No son numerosos, realmente, los cineastas que, tras trabajar asiduamente en Hollywood —44 películas entre 1933 y 1956, y una más en 1967—, a pesar del tiempo transcurrido desde su muerte —y más aún desde la “artística” (hacia 1951) que desde la meramente biológica (que se produjo el 28 de octubre de 1972)—, continúan siendo hoy tan enigmáticos y oscuros para cualquier cinéfilo medianamente curioso como el de por sí intrigante y un tanto escurridizo Mitchell Leisen, ya que su eclipsamiento no proviene tanto del olvido o la falta de atención de la que es —y, en general, ha sido, incluso más que ahora, durante casi cuarenta años— víctima, ni siquiera del conocimiento escaso, desordenado e involuntariamente selectivo que tenemos de su carrera los no suficientemente mayores para haber visto sus películas a medida que iban saliendo al mercado, en general con notable éxito, sino a la paradoja inherente al hecho indiscutible de que era un cineasta de acusada personalidad y notable voluntad de expresión, al tiempo que careció casi siempre de la libertad precisa y no supo aprovecharla las contadas veces que se la dieron —se diría que, como George Cukor, no sabía muy bien qué hacer con ella— para lograr una obra coherente, capaz de reflejar, siquiera indirecta y oblicuamente, sus gustos y preocupaciones, sus obsesiones vitales o estéticas, su compleja psicología, con un mínimo de fidelidad y de continuidad.
UN ERROR DE PERSPECTIVA
Tampoco es ajeno a esta “borrosidad” el hecho de que casi toda su cartera se desarrollase en el seno de una productora, la Paramount, y, sobre todo, que entre sus guionistas figuren ocasionalmente dos de gran prestigio, sobre todo porque luego serían a su vez realizadores, que por lo general han recibido más atención y mejor trato crítico que el propio Mitchell Leisen: tanto Preston Sturges como Billy Wilder han tenido mejor “prensa”, más alta cotización que Leisen, pese a que ambos careciesen, en sus primeras obras, del esplendoroso y llamativo estilo visual del que hizo gala Leisen desde la más antigua película suya que he visto, Death Takes a Holiday (La muerte de vacaciones, 1934). El caso es que las notables similitudes que pueden detectarse entre varias de las más famosas y brillantes realizaciones de Leisen y algunas de las más conocidas de Sturges y de Wilder han tendido a empañar la imagen de este extraño director, pues suscitan dudas —razonables, pero desmedidas— acerca de su condición de “autor”, e inconscientemente siembran la sospecha de que era un mero —aunque más bien brillante— artesano, que ejecutaba con esmero (y hasta con inspiración) los inteligentes guiones escritos por auténticos “creadores” cinematográficos, a los que aún no les habían dado la oportunidad de poner en escena sus propias historias. Claro que estas semejanzas se aprecian bajo el prisma de una curiosa inversión de la cronología histórica, ya que hemos visto primero las obras posteriores, y además podría hablarse, más allá incluso del “estilo” o look de la casa productora común a todos ellos (la Paramount), de una influencia mutua, pues si bien es probable que Preston Sturges y Billy Wilder (con su cómplice de la época, Charles Brackett) apuntasen ideas, tramas, personajes y diálogos a Leisen, no es en absoluto inverosímil que el realizador, en contrapartida, sentase las bases de los respectivos futuros estilos visuales sombríos y oscuros de sus guionistas, e incluso inspirase la elección de sus más memorables intérpretes, sobre todo secundarios. Es, por ejemplo, muy llamativo encontrar casi “al completo” a la fauna de característicos habitual de Preston Sturges en Easy Living (Una chica afortunada, 1937), es decir, tres años antes de que filmase su primera película como director, The Great McGinty. Y otro tanto podría decirse, en varios aspectos, a propósito de Midnight (Medianoche, 1939) o Hold Back the Dawn (Si no amaneciera, 1941), que son los únicos Leisen escritos por Wilder, y algunas de las películas que éste dirigirá años más tarde. De todos modos, se ha inflado hasta el despropósito la posible contribución de Sturges —dos guiones— y Wilder —otros dos— a la filmografía de Leisen, sin que se comprenda bien por qué se da tanta importancia a su presencia y tan poca, en cambio, a la de otros guionistas, igualmente frecuentes o todavía más, como Norman Krasna (tres), Edwin Justus Meyer, Walter DeLeon, Ken Englund, Charles Brackett (tres veces, aparte de las dos con Wilder), Richard Maibaum, y el también director Claude Binyon (tres). Habría, pues, que prescindir de ese dato, o no darle más significado del que tiene, y en cambio tal vez no fuese impertinente recordar que Leisen usó ya en 1934 a Henry Travers (Death Takes a Holiday), Donald Meek (Murder at the Vanities) y Eric Blore (Behold My Wife), en 1935 a William Demarest y Herman Bing (Hands Across the Table), en 1936 a Charles Butterworth y Franklin Pangborn (Swing High, Swing Low), en 1937 a Edward Arnold, Luis Alberni, Robert Greig, Arthur Hoyt y Lee Phelps (Easy Living), en 1938 a Russell Hicks (The Big Broadcast of 1938), Charley Grapewin, Fritz Feld y Monty Woolley (Artists and Models Abroad), y en 1939 a Nestor Paiva (Midnight) y James Flavin (Remember the Night), con lo que a otros directores les quedaban muy pocos comparsas por descubrir en los estudios Paramount.
UN MUNDO ENRARECIDO
Pero, en realidad, tampoco es a este enojoso e injusto mal entendido a lo que me refiero cuando, a propósito de su desdibujada figura, hablo de penumbra, sino a un lado oscuro, incluso diría que siniestro en algunos momentos, que aparece siempre en su cine, hasta cuando menos cabe esperarlo, por más que los usos del género en el que se mueve parezcan repudiar dicha tonalidad sombría, suavemente inquietante, a veces desasosegante, a menudo claustrofóbica y exasperada, y que Mitchell Leisen logró introducir hasta en sus películas menos personales y logradas, o más controladas desde el exterior, si es que no era ella misma, contra su voluntad y sin que el director fuese consciente, la que se infiltraba por sí sola, irremisiblemente, en cuanto hallaba un resquicio por donde penetrar en la trama o en la textura visual de las películas. Pero es inescapable, a poco que se consideren con la atención suficiente, que las películas de Mitchell Leisen tienen algo que normalmente no suele darse en la mayoría de las adscribibles a cada género y realizadas contemporáneamente, o bien que, quizá más a menudo (y no menos significativamente), carecen de algo que se tiene por consustancial al género en cuestión, que se le supone esencial y característico. No es, evidentemente, algo tan extraño que un melodrama rehúya la exaltación, la furia y el barroquismo y tenga un tono derrotado, deprimido, downbeat; es más insólito que ese bajo tono vital sea compatible con el más desengañado sarcasmo en los diálogos y con una iluminación tan recargada y tenebrista como es posible imaginar; con todo, no es precisamente en los melodramas donde mejor puede detectarse este rasgo común a todo el cine de Leisen, sino más bien en otros géneros que parecen pedir alegría, ligereza, luminosidad, buen humor, visión despejada y optimista de la realidad, como la comedia, o una entrega al mundo del sueño y el deseo, como el musical, o bien una fuerza y una dinámica victoriosa y triunfalista, como el cine de aventuras en general, que son los otros tres terrenos de convención en los que con mayor asiduidad y soltura se movió Leisen.
Sin embargo, las comedias de Leisen son poco alegres y amargamente sarcásticas, sus héroes son aventureros cansados, escépticos, o fracasados, y son heroicos sin querer, contra su voluntad, por resignación o instinto de conservación, no por afán de triunfos o conquistas, y sus musicales tienen menos de comedia que de psicodrama y una coreografía que sugiere más bien el aprisionamiento en un laberinto que la liberación del cuerpo en la danza. Algo tienen que ver, sin duda, los minuciosamente germánicos decorados de Hans Dreier o, más exactamente, Ernest Fegté —no olvidemos que la Paramount estuvo dominada, durante años, por Sternberg y Lubitsch—, los claroscuros fotográficos a los que tan predispuestos parecían en los años 30 y 40 todos los operadores de la casa, y en especial Charles Lang (con el que Leisen trabajó seis veces), y, sobre todo, los actores, tanto los que Leisen elegía —por alguna secreta afinidad personal, por amistad— como los que le imponía la productora, en general un tanto ambiguos y un poco débiles, unos protagonistas que podían haber sido villanos, y que a veces parecían —hasta cuando no lo eran— neuróticos en potencia: de Charles Boyer, Claude Rains y Fredric March (tres veces) a Ray Milland (seis), Fred McMurray (ocho) y John Lund (cinco), la mayoría de sus personajes masculinos son suaves y comedidos, elegantes y cultos, incluso probablemente demasiado educados y “civilizados” para que nadie pueda confiar excesivamente en ellos, aunque sólo sea por su falta de espontaneidad y exceso de diplomacia; las mujeres son todavía más preocupantes, menos “sanas”, más complicadas, y da lo mismo que las encarne Dorothea Wieck o Evelyn Venables que Barbara Stanwyck, Jean Arthur, Olivia de Havilland, Claudette Colbert (en cinco ocasiones) o Paulette Goddard; los niños y los ancianos, cuando aparecen, son igualmente alarmantes, como si la infancia fuese el dominio de los instintos aún sin freno y la vejez una segunda infancia, cuyo olvido del “super-ego” se presenta para ellos como una liberación, y las carencias o torpezas físicas se convierten en una buena excusa para no hacer más que lo que apetezca. Es, un resumen, una visión muy cercana a la pesadilla, que es casualmente compartida por bastantes comedias posteriores a las de Leisen, algo raras e incómodas pero no por ello menos interesantes, sino más bien al contrario, que podríamos calificar de “neuróticas” y entre las que cabría destacar varias de George Cukor (Sylvia Scarlett, Holiday, The Philadelphia Story, Adam’s Rib, Pat and Mike, The Marrying Kind, It Should Happen to You, Let’s Make Love), Howard Hawks (Twentieth Century, Bringing Up Baby, His Girl Friday, Ball of Fire, A Song Is Born, I Was A Male War Bride, Monkey Business, Gentlemen Prefer Blondes, Man’s Favorite Sport?), Preston Sturges (Christmas in July, The Lady Eve, Sullivan’s Travels, The Palm Beach Story, The Miracle at Morgan’s Creek, Hail the Conquering Hero), Vincente Minnelli (Father of the Bride, The Long, Long Trailer, Designing Woman, The Reluctant Debutante, Bells Are Ringing, The Courtship of Eddie’s Father, Goodbye Charlie), Douglas Sirk (Slightly French, No Room for the Groom), Frank Capra (State of the Union, Hole in the Head, Pocketful of Miracles), Leo McCarey (Once Upon a Honeymoon, Rally Round the Flag, Boys!), Rouben Mamoulian (Rings on Her Fingers), Billy Wilder (The Major and the Minor, Sabrina, The Seven Year ltch, Love in the Afternoon, Some Like It Hot, The Apartment, One Two Three, Irma la Douce, Kiss Me, Stupid, The Fortune Cookie, Avanti!, The Front Page, Buddy Buddy), Ernst Lubitsch (Bluebeurd’s Eighth Wife, Ninotchka, The Shop Around the Corner, That Uncertain Feeling, To Be or Not to Be, Heaven Can Wait, Cluny Brown), Gregory La Cava, Frank Tashlin, Stanley Donen, Blake Edwards, Richard Quine, Jerry Lewis, Martin Scorsese (The King of Comedy, After Hours), etc., es decir, buena parte de la no tan convencional (como se cree, como se dice, como se repite por hábito o pereza) “comedia cinematográfica clásica” americana, con claros precedentes en Madam Satan (1930), de Cecil B. DeMille, en la que casualmente intervino como encargado de vestuario y decorados un tal Mitchell Leisen… como lo había hecho ya en por lo menos siete DeMilles anteriores entre 1919 y 1929, y aún lo haría en otro par de ocasiones hasta 1932.
Este trabajo inicial, por una vez, dista de ser anecdótico, ya que familiarizó a Leisen, durante el período mudo, con la expresividad visual que podía obtenerse a través del decorado, el vestuario y los objetos de escena, y le dio ocasión de estudiar los diferentes objetivos e incluso el efecto que producía la iluminación; no creo casual que su aportación fuese decisiva en películas tan inolvidables como Robin Hood (1922) de Allan Dwan, Rosita (1923) de Ernst Lubitsch y The Thief of Bagdad (1924) de Raoul Walsh. De ahí que su modo de enfocar las escenas cinematográficas esté libre del plano teatralismo que suele afectar a otros cineastas que debutaron con la llegada del sonido, y con los que tiende a agrupársele, cuando su experiencia no guarda el menor paralelismo con las de George Cukor, John Cromwell, Rouben Mamoulian, etc. y sí en cambio con la de Edmund Goulding. Además, precisamente por no considerarse un escritor —aunque corrigiese el guion de No Man of Her Own (Mentira latente, 1950) y alguna otra, solía limitarse a eliminar diálogos y a cambiar las escenas sobre la marcha—, su intervención más decisiva se producía durante el rodaje, es decir, a través de la creación de imágenes y la obtención de interpretaciones convincentes por parte de los actores. Por eso no cambia demasiado el estilo de Leisen en función del género al que pertenece cada película, ni del rumbo de los acontecimientos en ella narrados. Estos rasgos distintivos, que se mantienen constantes, son los responsables de la peculiar tonalidad oscura —en todos los sentidos— del cine de Mitchell Leisen, y resultan especialmente sensibles precisamente cuando la película está menos lograda o argumentalmente presentaba menos puntos de interés para él, como en el caso de Bride of Vengeance (La máscara de los Borgia, 1948), donde es evidente un desequilibrio entre la envoltura formal —espléndida y elaboradísima— y la falta de progresión del relato, debida a una anécdota poco interesante y unos personajes de conducta insolublemente contradictoria.
INVESTIGACIÓN PENDIENTE
Aunque sus antecedentes —que han llevado a más de uno a calificarle de “sastre"—, su vida sexual y la mayoría de sus películas más conocidas tiendan a hacer pensar que no era un proyecto adecuado para Leisen, creo que la más reveladora de las obras suyas que conozco es Mentira latente, basada en Cornel Woolrich —o William Irish, como se prefiera—, y que supone una perfecta simbiosis de melodrama femenino y film negro duro y turbio como pocos, además de una de las tramas argumentales que mejor pueden ilustrar acerca de su afinidad con las pesadillas. Pese a que se supone que en esa fecha Leisen había entrado en decadencia, y según parece su vida privada atravesaba una etapa más bien crítica, da la casualidad de que esta película y la comedia The Mating Season (Casado y con dos suegras, 1950) son para mí las más logradas de su carrera, mucho más tensas y personales que las de los años 30 a las que debe su fama inicial y cualquier rebrote de interés por su figura de los que se producen intermitentemente, a merced de reposiciones y pases televisivos. De todos modos, quizá sea la suya una obra lo bastante rica y curiosa como para que valiera la pena llevar a cabo el estudio en profundidad que sólo una retrospectiva completa permite; la riqueza informativa que contiene el ejemplar libro de David Chierichetti, Hollywood Director (Curtis Books/Film Fan Monthly, 1973) facilitaría enormemente una tarea que puede aportar sorpresas agradables, sobre todo para quien aún no haya visto obras de prometedora reputación —a veces subterránea— como Tonight Is Ours, The Eagle and the Hawk, Cradle Song (1933), Murder at the Vanities, Behold My Wife (1934), Swing High, Swing Low (1937), Remember the Night (1939), Arise My Love, I Wanted Wings (1940), To Each His Own (1945), Golden Earrings (1946) y Song of Surrender (1948), que podrían añadirse a las ya muy notables Death Takes a Holiday, Easy Living, Midnight, The Lady Is Willing (Capricho de mujer, 1942), Lady in the Dark (Una mujer en la penumbra, 1943), y las dos citadas de 1950.
En "Archivos de la Filmoteca nº 9", Primavera/Verano 1991
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