El creador de Marlene Dietrich, que quizá tuviera algo más de Svengali que de Pygmalión, ocultaba bajo su estudiada pose de esteta despectivo y escéptico y su postizo "von", supuestamente aristocrático, a un romántico aprensivo de los hechos que se revela casi sin que él quiera, y si uno se fija mucho, a través de la tupida trama visual de sus películas, todavía más intrincada y compleja que la de las historias, con frecuencia melodramáticas, en ocasiones inverosímiles, que solía narrar a contrapelo de todas las supuestas normas de eficacia dramática que se atribuyen al Hollywood de la gran época, y que han servido de excusa o de pista falsa para frecuentes malentendidos y de críticas carentes de fundamento, pues es obvio y manifiesto, plano por plano y gesto por gesto, que el primero que contaba con ironía esas peripecias - puro soporte o pretexto, pero también clave reflejada e invertida de su sentimiento - era el propio Joe Stern, vienés de origen judío nacido en 1894 y fallecido el 22 de diciembre de 1969 en Hollywood, 16 años más tarde de rodar, en Japón, su última obra, Anatahan, quizá la más depurada y misteriosa, sin duda la de más amarga mueca irónica.
Acababan así, envueltas en misterio, en esas sombras, esos claroscuros, esos velos y redes que tanto le gustaban, tanto una vida cuyos secretos supo guardar celosamente (a pesar de escribir una brillante autobiografía Fun in a Chinese Laundry, literariamente una de las mejores que ha dejado un cineasta) como una filmografía en parte célebre, en parte ignorada, hoy temo que desconocida u olvidada, y edificada de modo singularmente discontinuo pero tenaz.
En el apoteósico tramo final del mudo, en la primera mitad de los 30, en los albores de los 40 y estrictamente en los tres primeros años de los 50, como si ninguna década quisiera serle unánimemente propicia, sino crecientemente rencorosa y adversa, realizó Sternberg sus obras culminantes. Desde su largo inaugural, The Salvation Hunters, que cautivó a Chaplin tanto que produjo (y luego secuestró) The Sea Gull o A Woman of the Sea - que todos soñamos, temo que en vano, ver algún día -, pasando por la creación del cine de gangsters romántico y estilizado al máximo, Underworld (La ley del hampa), y la patética La última orden, hasta Los muelles de Nueva York, una de las cimas del agonizante cine silencioso, antes de pasarse al sonoro en Alemania, donde encontró a Marlene y la convirtió en la fatal Lola-Lola de El Ángel Azul, su honda versión de la novela de Heinrich Mann. Fue la primera de una prodigiosa serie que ha de verse en su conjunto, y que comprende Marruecos, Fatalidad, El expreso de Shanghai, La Venus rubia, Capricho imperial y la más maldita de estas siete obras maestras, su muy personal versión de La mujer y el pelele de Pierre Louys, titulada The Devil Is A Woman y prohibida por el Gobierno de la Segunda República española (estamos en 1935) por considerarla potencialmente ofensiva para la Guardia Civil; es aún hoy la que menos circula y se conoce de todas, y supone el punto terminal y explosivo de su relación con Marlene y de su más elaborado estilo visual. En medio, la ignorada y prodigiosamente sintética An American Tragedy (Una tragedia humana), la novela de Theodore Dreiser que Eisenstein no logró adaptar en América; justo al finalizar del ciclo Dietrich, una notable versión de Crimen y castigo con Peter Lorre, que no merece en absoluto su mala reputación. El rodaje, en Inglaterra, de Yo, Claudio de Robert Graves, con Charles Laughton, quedó interrumpido para siempre; pero en 1941 florece de nuevo con la enigmática El embrujo de Shanghai, que trasfigura a Gene Tierney; es evidente que nunca se entendió con Howard Hughes, quien hace que Nicholas Ray rehaga en parte mayor o menor la notable Macao (Una aventurera en Macao) y la sublime comedia aérea Jet Pilot (Amor a reacción), rodada antes y acabada muchos años después. Un breve exilio japonés le otorga al fin la ansiada libertad total: Anatahan será su testamento, y confirmará algunas hipótesis: que fue, como Bresson, un gran creador de imágenes y sonidos, y que, como el francés, concebía el cine como un lenguaje autónomo, con sus propias reglas de escritura; y también que, pese a su fama de barroco, fue realmente un gran sintetizador, tan seco y austero, en el fondo, como el autor de Pickpocket.
Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 9 de enero de 2002.
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