y “placentero” de Buñuel, en el menos explícitamente agresivo —lo cual explica, pero no invalida, el Oscar de Hollywood; y ha dado lugar a injustos ataques por parte de algunos pretendidos “buñuelistas"— de cuantos ha realizado en libertad: LE CHARME DISCRET DE LA BOURGEOISIE. Como el título ya indica reconociendo a los burgueses un "encanto” que inmediatamente califica de “discreto” (en todas las posibles acepciones de este adjetivo), se trata de una película enormemente irónica, sutilmente burlona. Esta superior elegancia se debe, en parte, a que Buñuel disponía de actores mucho mejores que en, por ejemplo, EL ÁNGEL EXTERMINADOR, lo que le permite ser menos caricaturesco, y presentar auténticos personajes —por numerosos que sean— en lugar de meros papeles. LE CHARME, como casi todas las películas de Buñuel —desde UN CHIEN ANDALOU— recurre a la fascinación para cautivar, desde el comienzo, a sus espectadores; la elegancia, el sprit, la gentileza, la despreocupación de sus personajes instala pronto al público en una confortable sensación de normalidad, en una historia brillantemente narrada. Súbitamente, algo no marcha, surge el primer contratiempo, el primor equivoco, la primera interrupción. Poco después, la historia vuelve a ponerse en marcha, al parecer definitivamente, pero se vuelve a frustrar la esperada continuidad. Así, la película se convierte en una continua discontinuidad, en una serie de soluciones de continuidad, en una ininterrumpida serie de interrupciones. Esta paradójica naturaleza del film, sin duda uno de los más divertidos que ha realizado Buñuel, constituye su principal característica, y aquella que hace LE CHARME el más perfecto de su autor, pues ha logrado reconciliar el clasicismo (objetividad funcional de tomas y encuadres, claridad dirección “psicológica” de los actores, funcionalismo del decorado, verosimilitud de detalle, narratividad) con las corrientes más modernas del cine (ausencia de relato, discontinuidad, secuencias independientes entre sí, elipsis brutales, onirismo, ausencia de explicaciones, montaje “aleatorio”, personajes definidos por su apariencia física) a través del ingenioso truco del prestidigitador (que exige una imaginación sin fronteras y un rigor estructural desacostumbrado) consistente en hacer pensar (mediante encadenados normales, referencias a la escena precedente, cambios de hora, indicios de aparente continuidad, desarrollo de una misma acción en varias escenas, repetición de la misma idea en secuencias sucesivas, elementos formales que conectan unos episodios con otros, y juegos de variaciones-repeticiones) que existe una continuidad narrativa, y destruirla a posteriori —cuando más se confía en ella, cuando uno se cree instalado en ella y cree lo que está viendo sin reservas—, revelándola como una especie de trompe-l’oeil narrativo, mediante tres procedimientos disruptivos o “decepcionantes”: descubriendo que ha pasado un lapso de tiempo determinado pero diferente del que parecía; frustrando e interrumpiendo tanto el desarrollo de cada escena como el del film en su conjunto. De esta forma, Buñuel —fundiendo las técnicas contrapuestas de Hitchcock y Godard— se revela como el más moderno y avanzado de los cineastas actuales, y el que mejor sabe construir una “anti-estructura” (es decir, el que mejor sabe estructurar a contracorriente), llevando a cabo así un ataque oblicuo pero contundente a lo que de pasivo e inoperante tienen las formas narrativas habituales, al mismo tiempo quo una divertidísima sátira (veladamente caricaturesca, pero aparentemente realista) y un film desconcertante que simula no desconcertar, jugando dialécticamente con las apariencias y asimilando el absurdo y lo inesperado del surrealismo a la inercia creada por la marcha fluida y decidida de un relato ofrecido, eludido, distorsionado, negado y, finalmente subvertido, que consigue así intervenir las coordenadas en que cree hallarse situado el espectador para empujarle a un no man’s land narrativo, a una “tierra de nadie” en la que todo es posible y nada es seguro.

En "Ojo al Cine" nº1, 1974

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