Para mí es un misterio el éxito internacional de esta película. No los premios ni las alabanzas de la crítica, puesto que parece hecha precisamente para recoger esa cosecha, sino la masiva afluencia de público que ha suscitado, y de la que me inclino a culpar a una campaña de publicidad orquestada para que actúen los reflejos condicionados de los telespectadores.
Al contrario que las precedentes - y mucho más interesantes, aunque no del todo satisfactorias y siempre excesivamente pretenciosas - películas de Jane Campion, El piano se inscribe en la línea estilística de las adaptaciones literarias, insufriblemente correctas, de la televisión inglesa. Eso sí, el academicismo exasperante de este tipo de productos - que se hace irrespirable en una sala, con una pantalla grande - se ha aderezado, con calculada astucia, con unas gotas de locura y violencia muy "años 80" y un halo feminista que consiste en que ambos personajes masculinos sean bastante burros y nada simpáticos (aunque debo confesar que el femenino, encarnado por Holly Hunter, aparte de hosco, es igualmente repelente).
La confusa historia - que da para una sinopsis, pero no llega a ser un guión - se apaña para dar el pego mediante tres argucias simplonas pero "de buen ver": Holly Hunter es muda, no se sabe si por un trauma o por testarudez (detalle tomado de Persona de Bergman); todo nos es mostrado a través de los ojos de una niña - su hija sin padre -, que monologa con ella; la suma de estos dos trucos casi propicia el tercero: una temporalidad tan difusa como el grado de realidad de algunos de los acontecimientos. Esta última coartada impide calificar de tonterías o disparates muchas de las cosas escasamente comprensibles o justificadas que suceden en la película.
Como nada de lo raro que se ve o intuye llega a ser completa o convincentemente explicado, el arranque tiene un cierto aire de misterio, que sin duda sirve de anzuelo para los espectadores más acríticos y propensos a la pasividad, acunados además por la pesada, monótona y anacrónica musiquilla del también celebradísimo Michael Nyman, que es demasiado "New Age" para que lo toque nadie el siglo pasado en una playa o jungla australiana.
Como se ve, un envoltorio cultural de lujo para encubrir el más absoluto vacío. Sólo la falta de rumbo maquilla la escasez de ideas de que hace gala Jane Campion esta vez, decidida a no desbordarse como en An Angel at My Table. No hay una escena que suponga la verdadera confrontación de dos actores, que - desprovistos de personajes - gesticulan y chillan ostentosamente en un paisaje fotografiado con pulcro y oscurantista esteticismo. A falta de ritmo - difícil de lograr cuando no se narra nada, y meramente se insinúa -, la receta es infalible, digna de los hermanos Marx en el Oeste: "Música, más música".
Pero esto es lo que hoy pasa por ser una obra maestra, de delicada poesía, tierno lirismo y salvaje romanticismo. Un mecanismo gélido, en el que el narrador parece afanarse por reprimir no cualquier sentimiento hacia sus personajes, sino también entre ellos... no sea que alguien vaya a creerse que ella no está muy por encima de cosas tan vulgares y anticuadas como el amor, los celos o la pasión. Y como hay mujeres que creen tener que ser más "duras" que los hombres más bestias, un buen corte de dedo lo arregla todo. ¿Esto es cultura, arte, poesía, cine? No me haga Ud. reír.
En “Todos los estrenos.1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.
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