Ohayô (Buenos días, 1959) es la más ligera y colorida de las películas de Yasujirô Ozu (1903-1963), uno de los máximos creadores de la Historia del Cine, del que por fin se estrena algo en España, aunque hayan tenido que pasar cien años de su nacimiento y cuarenta de su muerte. De forma discreta y sutil, cuando se ha visto varias veces, se puede apreciar en Ohayô una serena pero recóndita grandeza, una perfección minuciosa aunque sumamente modesta, una respiración fluida y armoniosa, un sentido del humor lleno de sabiduría; pero, a simple vista, no parece nada del otro jueves, y ni siquiera llama la atención como japonesa, porque trata de un Japón modernizado y con gran influencia americana, catorce años tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Es una versión actualizada, sonora y en color de una de las grandes películas que hizo Ozu en los años 30, Nací, pero…, muda aun en 1932, mucho más original y divertida.
Por eso, y pese a ser estupenda, secretamente magistral, si se ve Ohayô en primer lugar puede hacer sospechar que los admiradores de Ozu exageramos; vista inmediatamente después de Tôkyô monogatari (conocida como Historia de Tokio, Cuento de Tokio, o, más inexactamente, Viaje a Tokio, 1953), tiene, por fuerza, que decepcionar: pocas películas hay en la historia del cine comparables o superiores a Tôkyô monogatari, y aunque varias de ellas las hizo el propio Ozu, antes y después, no es Ohayô una de ellas. También dentro de las grandes películas hay niveles, y ciertamente Tôkyô monogatari es netamente superior, sobre todo si el espectador carece de datos para situarla en el conjunto de su obra, y así saborearla.
Este desequilibrio patente, sumado al orden que aconseja la cronología, me hace recomendar a quien desconozca el cine de Ozu que vea primero la más antigua de las dos, más larga y compleja, en blanco y negro y de una absoluta y emocionante perfección. Es una buena carta de presentación de su autor, que le impulsará a tratar de ver otras, por mucho que, lamentablemente, no resulte empresa fácil, ya que en vídeo o DVD sólo hay otra disponible, la poco célebre pero espléndida Las hermanas Munekata. También aconsejaría al hipotético espectador curioso que ponga algo de su parte. Que llegue con tiempo, se siente con tranquilidad, se relaje, prescinda de sinopsis y no se crea “obligado” a admirarla, y que simplemente la contemple con calma y atención. Es casi seguro que le divertirá y conmoverá, y que nada de lo que muestra, y apenas cuenta, la película le resultará ajeno, menos aún exótico: gran parte de ello puede coincidir con sus propias vivencias, o las de amigos o allegados; si es muy joven, quizá le haga pensar que también a él le llegarán esas horas, esas situaciones, perfectamente universales, aunque situadas en circunstancias muy concretas, en el Japón de hace medio siglo.
Pero la película no se ha llenado de polvo, ni se ha arrugado, ni ha menguado. Al contrario, respira como entonces, con naturalidad y fluidez, sin baches ni tropiezos, sin una caída de ritmo ni una “modernidad” que la haya hecho envejecer prematuramente. Nada puedo contar, porque o se resume en dos líneas o harían falta mil páginas y una laboriosa descripción de la que el cine, sobre todo en manos de Ozu, puede prescindir: simplemente da a ver, con claridad y sin énfasis, con la fuerza de la evidencia. Quizá parezca fácil, porque su perfección no es ostentosa y no se da aires de importancia o trascendencia. Al que no los conozca, le introducirá a unos actores admirables y sobrios, con los que, si conecta con Ozu y persevera en su conocimiento, se irá familiarizando hasta quererlos; sobre todo dos: Setsuko Hara, una de las mujeres más inteligentes y hermosas que ha revelado el cine, y Chishu Ryu, a menudo la contrafigura del propio director, casi omnipresente en su filmografía, de la que subsiste apenas la mitad —unas 30 de unas 60—, pero que constituye uno de los grandes tesoros no sólo de la cultura japonesa, sino de la humanidad. Eso sí, nada tiene que ver con el cine que en estos tiempos resulta taquillero; en su época y país era cine normal y comercial, nada marginal, no muy diferente del de otros grandes, como Jean Renoir, Carl Th. Dreyer, John Ford o Leo McCarey, que venían a hablar de lo mismo y con un lenguaje comprensible en cualquier rincón del mundo.
En "El Cultural", 20/11/2003
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