De haber sido eterno, el 7 de mayo cumpliría cien años Gary Cooper; sólo aguantó 60, hasta el 13 de mayo de 1961, y en los años postreros arrastró por la pantalla un rostro grave, preocupado, levemente petrificado, surcado de arrugas y visiblemente aquejado de fatiga, muy alejado del aire de muchacho rústico, desgarbado y algo atolondrado que había paseado durante tanto tiempo, a mitad de camino entre la timidez levemente encorvada de un tipo demasiado alto para sentirse cómodo en todas partes y que, encima, llamaba la atención, y la alegre y tranquila despreocupación del que no tiene prisa y encuentra motivos de interés o distracción en casi todo lo que le rodea, sea mineral, animal, vegetal o un artefacto mecánico.
Nació en Montana y todo el mundo estaba dispuesto a creerse, sin ser siquiera preciso que nadie nos lo asegurara, que era un auténtico vaquero, enrolado por el cine precisamente a causa de sus intuidas habilidades como jinete y laceador de reses; de hecho, este hijo de juez del Tribunal Supremo de su estado natal quería ser y fue dibujante y caricaturista político, aunque acabó vendiendo lo que pudo de puerta en puerta antes de encontrar trabajo como extra cinematográfico.
Por inverosímil que parezca —su cara era de proverbial decencia, como la de Henry Fonda o la de su amigo James Stewart—, entre sus primeros papelitos hubo varios de malo. Llamó por primera vez la atención en un western mudo de Henry King, The Winning of Barbara Worth, que fue el verdadero inicio de una larga y brillante carrera, casi sin altibajos y en la que apenas varió su forma de actuar, consistente precisamente en que no se notase ni apenas se pudiera sospechar que estaba representando un papel. De hecho, es el típico gran actor específicamente cinematográfico, al que se tiende a subestimar frente a los histriones de clara raigambre teatral, porque parece limitarse a estar delante de la cámara, a ser él mismo; al no advertirse esfuerzo alguno, parece como si su trabajo quedase devaluado y sin mérito. Ese aparente apego a la regla clásica del cine iniciático americano (“sé tú mismo”) les ha costado, si no el fracaso, sí años y mucha paciencia a muchos buenos actores, incluso a algunos de los más grandes. Por suerte, el éxito no dependía por entonces de cuántos óscares cosechasen o de lo que dijera el “New York Times”, sino de que trabajasen con suficiente asiduidad como para llegar a resultarnos familiares: cuando llegamos a conocerles, descubrimos que nos los creemos hagan lo que hagan; que nos caen bien, nos agrada verlos y nos importa lo que les pueda pasar a esos personajes que se confunden con ellos, que reconocemos en el actor que les presta su rostro, su cuerpo, su manera de estar, su forma de moverse y de hablar.
Afortunadamente para este tipo de actores —cuyo prototipo fue Buster Keaton—, siempre llegan a dar vida a algún que otro personaje inolvidable, que finalmente hace que hasta los más distraídos le presten la atención debida y reconozcan, aunque sea tardíamente, su talento. Entonces puede decirse que han triunfado, y se convierten en estrellas de mayor o menor brillo, más o menos duraderas, según cómo sean de inteligentes a la hora de administrar su carrera. Desde que pudo, Cooper eligió sus papeles y sus directores, sobre todo al principio, cuando aún tenía algo que aprender, con buen instinto y coherencia. Frank Capra jugó, sin duda, un notable papel formativo; con otros cineastas colaboró varias veces por afinidad o amistad personal (Cecil B. DeMille, Sam Wood, William A. Wellman, Raoul Walsh, Frank Borzage, Howard Hawks, King Vidor, Leo McCarey, Delmer Daves, Henry Hathaway, Stuart R. Heisler), por gratitud y admiración (Wyler), por curiosidad (Ernst Lubitsch, Fritz Lang, Billy Wilder, Otto Preminger, Robert Rossen) o por sentir cierto grado de identificación con los personajes a la lectura del guion (como los realizados por Rouben Mamoulian, Anthony Mann, Fred Zinnemann, Josef von Sternberg, Lewis Milestone, Michael Curtiz, Andre de Toth, Hugo Fregonese, Philip Dunne, Robert Aldrich).
A mi entender, sus más famosas y celebradas interpretaciones no son las mejores casi nunca, pues deben más al personaje y a lo que representa como cristalización mitológica que al actor, y fue precisamente cuando más se limitó a ser él mismo, juvenil e ilusionado o amargado, envejecido y escéptico y responsable, cuando consiguió crear en la pantalla, sobre el celuloide efímero y frágil, auténticas personas de carne y hueso, fuesen aventureros como el capitán Wyatt de Tambores lejanos o el protagonista de Los inconquistables, médicos como el Dr. Wassell de Por el valle de las sombras, arquitectos como Roark de El manantial, viejos pistoleros como El Hombre del Oeste o el enigmático forastero de El árbol del ahorcado, pilotos como Billy Mitchell, espías a su pesar como el de Cloak & Dagger, pacifistas como el padre de familia cuáquero de La gran prueba, legionarios arrogantes como el de Marruecos, campesinos convertidos en soldados como El sargento York… Siempre encuentro raro que no llegase a trabajar a las órdenes de John Ford, de Alfred Hitchcock y de Jean Renoir cuando éste estaba en Estados Unidos, porque son tres mundos en los que parecía tener un hueco reservado, en los que se hubiese integrado a la perfección.
En "El Cultural", 02/05/2001
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