Decidir qué western de Boetticher es el que uno prefiere es un asunto decididamente complicado, por mucho que uno vaya acotando —como el propio cineasta en sus incursiones en el género— el territorio abarcado. Y no es que haya rodado un número excesivo, y que los árboles impidan ver el bosque en su conjunto y dificulten la elección, sobre todo si tenemos en cuenta que no he visto The Cimarron Kid (1951), Bronco Buster (1952) y Wings of the Hawk (1953), con lo que quedan en total once que conozco. Aunque encuentro sumamente interesantes los otros tres —Horizons West (Horizontes del Oeste, 1952), Seminole (Traición en Fort King, 1953) y The Man from the Alamo (El desertor de El Álamo, 1953)— que rodó antes de su decisivo encuentro con Randolph Scott en Seven Men from Now (1956), y también el único que ha hecho después de esa serie y de sus desdichadas peripecias mexicanas, A Time for Dying (1969), creo evidente que sus mejores trabajos en el género han de buscarse entre las siete películas que hizo con el más sobrio e irónico de los actores.
Me gusta mucho más que a su realizador Westbound, que se asocia al ya abusivamente denominado ciclo Ranown, sin tener nada que ver con él, salvo el protagonista y algún secundario, aunque estoy dispuesto a admitir que es la peor de la serie. Pero con las seis obras maestras que quedan se presentan ya suficientes dilemas, y no sólo por su —para mí— uniforme excelencia, sino por la inextricable combinación de diferencias y semejanzas que se dan entre ellas, y que al tiempo propician y complican la comparación, incitan a ella y desaniman de la posibilidad de explicar razonablemente los motivos que llevan a preferir unas a otras.
La primera dificultad, como entre las películas de Ozu realizadas entre 1949 y 1962, estriba en distinguirlas de memoria, en individualizarlas cuando hace tiempo que las hemos visto, porque las recordamos como si se tratase de distintos episodios o capítulos de una misma obra.
Y es que, a pesar de que sólo cinco sean producciones de Scott y Harry Joe Brown (las dos últimas con el sello Ranown) para Columbia, apenas cuatro —en realidad, cinco, aunque no esté acreditado en Decision at Sundown— tengan guión de Burt Kennedy, nada más que tres tengan el mismo director de fotografía —Charles Lawton, Jr.— y sólo en dos —descontando ya Westbound— aparezca Karen Steele y en otras dos Skip Homeier, que son los únicos actores que, aparte de Scott, repiten, lo cierto es que las seis tienen, más o menos, los mismos rostros, personajes diferentes pero emparentados, paisajes muy parecidos, un estilo muy semejante, argumentos sumamente simples y lineales además de, en apariencia, bastante convencionales, y que, para colmo, a menudo discurren de forma paralela o al menos tienen ecos o reflejos en otras películas. Una tras otra, las seis representan un caso típico (aunque infrecuente en el cine, pese a Josef von Sternberg con Marlene Dietrich o, dentro del western, Anthony Mann con James Stewart, o tanto Howard Hawks como John Ford con John Wayne) de variaciones sobre un tema o, si se prefiere, y más exactamente, sobre dos o tres temas enlazados entre sí.
Aunque sienta un especial regocijo cada vez que la veo, y sea de una admirable precisión dramática y espacial, la primera que descartaría es, creo, Buchanan Rides Alone (1958), que es la que más se aparta del esquema común a las demás: es casi una comedia químicamente pura, aunque negra y situada en el llamado Oeste, aunque habría que decir más exactamente Sur, ocurre íntegramente en la calle de un pueblo, y carece —y ésa es, sin duda, la razón de que me cueste menos desprenderme de ella— de personajes femeninos.
De las cinco cartas que me quedan eliminaría a continuación la más célebre y quizá, actualmente, la menos visible, es decir, la primera: conste que encuentro magnífica Seven Men from Now, que produjo John Wayne, fotografió el gran William H. Clothier y cuenta entre sus intérpretes con la emocionante y melancólica Gail Russell y con el estupendo villano Lee Marvin, entonces muy sobriamente ominoso; pero es quizá la menos precisa y la más convencional, la más parecida a otros westerns interpretados por Randolph Scott, como los dirigidos por H. Bruce Humberstone, Edwin L. Marin, Ray Enright, Harry Keller, Roy Huggins y, sobre todo, André de Toth, y debo confesar que entre estos últimos los hay mejores. Luego, con gran dolor de mi corazón, ya que cuenta una historia muy melodramática, digna a la vez del Fuller de Forty Guns y de Allan Dwan, a cuyos westerns éticos para la Republic remite incluso la presencia de John Carroll, renunciaría a Decision at Sundown (1957).
Aun así, me siguen sobrando dos, y la elección de una sola me parece tan injustificable y arbitraria como echarla a suertes o jugármela a los chinos. Tanto la enigmáticamente titulada The Tall T (1957) como las dos últimas, Ride Lonesome y Comanche Station (ambas de 1959), me parecen comparables a los mejores de los miles de westerns que se han hecho entre The Great Train Robbery (Asalto y robo a un tren, 1903), de Edwin S. Porter, y Unforgiven (Sin perdón, 1992), de Clint Eastwood. Las tres son ejemplares en su combinación de belleza visual, sobriedad, precisión, lógica, modestia, sencillez, complejidad, hondura, humorismo, sentido trágico y melancolía; las tres están perfectamente controladas por el director, despojadas de todo lo no estrictamente necesario —sin por ello perder gracia o colorido—, y no tienen un bache de ritmo o de interés: no en vano duran, por orden cronológico, 77, 73 y 69 minutos. Son hasta tal punto económicas en su modo de contar que uno sospecha que, de haber seguido Boetticher trabajando con Scott, la siguiente habría corrido el riesgo de resultar demasiado corta para estrenarse. Escoger una, por tanto, depende de factores muy subjetivos: cuál de las tres magníficas historias que cuentan en el fondo, bajo su superficie aparentemente rutinaria, le afecta a uno más, cuál de las actrices —Maureen O'Sullivan, Karen Steele, Nancy Gates— le gusta más, cuál de los antagonistas de Scott —Richard Boone, Skip Homeier y Henry Silva; James Best, Lee Van Cleef, Parnell Roberts y James Coburn; Claude Akins, Homeier y Richard Rust— le dan mejor la réplica... aunque reconocerlo no facilite las cosas y siga siendo muy difícil decidirse. Como, aunque en 1957 Maureen O'Sullivan no era ya joven, he adorado a la mujer del olvidado y subestimado director John V. Farrow (y madre, por tanto, de Mia) desde que era la Jane de Johnny Weissmuller, y por esos años el único actor que daba la talla frente a Scott era Richard Boone, la balanza está siempre a punto de inclinarse por The Tall T; sin embargo, al final me debato entre las dos últimas, que son las únicas rodadas en Cinemascope, las más amargas y duras, las más secas y lacónicas. Aclararé que la del ciego —se revela al final que si el marido de Nancy Gates no ha ido en su busca no es porque sea un cobarde, sino porque está ciego— es Comanche Station, y que en ambas hay indios, y que si finalmente hoy acabo optando por Ride Lonesome, cuando en otro momento he podido preferir su pareja, y puedo volver a cambiar de opinión o de estado de ánimo, es simplemente porque encuentro al frustrado vengador Ben Brigade —que busca al hombre que ahorcó a su mujer— menos irremediablemente desequilibrado y obsesivo, más humano y menos neurótico, más flexible y más simpático que el personaje encarnado por Scott en Comanche Station, Jefferson Cody, condenado al trágico destino de cabalgar eternamente y en vano en busca de su esposa —secuestrada hace muchos años por los comanches— y a encontrar a otras, que tal vez nadie busque ya o que sus familias no quieran recobrar, una vez que las han dado por perdidas y han decidido olvidarlas.
En Nickel Odeon nº 4 (otoño de 1996)
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