He recordado alguna vez que las películas "del Oeste" no representan sino una porción minoritaria de la obra madura - y conocida - de Ford: unas quince en todo el periodo sonoro, de más de sesenta. De hecho, rodó 28 largometrajes sonoros antes de hacer de nuevo un western, y pese al éxito de La diligencia tardó siete años en volver al género, con Pasión de los fuertes, del que se mantuvo alejado entre Rio Grande (1950) y Centauros del desierto (1956). Sin embargo, el apellido artístico de John Martin Feeney es desde hace medio siglo tan sinónimo de western como el que le tocó a Henry lo fue del automóvil, y eso es algo que no tiene remedio.
Ni falta que le hace, por lo demás, ya que si a mí, por ejemplo, me gustan más 3 películas de Ford de otros géneros (Escrito bajo el sol, 7 mujeres y El hombre tranquilo) que el western suyo que prefiero, Centauros del desierto, también es verdad que entre las que considero las 36 mejores películas de este director hay unas 14 que se aproximan mucho al género (es decir, incluyendo Misión de audaces, el breve episodio La guerra civil de La conquista del Oeste y Corazones indomables); y entre sus doce máximas obras maestras cuatro son westerns que, obviamente, se cuentan entre lo más sublime que ha dado este ilustre género cinematográfico. Y, como además de Centauros, El hombre que mató a Liberty Valance, Pasión de los fuertes y Dos cabalgan juntos, es también el autor de Fort Apache, 3 Godfathers, Rio Grande, Wagon Master, La legión invencible, La diligencia y Cheyenne Autumn... ¿cómo no va a ser casi unánimemente considerado como uno de los grandes creadores de cine del Oeste, si la porción de su filmografía que le ha dedicado supera con creces la importancia - cuantitativa y cualitativa - de casi cualquier otra aportación individual al género?
Pero hay más: si uno puede encontrar abusiva, por limitadora, y porque puede hacer olvidar o menospreciar otras grandes películas fordianas, la identificación de Ford con el western, hay que reconocer que ese espejismo, como casi todos los efectos ópticos, y como la mayor parte de los tópicos, no carece de fundamento.
Porque hay algo que convierte en westerns casi todas las películas de John Ford, y no sólo las que ocurren en la misma época, pero en el Este - con caballos o colonos, con indios o soldados -, como las tres citadas más arriba, sino también las que suceden en otras épocas - casi siempre, de todos modos, pretéritas - y en los lugares más distantes y variados: desde el Kentucky de Judge Priest y The Sun Shines Bright hasta la China de 7 mujeres, desde el África de Mogambo hasta el México de The Fugitive, desde la mitad de los Estados Unidos que cubre el periplo de los agricultores desterrados de Las uvas de la ira hasta el pueblecito donde defendió su primer caso como abogado El joven Lincoln.
Son películas todas ellas formalmente muy próximas a sus westerns propiamente dichos, y el ánimo que las preside es siempre el mismo: el espíritu de la frontera. Esto explica que los westerns de Ford sean algo más que "películas del Oeste", y que en ellos la reflexión acompañe siempre a la acción y tengan la "comunidad", la sociedad, la historia, una presencia de la que otras muestras del género, más abstractas, más apoyadas en los mitos o más deudoras de las convenciones, carecen casi por completo. Al mismo tiempo, esos rasgos que distinguen de las demás las películas del Oeste de Ford son precisamente los que caracterizan el resto de su cine: por eso no tiene mucho sentido, como ha hecho en dos libros notables Janey A. Place, dividir su obra entre westerns y no-westerns. Todas tratan de procesos de transformación, de situaciones de crisis, y de las dificultades que encuentran tanto los individuos como los grupos para adaptarse a los cambios.
De hecho, la noción de género no es útil para entender o analizar el cine de John Ford, porque no responde a su planteamiento: él no hacía "películas de género", como lo prueban categóricamente varias de las peculiaridades que sirven para identificarlas como inequívocamente suyas.
Recuérdese, por ejemplo, cómo, pese a ser Ford, sin la menor duda, un gran narrador cuando quería - conciso, claro y lineal como pocos -, sistemáticamente interrumpía o detenía el relato en medio del camino para recrearse y recrearnos con digresiones centradas más en los personajes o el ambiente que en la trama que nos estaba contando; cómo se resistía a separar el drama de la comedia, mostrándose en ello más realista que los cineastas "serios" de todas las épocas y todos los países, ya que en la vida están inextricablemente mezclados, de forma a veces desesperante, otras salvadora; cómo, más que superponerlos, yuxtaponía los hechos y la leyenda - sin confundirlos, sino cotejándolos y revelando cómo la historia se transforma en ficción, y cómo luego se trasmite y se difunde, inocente o interesadamente, hasta llegar a suplantar la verdad -; cómo, si se quiere, combinaba varios géneros para crear uno propio y exclusivo: hay películas de Ford, más que películas suyas de aventuras, sociales, irlandesas, de guerra, del Oeste o de los Trópicos. De hecho, de esos rasgos originales provienen muchas de las reticencias y de las reservas que siempre ha suscitado el cine de Ford entre los críticos y cineastas más academicistas, y entre todos aquellos que tienden a analizar y valorar por separado los diferentes componentes de una película, como si fuese posible - por ejemplo - leer el guión al contemplarla. Se ha tendido a considerar como "errores de estructura" lo que no es sino una forma no convencional y arriesgada de contar historias.
Obsérvese también que las relaciones más profundas que pueden establecerse entre sus películas - a menudo múltiples, dada la riqueza y complejidad temática de todas ellas, la abundancia de personajes y su variable importancia en el curso de la narración - siempre trascienden las barreras genéricas: a poco que se arañe su superficie, se puede formar un elocuente grupo con, entre otras, La diligencia, Hombres intrépidos (The Long Voyage Home podría ser el título de buena parte de su obra), Las uvas de la ira, Wagon Master, Cheyenne Autumn, por un lado; otro, no menos revelador, con La patrulla perdida, La diligencia, They Were Expendable, Fort Apache, Wagon Master, 7 mujeres, por ejemplo; otro - al que no se ha prestado suficiente atención - con Mother Machree, Peregrinos, The World Goes On, Mary of Scotland, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, El hombre tranquilo, Mogambo, Escrito bajo el sol, Misión de audaces, 7 mujeres; otro más con Judge Priest, The Sun Shines Bright, El último hurra, El sargento negro; aún otro que enlazaría Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, Pasión de los fuertes, Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos; otro compuesto por Cuna de héroes, Centauros, Escrito bajo el sol, El último hurra, Misión de audaces, El hombre que mató a Liberty Valance, El soñador rebelde, 7 mujeres; otro con They Were Expendable, Fort Apache, La legión invencible, Rio Grande, Cuna de héroes, Escrito bajo el sol, El sargento negro, Dos cabalgan juntos, La taberna del irlandés; y así sucesivamente, casi hasta el infinito.
Y es que los temas favoritos de Ford, los mismos que ha abordado una y otra vez en diferentes épocas y ambientes, son temas clásicos del western y, pese a la amplitud de su obra, los ha estado tratando - con las lógicas variaciones de énfasis y perspectiva - durante toda su dilatada carrera: los conflictos entre minorías y mayorías; la soledad de los individualistas; la necesidad de integrarse en una comunidad; la disolución de las familias; la solidaridad de los proscritos o los oprimidos. Cuestiones de permanente actualidad, por cierto, aunque no esté de moda planteárselas, sino más bien apartar la mirada de esos problemas y hacer como que "el mundo es así" y no tiene remedio. Si puede sostenerse, en general, que no existen películas visualmente más hermosas y, sobre todo, más emocionantes que las de John Ford, es evidente que tampoco hay westerns de mayor belleza plástica y más profunda riqueza humana, con más sentido del humor o más escalofriante capacidad de conmover que los de Ford. Puede haber películas del Oeste que, en cuanto tales, sean más clásicas y perfectas, o más ortodoxas y representativas del género que las de Ford, puesto que las suyas tendían a apartarse de la norma, pero es difícil encontrar muchas que sean afectivamente tan imborrables como las suyas.
Ford supo conjurar para su Oeste un territorio mítico impresionante, que le pertenece: recordamos la presencia del Monument Valley incluso en películas en las que no aparece, sin duda porque encuadraba del mismo modo otros lugares y porque, en complicidad con los más variados fotógrafos (de Gregg Toland a Bert Glennon, de William H. Clothier a Paul C. Vogel, de Joe August a Archie Stout, de Joseph La Shelle a Joe MacDonald, de Robert Krasker a Ted Scaife, de Robert Surtees a Arthur Edeson, de Arthur C. Miller a Frederick A. Young, de Charles Lawton,Jr. a George Schneiderman, y sobre todo Winton C. Hoch), este tuerto -que según A.C. Miller apenas veía con el ojo sano cuando rodaron Qué verde era mi valle en 1941 - supo retratar el paisaje y repartir la luz en interiores como nadie, absolutamente nadie, en la historia del cine.
Y tuvo el talento y la intuición necesarios para crear una galería de tipos del Oeste - a los que dieron vida exactamente los mismos actores principales y de reparto que pululan por sus restantes películas, hecho que resalta nuevamente la continuidad entre unas y otras - que contribuyó, desde el periodo mudo, con figuras como Harry Carey padre, a establecer las bases iconográficas y dramáticas del género.
Secundarios como su propio hermano Francis, Ben Johnson y Harry Carey,Jr. - que elevó a protagonistas en Wagon Master -, Ward Bond, Walter Brennan, Alan Mowbray, Thomas Mitchell, Ken Curtis, Charley Grapewin, J.Farrell MacDonald, Willis Bouchey, Cathy Downs, Joanne Dru, Anna Lee, Dorothy Jordan, Hank Worden, John Qualen, Shug Fisher, Lee Van Cleef, Lee Marvin, Vera Miles, Mae Marsh, Victor McLaglen, Chill Wills, J.Carrol Naish, Russell Simpson, Charles Kemper, James Arness, Arthur Shields, Mildred Natwick, George O'Brien, Pedro Armendáriz, Rhys Williams, John Carradine, Andy Devine, John Ireland, Grant Withers, Olive Carey, Henry Brandon, Carleton Young, Judson Pratt, O.Z. Whitehead, Denver Pyle, Walter Reed, Cliff Lyons, Charles Seel, Chuck Hayward, Chuck Roberson, Fred Libby, John McIntire, Jeanette Nolan, Ruth Clifford, Billie Burke, Dan Borzage, Strother Martin, Jack Pennick, Mike Mazurki, Woody Strode, Edmond O'Brien... nombres que a muchos no dirán nada, a los que otros no serán capaces de poner rostro, pero que corresponden a caras y actitudes que nos son familiares y que reconocemos de inmediato en cuanto empezamos a ver una película de Ford. Y es curioso que no hace falta que pertenezcan a su "compañía estable": se incorporan a ella como si nunca hubiesen hecho otra cosa, y quedan convertidos para siempre en "actores fordianos" (véase el caso de Edmond O'Brien en Liberty Valance, digno sucesor del Thomas Mitchell de La diligencia).
Y no hay que olvidar la dignidad trágica que supo conferir a Victor Mature en Pasión de los fuertes, a Tyrone Power en Cuna de héroes y a Jeffrey Hunter en varias ocasiones, que son también buenas muestras de esta proverbial habilidad de Ford con los actores, a la que sin duda no es ajena la costumbre de escribir la biografía de cada uno de los personajes que aparecen - aunque sea un momento - en la pantalla.
Fue también un cineasta capaz de ver la cara oculta de muchos actores célebres: el lado cínico, humorístico, indolente y perezoso de James Stewart, el aspecto más noble, ingenuo y serio de Richard Widmark, o el puritanismo y la altivez que puede ocultar esa perenne encarnación de la honradez y la sinceridad que fue habitualmente Henry Fonda (en Fort Apache). Y fue, sobre todo, el auténtico creador de un actor mayúsculo llamado John Wayne, que fue quien más a menudo dio cobijo en su cuerpo, en su voz y en su mirada a los solitarios protagonistas fordianos, tan fuertes como vulnerables, en particular - aunque no sólo - los del Oeste. Su Ethan Edwards de Centauros ha pasado ya a la leyenda, como arquetipo del héroe fordiano, siempre en crisis, siempre descontento, lleno de rasgos neuróticos, obsesivos, irracionales y negativos; parco en palabras, tímido, resentido, pero capaz de consumirse de amor y de añoranza, de rabia y de indignación, y de delatarse sólo por el brillo de los ojos, un ademán tajante, un gesto de desconcierto herido. Condenado a errar en solitario, sin familia, sin tierra en la que echar raíces, autoexcluido de la vida en común, marginado de la sociedad, derrotado pero invicto, tenaz y astuto, envejecido e infatigable, pudoroso y bravucón, provocador e iracundo, vengativo y solapadamente tierno, el personaje de Wayne va adquiriendo a lo largo de su trabajo con Ford una complejidad creciente - no sólo Ethan Edwards o el "Spig" Wead de Escrito bajo el sol, también el Sean Thornton de El hombre tranquilo, el Tom Doniphon de El hombre que mató a Liberty Valance, el Nathan Brittles de La legión invencible -, que era capaz de trasmitir con los medios más elementales y directos, menos afectados y llamativos, razón por la que es, todavía, un intérprete subvalorado, pese a representar, a mi entender, la esencia de lo que es un actor cinematográfico: parece limitarse a ser y estar, como si no estuviese interpretando un papel.
En el fondo, es una suerte para el género que Ford no se dedicase a él con la constancia que se le suele atribuir, ya que, sin pretenderlo, lo transformó en cada década: en los años 20 con El caballo de hierro y 3 Bad Men, en los 30 con La diligencia, en los 40 con Pasión de los fuertes y Fort Apache - que no fue el primer western que defendió a los indios, pero abrió camino en esa dirección -, en los 50 con Centauros del desierto y en los 60 con El hombre que mató a Liberty Valance, obras todas ellas que han tenido una duradera influencia - subterránea o evidente- en la evolución del western, mientras permaneció vivo en cuanto género, y que siguen ejerciéndola en las películas aisladas que, todavía hoy, tratan de infundirle nueva vida, generalmente sin continuidad (tras las de Peckinpah en los años 60, el último ejemplo es Sin perdón). Puede decirse, por tanto, que Ford es el cineasta que más ha contribuido al desarrollo del western.
En Nickel Odeon nº 4 (otoño de 1996)
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