viernes, 26 de enero de 2024

La referencia de "Film Ideal"

Hay épocas más o menos cinéfilas, en las que ese calificativo no se profiere con ánimo de injuriar, y la cofradía de los amantes del cine se declara abiertamente como lo que es, orgullosa incluso de sus excesos, que a menudo son fuente de virtud. En otros momentos, en cambio, se diría que la cinefilia es una enfermedad, quizá contagiosa. Esto sucede periódicamente, y los que arremeten contra la afición son casi siempre, curiosamente, críticos profesionales, por lo general ex cinéfilos, que, como todos los renegados, exhiben la furia del converso en la denuncia y persecución de sus antiguos compañeros de fatigas, que han cometido el desacato de no seguirle como al pastor un rebaño.

Entre los síntomas del mal cinephilicus se suelen enumerar el escapismo, la listamanía (de hacer listas), la precisión maniática con que recuerdan fechas y nombres, la obsesión reivindicativa (de causas perdidas, claro), cierta tentación iconoclasta, el afán polemista y una tendencia malsana a la soledad.

No negaré, como cinéfilo convicto y confeso que me siento —más que ninguna otra cosa—, en mi ya medieval estado y tras treinta y dos años de impremeditado ejercicio de la crítica, que en tales tópicos, como es común, haya algo de verdad. Podría discutirse, en algunos casos, si son indicios de enfermedad o, por el contrario, de salud. Pero creo que el último de los reproches es manifiestamente falso.

Por supuesto, las películas se ven a solas, aunque vaya uno acompañado y la sala esté bulliciosamente repleta, como sucedía cuando yo era niño y adolescente en los cines de barrio que frecuentaba. Uno no necesita a nadie para ver una película; más bien, en todo caso, conviene ir al cine con alguien que no impida concentrarse. Además, a poco que se sea sincero, uno no puede evitar que una película le guste o le fastidie supinamente, que le emocione o le aburra hasta producirle esa sensación de claustrofobia y de desasosiego que impele a la huida, que todos hemos experimentado alguna vez. Y de nada sirve haber leído que se trata de una reputada obra maestra o que tiene fama de fallida o de bodrio, que es un encargo mercenariamente aceptado o que fue terriblemente mutilada, que su director era un colaboracionista, un delator, un eterómano o un filántropo.

Pero, al mismo tiempo, a uno le reconforta verificar que no está totalmente chalado, que hay algunas personas que comparten sus gustos, por muy indiferente que se sea —en principio— a la opinión ajena. Esto quizá sorprenda, pero, aunque no sea estrictamente imprescindible, una de las tendencias innatas del cinéfilo es la de buscar compañía. De ahí que a menudo hayamos hecho amistades en los propios cines, o en los cineclubs. No se olvide que han sido grupos de cinéfilos los que han organizado estas instituciones, la mayor parte de las revistas, algunas cinematecas. De ahí que, inconscientemente, haya hablado en el primer paso de una cofradía (siquiera como los Hermanos de la Costa o los carbonari)... y por algo pensaran los inquisidores de toda laya que la cinefilia es contagiosa.

No carece, además, de lógica esta tendencia asociacionista de los que comparten una misma pasión, ni tampoco que luego se suelan escindir en grupúsculos enemistados a muerte, porque unos son partidarios de Duvivier y otros de Truffaut, o unos de éste y otros de Godard, unos juran por Hitchcock y otros —¿quién se acuerda hoy de ellos?— por Damiano Damiani, Elio Petri y otras lumbreras del cine italiano de denuncia. A cualquier obseso le gusta anticipar con impaciencia el estreno de una película de la que no sabe nada, salvo que tiene buena pinta, y enterarse de qué se está haciendo por ahí fuera, con el intríngulis de no saber si llegará o no llegará a verla. Había también, por entonces —les hablo del año 1962-1963, cuando dejé de ser un niño muy aficionado a ver películas para convertirme en un maniático del cine—, el riesgo de que desapareciese de la circulación alguna autorizada para mayores de dieciséis años que uno ansiaba ver, y no convenía que se le pasara la ocasión. Por último, en épocas de crecimiento, se suele ser muy consciente de que algo que no nos había llamado la atención o no nos había entusiasmado en exceso dos años antes a lo mejor ahora, que éramos mayores, nos encantaba.

Todos estos factores hacen que, a falta de otra compañía, el cinéfilo la busque de papel, en una revista. Esa revista puede ser buena o mala, pero en general contendrá alguna información, le dará nombres y pistas; a lo mejor hay estudios sobre directores desconocidos a primera vista, pero que pronto descubre uno que no lo son tanto, porque entre sus películas hay varias que recuerda con agrado. Hay también entrevistas, secciones críticas, anuncios y, a veces, estrellitas u otras formas de calificación esquemática; a veces publican listas de los mejores estrenos del año según sus colaboradores o redactores, que uno supone, en principio, grandes entendidos. En ocasiones, aunque esto es ya más raro, puede encontrar en sus páginas un hermoso texto, bien escrito, que le hace comprender mejor una obra, o que le revela la existencia de un cineasta sublime. Y cabe, incluso, que descubra algún alma gemela, con cuyos gustos coincide prácticamente siempre, y por quien tenderá a dejarse guiar.

Esto hace que una revista sea muy importante en la formación del cinéfilo. Puede, claro, aprender de ella, enterarse de cosas, verse empujado a pensar y a discutir mentalmente sobre las películas, a tratar de explicarse el porqué de sus gustos o sus disgustos, de sus fobias y sus veneraciones. Esto ya es positivo y útil, y para tales menesteres puede valer hasta una publicación muy mediocre y de periodicidad irregular, o que no se encuentra con facilidad, o que se lee sólo ocasionalmente.

Naturalmente, no hace falta estar de acuerdo con ella, aunque inevitablemente, durante la fase de aprendizaje, los cinéfilos se verán influidos por ella, puede que hasta cuando deciden llevarle la contraria. Y eso es bueno también: acostumbra a contrastar opiniones, a percatarse de que ni somos únicos ni nuestra visión de las cosas es la única posible. Y se puede descubrir que hay personas capaces de plasmar en un papel sus emociones y expresiones, de explicar sus sentimientos y de comunicarlos al desconocido lector, lo que se convierte, poco a poco, en una exigencia para éste, que tendrá que renunciar al "me gusta porque sí" o al "es mala porque me aburre", y tratar de aprender a explicar lo inefable, con lo que no sólo entenderá mejor las películas, sino que se verá empujado a comprenderse a sí mismo y a comunicarse con los demás.

Cuando me convertí en cinéfilo —no sé qué decidí, pero salí del Cine Azul con alguna decisión tomada acerca del cine, algo así como "esto es lo mío", o "esto es lo que me importa", o "esto puede ser aún mejor que la literatura, la pintura y la música"—, tras la visión consecutiva (y reiterada de la primera) de De entre los muertos (Vertigo, 1958) y Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), ambas de Alfred Hitchcock y para mí, aún hoy, en ese orden (el cronológico), sus dos obras máximas, lo primero que hice fue una lista de los directores que me parecían mejores, para tratar de ver o revisar todo lo que habían hecho. No me pregunten por qué me fijé en Hitchcock, y no en Cary Grant, James Stewart, James Mason, Eva Marie Saint o Kim Novak, pero les prometo que no sabía de la existencia de Cahiers du Cinéma ni de la política de los autores. Quizá había adquirido de mi padre la noción de que unos señores llamados John Ford, Cecil B. DeMille, Alfred Hitchcock, Charlie Chaplin, Fritz Lang, Carol Reed, René Clair, Frank Capra, King Vidor, etcétera, eran por lo menos tan importantes a la hora de hacer películas como los hermanos Marx, Errol Flynn, Ingrid Bergman o Gary Cooper, y que las películas dirigidas por ellos tenían probabilidades de ser habitualmente interesantes; quizá fue la coincidencia de que las dos maravillosas obras maestras que había visto en aquel programa doble —tan semejantes y tan contrapuestas— las firmase un mismo señor, cuyo nombre era justamente célebre: se hablaba ya, incluso entre los no enterados, de un film de Hitchcock, no de una simple película policíaca, de intriga o de misterio.

Lo segundo que hice, al día siguiente, fue curiosear en el quiosco más cercano. Lo recuerdo como si fuera ayer: había, en efecto, varias revistas o revistillas de cine, que me dejaron hojear. Varias no eran, obviamente, lo que yo andaba buscando, hasta si no sabía muy bien qué es lo que esperaba encontrar. Allí no hablaban de Hitchcock, sino de cotilleos. Y no había filmografías (yo no sabía que tal cosa existiese y que me iba a interesar mucho a partir de entonces, sólo había oído la palabra filmología, que sonaba a algo aburridísimo), ni críticas más largas que las de Donald en ABC y Alfonso Sánchez en La Hoja del Lunes.

Por fin, vi dos de aspecto más sólido y serio, aunque sus respectivos nombres me produjeron cierto sobresalto: no entendía cómo podría ser también el mío un cine que los de una de las revistas consideraban suyo (Nuestro Cine), ¿sería que sólo hablaban del que hacían ellos, o, por abusiva extensión, del español, que no era precisamente el que desataba mis mayores entusiasmos? El otro título tenía un tufillo religioso que, como alumno del muy laico, republicano, liberal y mixto Colegio Estudio, me daba reparo hasta pronunciar para pedírselo al quiosquero; además, no sabía (ni he logrado saber nunca) qué era eso de un Film Ideal. Sonaba un tanto peregrino y piadosamente idealista, hedía a moralina. Aunque creo recordar que presidía la portada una bella y alta rubia vestida elegantemente de negro, lo cual era más prometedor, y encima ¡hablaban de Hitchcock! En la otra también, según descubrí, y de John Ford, aunque luego comprobé con estupor que para ponerlos por los suelos.

Compré ambas, y no volví a leer Nuestro Cine más que muy de tarde en tarde, y más bien por una mezcla de curiosidad morbosa (para ver qué pedantes burradas decían de algo que me hubiera entusiasmado) y para reafirmarme en mi discrepancia radical con sus posturas preconcebidas, cosa a la que me impelía de vez en cuando el rechazo que me producían a menudo varios de los redactores de Film Ideal.

Debo confesar que, a pesar de los pesares, durante un par de años esperaba con impaciencia la aparición, que a veces se demoraba exasperantemente, de Film Ideal, que por entonces salía quincenalmente, que es la dosis que demanda un hambriento y voraz lector, decidido a recuperar el tiempo perdido, a explorar las películas desconocidas, a poner a prueba las opiniones de los que allí escribían, a colarme en las películas que me vedaba la censura por menor de edad. Porque lo cierto es que, además de hablar de algunos desconocidos que pronto dejaron de serlo para mí, y de algunos que aún no he logrado llegar a conocer bien, en Film Ideal se escribía muy a menudo de los que, sin que yo lo supiera, resultaron ser mis directores de cine favoritos. Además, habían aprendido de Cahiers (a la que me suscribí un año después) la muy discutida idea de que el autor de las películas es en realidad el director, no el guionista ni el productor, y que es él quien escoge, o por lo menos les dice lo que tienen que hacer, a los actores.

¿Qué esperaba yo de Film Ideal, una revista en la que no abundaban en exceso las filmografías, que eran lo más sugerente, sobre todo a medida que fui identificando a sus redactores y colaboradores, y aprendiendo a no fiarme más que de unos pocos? A decir verdad, fundamentalmente, pistas.

Pronto tuve claro que no me servían de mucho las críticas de las películas que había visto. A fin de cuentas, creía entenderlas; y sólo en ocasiones, tras leer alguna, me entraron dudas. Desde luego, a veces me gustaban las mismas películas, pero por lo leído luego, no por las mismas razones. Hubo algún caso en que Félix Martialay o Marcelo Arrota-Jáuregui me hicieron correr a ver de nuevo la película, para asegurarme de que, en efecto, me gustaba, y desde luego no porque ¡Hatari! (Hatari, 1962) "demostrase la existencia de Dios" o el mérito de Anthony Mann consistiese en ser permanentemente Virgilio redivivo —me hacía imaginarle con barbas postizas y una túnica blanca, dirigiendo El hombre de Oeste (Man of the West, 1958)—.

Me gustaban más los artículos generales y exóticos, bien escritos y llenos de alusiones a músicos, poetas y pintores que escribía de vez en cuando Pedro Gimferrer sobre "el cine y el tiempo" o cosas así, o los de Javier Sagastizábal, o las piezas más largas, en general más centradas en un cineasta que en una sola película, de José Luis Guarner, Miguel Rubio y Juan Cobos. En esos estudios o ensayos, presuntamente dedicados a un director, se deslizaban repentinamente, por afinidad o contraste, otros nombres, a veces el título de una gran novela o de un dramaturgo. Y ésas eran las pistas que me gustaba seguir, verificar, experimentar. Fue en Film Ideal, por ejemplo, donde leí por vez primera los nombres de Douglas Sirk, Blake Edwards, Richard Brooks, Budd Boetticher, Richard Quine, Robert Aldrich, Joseph Losey, Don Weis, Vittorio Cottafavi, George Cukor, Frank Tashlin, Anthony Mann, Orson Welles, Samuel Fuller, Vincente Minnelli, Allan Dwan, Jacques Tourneur, Raffaello Matarazzo, Roberto Rossellini, Michelangelo Antonioni, Georges Franju, Chris Marker, Eric Rohmer, Jacques Demy, Vittorio De Sica, Pietro Germi, Mizoguchi, Ozu, Godard, Rivette, Resnais, Pasolini, Eisenstein, Dovjenko, Preminger, Truffaut, Phil Karlson, Joseph H. Lewis, Arthur Penn, Jerry Lewis, André de Toth, Raoul Walsh, Nicholas Ray, Murnau, Hawks, Donen, Robert Rossen, Sam Peckinpah, Buster Keaton, Michael Curtiz, Richard Fleischer y otros muchos. A bastantes de ellos, sin saberlo, los conocía y hasta me gustaban mucho; pero otros ni siquiera venían en el diccionario de Georges Sadoul, o por lo que de ellos decía no hubiera podido imaginar que tuviesen interés.

A estos críticos, como más adelante Jos Oliver, José María Carreño, Manolo Marinero, Jesús Martínez León, Javier León, Fernando Méndez-Leite, Manolo Matji, Antonio Gasset, Jaime Chávarri, Segismundo Molist, Ramón Font, o más de tarde en tarde Ramón (luego Terenci) Moix, Juan Antonio Pruneda, Waldo Leirós, Gonzalo Sebastián de Erice o Miguel Sáenz, curiosamente casi siempre los que escribían mejor y eran menos pedantes, los leía con atención e interés. Según de qué hablasen, con mayor o menor confianza, que nunca fue total para con nadie, pues nunca ha habido coincidencia total, y sí con frecuencia súbitas y decepcionantes discrepancias radicales, en medio de una tendencia a la concordancia.

Antes de conocer en persona a ninguno de ellos, creía saber bastante bien qué les iba a parecer tal o cual película, y discutía mentalmente con ellos, lo cual fue siempre un ejercicio para mí tan provechoso como divertido. Por eso no era demasiado grave que, entre esos locos desconocidos que admiraban, en bloque, a más o menos los mismos cineastas que yo, hubiese algunos que me resultasen irritantes: simplemente, no los leía, o me llenaba de santa indignación cuando cedía a la inclinación belicosa de, finalmente, ver qué decían. Porque a veces nota uno que con determinados aficionados comparte la admiración por un director o una película, pero en total desacuerdo con su visión de todo lo demás (del país en que se vive, de la libertad, de la cultura).

Luego llegaron los marcianos. Pero ésa es ya otra historia, que no conozco desde dentro, que acabó de dinamitar la revista, ya visiblemente escindida entre diversas tendencias de terrícolas como para que pudiese soportar tan exótica invasión. Por entonces, Film Ideal no tenía línea crítica, ni salía cada quince días, y yo había descubierto que los supuestos apóstoles en España de Cahiers, en su mayoría, no leían la revista francesa, que, por su parte, ya no era tampoco amarilla ni representaba lo que desde 1953 hasta finales de 1963 pudo ser.

En Nickel Odeon nº 11 (verano de 1998)

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