Desde 1953 en I Vitelloni (Los inútiles), Federico Fellini se convirtió en un cineasta de los que suscitan permanente expectación. Algo tendrían que ver, sin duda, su propia personalidad, la pareja que formaba con Giulietta Masina y un polémico éxito de crítica, pero el caso es que cada nueva película suya era esperada con impaciencia y se convertía en un acontecimiento. Viendo hoy de nuevo las dos citadas, o incluso las siguientes —La Strada (1954), Il Bidone (Almas sin conciencia, 1955), Le Notti di Cabiria (Las noches de Cabiria, 1957)— la verdad es que sorprende; son dramas intimistas, complejos, nada altisonantes, de los que es difícil extraer conclusiones felices o moralejas simplistas: asombra tanto la devoción de unos como el desprecio de un sector minoritario de detractores que conservó toda la vida, aunque fuesen variando sus integrantes. Hoy, me temo, la reacción general hubiera sido de indiferencia, y no habría logrado ser un artista tan popular, aunque quizá constituya un fenómeno no muy distinto del que hoy representa, también en todo el mundo, Pedro Almodóvar: un autor muy personal y que va por libre, y que suscita revuelo y grandes pasiones, amor y odio entremezclados, admiración y desdén, probablemente causados, más que por las películas, por la personalidad de su director, guionista y principal promotor.
La gloria universal multitudinaria y el éxito económico le llegan en 1959 con La dolce vita, sospecho que por un malentendido basado en el título. Creo que este éxito, aparte de darle una libertad que le permitiría incluso entregarse al capricho, lo digirió mal, o al menos con algún grado de empacho. Sus obras inmediatamente posteriores son las más apreciadas por muchos y las más detestadas por unos pocos, en particular la más egocéntrica e histriónica de todas, Otto e mezo (Fellini Ocho y medio, 1963), que, por razones que jamás comprenderé, parece ser película de cabecera de la mayoría de los cineastas, incluidos los menos fellinistas. Tras esta reafirmación personal, que algunos asocian a la contemplación extasiada y a menudo quejumbrosa de su propio ombligo, me parece que atraviesa un periodo de franco desconcierto, con obras muy irregulares y dubitativas, que sólo supera cuando, en lugar de hablar de sí mismo, nos cuenta lo que le gusta (I clowns, 1970) o sus recuerdos personales (Amarcord, 1973), aunque no vacile en hacer incursiones extrañas tanto en la antigüedad como en la actualidad mundana, de un formalismo algo hueco, desmedido y recargado, o en aceptar encargos de productor, cuya única motivación parece ser la necesidad de cumplir un contrato. Finalmente, en los últimos y quizá más duros años de su carrera, rueda varias de sus películas más sinceras y sentidas, típicas obras de sabiduría y vejez, sobre todo E la nave va (1983) y Ginger e Fred (1985), aunque ya no alcancen el eco de antaño y convenzan más a los escépticos que a sus antiguos partidarios.
Tengo la sospecha de que, en los diez años transcurridos desde su muerte, Fellini ha ingresado en la involuntaria cofradía de los olvidados, de la que quizá la retrospectiva completa que ofrece el Festival de Cannes le ayude a salir una temporada, aunque me da la impresión de que no es el suyo un cine —y menos la parte que prefiero— muy afín a los gustos dominantes, y temo que tal vez sean las obras que menos me convencen —Otto e mezo, Fellini-Satyricon (1968), Prova d"orchestra (Prueba de orquesta, 1978), Intervista (1987)— o que no puedo soportar —La città delle donne (La ciudad de las mujeres, 1980)— las que susciten adhesiones, mientras se pasa de largo junto a las más admirables, suficientemente variadas y de diferentes periodos: Lo Sceicco Bianco (El jeque blanco, 1950), I Vitelloni, La Strada, Il Bidone, Le Notti di Cabiria, I clowns, Amarcord, Il Casanova di Federico Fellini (1976), E la nave va, Ginger e Fred, La voce della luna (1989); ni siquiera creo que un segundo grupo, muy interesante aunque discutible, el no menos heterogéneo compuesto por Luci del varietà (1950, codirigida por Lattuada), La dolce vita, Giulietta degli spiriti (Giulietta de los espíritus, 1965), el episodio Toby Dammit (1968) o Roma (1972), llame hoy la atención. Se apreciará, más que al creador de personajes de la primera época o al evocador de recuerdos de algunas de las últimas, su faceta más carnavalesca, aparatosa y arbitraria, curiosamente también la más pretenciosa y, a pesar de su egolatría en primer plano, en el fondo la menos íntima.
En "El Cultural", 08/05/2003
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