Tras un período de olvido, de eclipsamiento, el cine de Max Ophuls ha empezado a recobrar, poco a poco, el interés de los cinéfilos y los críticos, probablemente gracias a sus incursiones en el melodrama, forma de expresión que en los últimos tiempos, y paradójicamente por su muy discutible —y, en todo caso, simplificadora— consideración como un género, ha atraído una desusada atención facial, sobre todo en los países de cultura anglosajona.
Que la curiosidad por Ophuls no haya sido suscitada directamente por la reposición o vuelta a la circulación de sus películas, sino que sea “de rebote”, y se manifieste a través de “filtros” genéricos, ha limitado el alcance de los estudios recientes a él dedicados, pese a que abunden los imprescindibles: Framework núm. 4, Movie núms. 29-30, Positif números 232-233, un par de capítulos de Personal Views de Robin Wood, el folleto editado por el British Film Institute, los artículos de Molly Haskell y Peter Harcourt en el libro colectivo Favorite Movies son tan sólo algunas muestras de lo mucho que se ha avanzado en los últimos años hacia la comprensión y consiguiente revalorización del cine de Max Ophuls. Desgraciadamente, como todo este material es poco conocido, sobre todo en ámbitos como el nuestro, continúan repitiéndose acerca de este autor las mismas cantinelas de siempre, que dan de él una imagen parcial, sesgada, superficial y confusa. Por ejemplo, se le sigue colgando, tan irresponsablemente como a Josef von Sternberg, la etiqueta de “barroco”, que también se le aplica a Orson Welles abusivamente, sin molestarse en aclarar qué se entiende por “barroquismo” en el cine, a pesar de que este estilo representa cosas bien divergentes en la arquitectura y en la música —por citar dos artes que tienen que ver con Ophuls—, y sin plantearse siquiera si la definición propuesta por Jorge Luis Borges es pertinente o no en su caso. Como el rasgo estilístico más celebrado de Ophuls es el plano largo en movimiento —que algunos aún confunden con el plano-secuencia, sin distinguir entre los que han hecho Welles y Straub, Godard y Mizoguchi, Bertolucci y Rossellini, Wyler y Renoir, Preminger y Jancsó, Hitchcock y Rocha, Skolimowski y Dreyer, o casi cualquier primitivo, sea Louis Lumière o Edwin S. Porter—, se tiende a valorar exageradamente las películas en las que esta forma de captación tiene mayor relieve, y a juzgar la coherencia de este estilo en función de su grado de adecuación a la historia que narran, lo que conduciría a considerar como su obra maestra —o, al menos, paradigmática— La Ronde (1950), seguida de Madame de… (1953), y puede llevar a lamentar que no fuese Ophuls el encargado de dirigir Winchester’73 (1950), en lugar de Anthony Mann, o a menospreciar algunas de sus películas americanas como “poco características” —Caught y The Reckless Moment (Almas desnudas), ambas de 1949, por ejemplo— y otras como “ejercicios de estilo” —The Exile (La conquista de un reino, 1947) y Letter from an Unknown Woman (Carta de una desconocida, 1948)—, implícitamente “gratuitos”.
La habitual y llamativa belleza de sus imágenes, y el peso que en ellas cobran el vestuario, las escaleras interiores, las flores o la nieve —y la lista de “objetos privilegiados” podía ser mucho más larga—, no ayudan a disipar la sensación, a menudo insinuada y en ocasiones expresada con tono reprobatorio, de que Ophuls es —como Vincente Minnelli, George Cukor y hasta hace poco Douglas Sirk, pero curiosamente no Luchino Visconti— “un esteta”, palabreja que sus usuarios blanden como un anatema descalificador, impresión a la que debe atribuirse el ostracismo a que fue condenado el cine de Ophuls durante una larga temporada, y que en ocasiones es, por simple cambio de modas, la equívoca base de ciertas reconsideraciones precipitadas y superficiales.
La máscara
Cualquiera que haya visto el episodio así titulado Le Masque de Le Plaisir (1951) y lo haya asociado con la estructura visual de Lola Montes (Lola Montes, 1955) sabe, o por lo menos intuye, la importancia de esta figura en el cine de Max Ophuls; en consecuencia, no debiera dejarse arrastrar por la mera apariencia de las propias películas, ni reducirlas a la selección de imágenes que hace nuestra memoria, porque —aunque sean las que dejan más huella— no es lícito proceder a un montaje “mentar” de las mismas, cuyo resultado puede ser un “trailer” o una antología, pero no una síntesis de su obra. Parece, sin embargo, que los travellings arrastran a los espectadores, y que la fascinación muchas veces tiene efectos hipnóticos, por lo cual es fácil que quienes sólo conocen una parte —la más famosa, la más asequible— de la filmografía de Ophuls tengan de su “mundo” una visión que, sin ser falsa, toma la parte por el todo —y hasta la excepción por la regla—, es decir, que se hagan de su cine una idea caricaturesca, cuando no paródica, reforzada en ocasiones por un conocimiento “de leídas” o por haber tomado contacto con ella después de ver —en Demy, por ejemplo— el resultado de su influencia en otros cineastas.
El caso es que se asocia a Ophuls con la belleza y la elegancia, con un tiempo pretérito al que no es ajena la desdicha —pero tampoco la dicha—, y que a veces —pero levemente, con suavidad y ligereza— bordea la tragedia, con lo que de sublimadora tiene ésta. El esplendor y la dinámica de sus imágenes refuerzan esa impresión dominante de propiedad, de limpieza, hasta el punto de hacer olvidar los aspectos sórdidos de la vida o del carácter de sus protagonistas, la corrupción o la represión de las sociedades en que les ha tocado vivir. De Madame de…, como de Liebelei (Amoríos, 1932) es más fácil recordar las joyas, los bailes y la nieve que los duelos que ponen punto final a ambas historias, tan semejantes a veintiún años de distancia que parecen encerrar entre las dos todo Ophuls. De Lola Montes se nos quedan el color, la fastuosidad de diversas cortes europeas, el teatro y el circo, y se nos olvidan los aspectos más grotescos y crueles, a pesar de que con ellos termina la película. De Carta de una desconocida se nos viene ante todo a la memoria la precaria armonía de una felicidad ilusoria, y se nos borra con facilidad asombrosa la patética mezquindad, la cobardía, la frustrada promesa.
Y, sin embargo, hay un par de películas americanas de Ophuls, no muy apreciadas precisamente porque no parecen responder al modelo de lo “típicamente ophulsiano” que se posa en nuestra memoria visual, en las que el lado sombrío siempre presente en su cine pasa a ocupar un primer plano inhabitual, y a convertirse en su tonalidad dominante. Se trata de las dos últimas que hizo en Hollywood, Caught y The Reckless Moment.
Tras la careta
¿Qué nos revelan estas dos películas? Un presente desprovisto de la elegancia del antiguo Viejo Mundo. No estamos ya en la Viena recreada en estudio de Carta de una desconocida, ni en la policromada corte de Luis II de Baviera, ni en el París de Guy de Maupassant. Entre los personajes no están Franz Liszt ni el emperador Francisco José, ni Werther, ni Carlos II de Inglaterra, aunque no falten románticos como Martin Donnelly (James Mason), al menos en la última de ellas. Pero son americanos actuales, extraídos del bajo mundo o de las altas finanzas, más o menos desequilibrados y desesperados, cuya elegancia es completamente inexistente o resulta una auténtica e inesperada sorpresa, con la que en ningún caso se podía contar.
En principio, tanto una como otra son películas que, al igual que casi todas las de Ophuls, dondequiera que las rodase, se podrían calificar de melodramas; más precisamente, puesto que, como también suele suceder en la obra de este cineasta, están centradas en personajes femeninos, sería lógico adscribirlas al subgénero —despreciado entre todos— de las women’s pictures, sobre y para mujeres. Ninguna de ellas cuenta con una base literaria mínimamente ilustre o siquiera respetable, ni tiene el menor cariz historicista. Pese a ello, son dos películas extraordinariamente cultas y civilizadas, lo que prueba que —pese a la audiencia nominal de Ophuls como guionista, y a que la primera de ellas iba a ser dirigida por John Berry— son obras personales, en las que, quizá gracias a la intervención de James Mason, y en la segunda de Joan Bennett y su marido, el productor Walter Wanger, Ophuls pudo trabajar con relativa libertad de acción.
De los incontables cineastas europeos que emigraron a Hollywood, por causas muy variadas, desde los años veinte a la Segunda Guerra Mundial, la mayoría consiguieron —con mayor o menor facilidad y fortuna— integrarse en el sistema de producción y en la sociedad americana. Aunque tengan obra anterior y posterior a su período americano realizada en Europa, como Fritz Lang, Victor Sjöström o Robert Siodmak, y con mayor razón si no regresaron nunca a su país natal o ya no desarrollaron una actividad cinematográfica normal, como Ernst Lubitsch, Alfred Hitchcock, Edgar G. Ulmer, Otto Preminger, Douglas Sirk, Jacques Tourneur y tantos otros, se les puede considerar corno cineastas americanos, sin por ello olvidar que también en Alemania, Suecia, Inglaterra o Francia hicieron cosas importantes. Sólo Jean Renoir, Mauritz Stiller y Ophuls, con independencia de que filmasen en Estados Unidos algunas de sus más grandes películas, no llegaron nunca a ser “americanos”, a hacerse un lugar dentro de Hollywood; ni siquiera en el caso de Renoir, que se quedó a vivir allí, pero que no volvió a hacer cine en Estados Unidos después de The Woman on the Beach (La mujer de la playa, 1946). En lo que concierne a Ophuls, que es aquí y ahora el que nos importa, no se trata de que la experiencia fuese totalmente desastrosa, puesto que si —como, por lo demás, le sucedió a varios otros— tuvo en los primeros años dificultades para trabajar, se puede defender que Carta de una desconocida es su película más lograda, perfecta y personal; pero es evidente que no llegó a sentirse a gusto en Hollywood, y que —aunque contase con los medios técnicos para dar forma a su concepción del cine— las reglas no escritas del cine americano le resultaban incómodas y limitadoras. Precisamente, buena parte del especialísimo interés de Caught y The Reckless Moment estriba en la tensión entre la visión del mundo de Ophuls y los requisitos que había de cumplir una película americana de la época. Y de ese combate con las convenciones procede la naturaleza híbrida de estos dos melodramas, contaminados deliberadamente de “cine negro”, hasta el punto de que la última de ellas pueda considerarse una de las cumbres de ese “género” al que no pertenece del todo, ya que tanto una como otra se sitúan en la frontera del cine “negro” y el melodrama.
Visualmente, son sin duda las dos películas más “oscuras” y claustrofóbicas de toda la itinerante carrera de Max Ophuls; sus personajes son también los menos idealistas y los más peligrosos, según atendamos al carácter de sus protagonistas o al de sus antagonistas masculinos. En Caught, el desequilibrio y la violencia de Smith Ohlrig (Robert Ryan), junto con el espacio creado por la fotografía de Lee Garmes, nos hacen adentrarnos en el inquietante territorio del cine “negro” psicológico. En The Reckless Moment el chantaje, el homicidio y su ocultación, a pesar de la conducta final de Donnelly y de las relaciones que se establecen entre él y Lucia Harper (Joan Bennett), nos introducen en el género “negro” de una manera mucho más radical: no se trata de un “baño”, con la consiguiente “impregnación” del género negro, como en Caught, sino de la materia y la dramaturgia mismas. Que luego no sean ni el misterio ni su esclarecimiento, ni primordialmente la crítica social, lo que a Ophuls le importa, es otra cuestión; en el fondo, a Ophuls siempre le han interesado más los personajes y sus sentimientos que la peripecia dramática o la narración, y por ello no puede extrañar que, pese a sus “negruras”, tampoco se atengan a las normas del cine “negro”. En Caught y The Reckless Moment, sin embargo, es cuando Ophuls ha estado más cerca de integrarse en la corriente principal del cine americano; que no lo haya logrado, o que haya conseguido salirse con la suya, y hacer una obra mucho más personal, sólo indica hasta qué punto la coherencia y la tenacidad fueron siempre dos de sus máximas virtudes, y es muy posible que el lado “negro” de estas películas sea consecuencia de la idea de América que se hizo, no del afán de ganar dinero o de subirse a un género que por entonces, si no estaba de moda, por lo menos llegó a establecerse como tal.
En “Max Ophuls” – Ediciones JC. Colección Directores de Cine. Número 28 (1987)
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