miércoles, 24 de enero de 2024

Mies vailla menneisyyttä (Aki Kaurismäki, 2002)

Pocas son hoy, por desgracia, las películas que no son videojuegos, juguetes mecánicos y pirotecnia. Sus personajes, por fuertes que sea, parecen menores de siete años, sin uso de razón, y los interpretan muñecos y muñecas, no se sabe si de goma o silicona, en todo caso parecen robots. Lógico que los adultos, en cuanto sus hijos van al cine por su cuenta, deserten las salas y se refugien DVD en mano.

Se agradece, por tanto, alguna casual botella de náufrago también mayor de edad y dispuesto a hacer uso de cabeza y sentimientos para narrarnos algo comprensible e interesante sobre seres que podrían ser reales o que, cuando fantásticos, resultan plausibles y coherentes. Esos pocos cineastas que todavía practican no una rutina mecánica más o menos eficaz, sino lo que se llamó el “arte cinematográfico” están cada vez más solos y aislados. Acaba de morirse un portugués, aunque nos quede el decano Oliveira y dos o tres más supervivientes. Hay – o se desperezan otros de vez en cuando – algunos por los Estados Unidos; últimamente hasta uno de los promotores de la infantilización del cine, Spielberg, parece haber perdido el complejo de Peter Pan, o haberse pasado al de Pinocho. Hasta en España tenemos algunos, intermitentes o amordazados casi siempre, aunque a veces tengan éxito, como Almodóvar. Alguno hay por Japón, algún otro se desespera en Italia (aunque a Moretti Berlusconi le haga dedicar más tiempo a la política que al cine). Y tenemos de visita al gran finlandés Aki Kaurismäki, cuyo Hombre sin pasado parece gozar entre nosotros de un presente tan duro como en la ficción.


Comprendo que sus actores son poco o nada conocidos, entre otras cosas porque no hay quien retenga su nombre, pero fíense: son todos excelentes y caen bien, y si han visto algo de este excelente cineasta reconocerán, cuando aparezcan, a la mitad. Viejos conocidos ya, como los secundarios de las películas del Oeste. Como casi todo el cine para personas mayores que aún hacen esos supervivientes dispersos, es, sin proclamarlo, una parábola. No tiene género, y su contenido es básicamente moral. Carece del optimismo de principios de un Frank Capra: esta gente es realista, está escaldada, y ve que la intemperie es bastante inhóspita. Pero no ha perdido la confianza. Es capaz de descubrir, con un poco de paciencia y humor, que hasta los más antipáticos pueden tener un lado bueno, que la simpatía y la sinceridad también son contagiosas. Hasta cierto punto, nos cuentan historias tremendas. Pero no deprimentes. Predican genéricamente el aguante y la resistencia, sin prometer la felicidad eterna, ni siquiera que vaya a capear el temporal. Por eso creen también que lo que hacen sirve para algo, que deben a sus precursores una fidelidad a los orígenes, que el cine, a pesar de los pesares, aunque sea con cuatro perras y para cuatro gatos, aún puede enseñar a mirar, ayudar a ver y entender y ser memorable.

Texto preparatorio para la intervención en El séptimo vicio de Radio 3 (13 de febrero de 2003)

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