viernes, 12 de enero de 2024

Saturna devorando a su hijo

De las películas concebidas o realizadas en la borrosa frontera entre dos eras de la historia de España, durante unos meses en los que nadie soñaba siquiera que serían los últimos del interminable (y ciertamente extenuante) franquismo, hay varias que tuvieron singular repercusión y que se convirtieron en imprevisibles éxitos de crítica, de taquilla o incluso – en sintonía rara en nuestro país - de ambas cosas, tanto justo antes como inmediatamente después de la muerte de Franco. De muchas – que tampoco fueron tantas, conviene no mitificar – nadie se acuerda ya, pero Furtivos (1975) ha demostrado con el tiempo – y ha llovido desde entonces – no ser, en modo alguno, una película mera u oportunamente "coyuntural" ni deudora de las posibles lecturas “entre líneas” (y a menudo sugeridas "a posteriori", además de desmedidas) que permitía. Por el contrario, hoy puede parecer, como tantas cosas, una esperanza frustrada: la base, lamentablemente desaprovechada – por tardía o prematura, caben ambas hipótesis teóricas; yo sospecho que, en el fondo, por causas más ancestrales y ruines, como la envidia y la ceguera – de un inexistente cine español "clásico" (y no necesariamente "americanizante" ni "colonizado", como se insinuaba entonces con acomplejado simplismo, sino más bien emparentable con el clasicismo no menos admirable de M, La Règle du jeu, Vredens Dag, Stromboli, Ugetsu monogatari o Ensayo de un Crimen, o, por poner un par de ejemplos más cercanos en el tiempo y por el ambiente descrito, Mouchette o Le Journal d’une femme de chambre). Y ese "clasicismo" universal del cine sonoro nunca ha existido (y ahora sí que es demasiado tarde) en nuestro país porque se ha quedado en aproximaciones aisladas, en tentativas individuales y que – paradójicamente – resultaban excéntricas, cuando no anómalas o intempestivas – demasiado "modernas" para los mayores del lugar, o bien ya "anacrónicas" para los jóvenes – y quedaron siempre sin continuidad ni descendencia, por falta de seguidores activos que permitiesen ni siquiera acercarse a la mínima “masa crítica” que hubiera podido cambiar el rumbo del cine español, marcado siempre por la inercia, y aún más proclive a la rutina que a la imitación. Quizá llegaba todavía demasiado pronto para un país sin sentido de la tradición cinematográfica, con una cultura desarraigada, y obsesionado por el contenido (que es precisamente lo extracinematográfico); y demasiado tarde ya, en cambio, para un mundo en el que había entrado en crisis el pacto tácito entre creadores y espectadores vigente desde la llegada del sonoro hasta - precisamente - finales de los años 60, y sin que aquí nadie se ocupara de buscarle un reemplazo, porque ¿quién se rebela contra lo inexistente, quien trata de superar lo que nunca tuvo la menor fuerza, y menos todavía pudo resultar nada parecido a "la norma"?

Revisada hoy, Furtivos se nos presenta mucho más sólida e intemporal que en el recuerdo, o que en el momento de su estreno. No sólo se mantiene plenamente fresca y vigente, justamente como las últimas grandes muestras de ese modo – habitual, pero nunca rutinario - de entender el cine que se rodaron en América, en muchos países de Europa y en algunos de Asia, y a las que poco o nada tiene que envidiar: ni personajes inteligibles hasta en su desmesura, ni paisajes cargados de resonancias, ni dramatismo contenido, ni ritmo y eficacia, ni dinamismo, ni esa combinación de transparencia y complejidad que hace las películas de la gran época misteriosamente evidentes y a la vez inagotables - a cuyo fondo parece imposible llegar, de las que cada visión ilumina nuevas zonas de sombra o parece desvelar recordadas ambigüedades para levantar nuevas dudas y sospechas, descubrir simas antaño desapercibidas y sombras ahora proyectadas en otros rincones - pero que la mirada atenta y la reflexión permiten aclarar, siquiera en forma de súbitas hipótesis plausibles aunque por definición inverificables, porque nunca se hacen explícitas ni se dan como definitivas. Claridad y fuerza, puntos de vista, orden y despojamiento, precisión de los encuadres, expresividad de las composiciones, síntesis y resonancia, fluidez natural y no artificialmente acelerada, elipsis que omiten algo para insinuar más todavía, en perenne otra vuelta de tuerca, son rasgos detectables e identificables como "clásicos" desde las primeras secuencias, que obligan a contemplar Furtivos permanentemente en vilo, en continuo estado de alerta, aguzando vista y oído, concentrando la atención, explorando los rincones y los bordes de cada encuadre y las expresiones disimuladas de cada rostro, tratando de sonsacarles a distancia sus secretos, de interpretar los menores gestos, los movimientos más instintivos o automáticos por lo que puedan tener de delatores, en resumen: pensando. Furtivos pertenece a un tipo de cine que pide o requiere – demasiado respetuoso y educado para exigirlo, aunque estuviera en su derecho por el esfuerzo invertido - una disposición de ánimo, una tensión que la mayor parte del público no está dispuesta a prolongar ni a otorgarle espontáneamente a ninguna obra, y menos, mucho menos hoy que en 1975, entretenidos como están tantos de los presentes espectadores con palomitas de maíz y otras distracciones ingeribles ruidosas, acostumbrados por la televisión a que se les diga expresamente, y no una vez sino varias, machaconamente – por si ni miran -, lo que han de pensar de personajes que son ya de por sí de una pieza (o de ninguna; de dos dimensiones como mucho, casi siempre de menos), sin que apenas algún cineasta tenga la ilusa pretensión de contar con su colaboración activa, al menos durante algunos tramos del recorrido, aspiración antaño lógica y normal que hoy se consideraría intolerable e insolente por su parte, si la expresara algún director imprudente, y no sólo desde el público que podría – con razón - darse por aludido, sino desde buena parte de la sedicente crítica.

Pocas películas españolas se han atrevido a ser tan duras y generosas al mismo tiempo, a seguir acompañando a sus criaturas hasta tales extremidades - sin miedo a que eso distanciara al espectador o desanimase de pasar por la taquilla-, a implicarse con su destino hasta ese punto. Borau "se la jugó", y pese a la preocupación de los que le apreciamos y vimos la película antes de su estreno, cuando estaba tácitamente prohibida (es decir, no autorizada), la jugada le salió bien, por primera y última vez. Hoy sorprende lo aparentemente segura que se yergue una pieza salida de la cabeza y de los ojos y las manos de un ser tan dubitativo y nervioso como Borau; nadie acertaría a calibrar el riesgo casi suicida que asumía en solitario – era director, guionista, productor y hasta intérprete -, lo contemporánea que era bajo su aparente anacronismo de desprestigiado “drama rural”, término cargado entonces (¿y cuándo no?) de connotaciones peyorativas verdaderamente ominosas ("veneno para la taquilla" según los "sabios" de la profesión). Sí, era la que nos hacíamos – pues no nos atrevíamos a planteársela abiertamente a Borau - una pregunta lógica, realista, razonable, prudente: ¿A quién podía interesar aquella oscura, sórdida, tenebrosa y pesimista, desoladora historia de bosques en estado salvaje bajo su aspecto apacible, y de pasiones frustradas, reconcentradas y resquemadas por reprimidas, de ciervos esquivos y gobernadores civiles caprichosos, pueriles y feudales (el propio Borau), de derrotados y testarudos cazadores furtivos (Ovidi Montllor), de sumisiones y pequeñas rebeliones inútiles y privadas, puramente reactivas, de personas retenidas en la adolescencia o la infancia – lejos de una edad adulta vedada - y reiteradamente maltratadas por la vida, expulsadas del más mísero e ilusorio simulacro de paraíso, desterradas de la madurez y de la esperanza? Resultó, casualmente, que a varios miles de personas – suficientes entonces -, y no sólo vecinos; no sólo interesó a los supervivientes de la desolación de la postguerra más prolongada de la historia, sino incluso a algunos extranjeros que tuvieron ocasión de irla conociendo, por desgracia más en el nada rentable marco de festivales y semanas de cine español que a través de su normal distribución comercial. Quizá – puede que así fuera en un primer momento - por el malentendido de que dejaba ver o ponía en evidencia – como quien no quiere la cosa, sin proclamarlo, de tapadillo - lo que no era sino un poso o un espectro latente, las semillas ni siquiera conscientemente plantadas del odio prematuramente rebosante, la rivalidad inconfesable pero inconciliable e incontenible entre la madre posesiva, Martina (una Lola Gaos feroz, con aires de comadreja, que da miedo), dispuesta a todo por no perder lo que abusivamente considera suyo (su hijo Ángel, sucedáneo del padre ausente), y la inesperada nuera, intrusa e indeseada, Milagros (Alicia Sánchez), de una casta todavía inferior e inadmisible, para cuyo exterminio se encuentran múltiples coartadas (sobre todo "morales"), sin siquiera imaginar que una vez desencadenada y descubierta, la violencia no tendrá límites y no perdonará absolutamente a nadie, y la alimaña voraz será igual de fríamente ejecutada.

Los actores, muchos de ellos casi primerizos, aún sin maliciar con recursos convencionales tópicos y gestos de repertorio, por una vez sin el insufriblemente falso toniquete teatral – el mal endémico del cine español de todas las épocas, tal vez secuela del doblaje, y que hace increíble casi cuanto se dice -, porque aún no lo habían adquirido o porque Borau les hizo olvidarlo, añadieron su verdad, que el director supo intuir, otear, estimular, azuzar y capturar, y ver que cuadraba con la historia pesadillesca y tremenda que se había empeñado en contar, que no era obvia y sí sugerente, y que lo sigue y seguirá siendo así que pasen los años, seguramente porque va a lo eterno y esencial, como las tragedias griegas, como los grandes mitos, y además no lo cubre de ropajes de una moda cuyo rasgo esencial es precisamente quedarse anticuada a los pocos meses, ni tampoco lo cifra a merced de una lectura simbólica de la que Furtivos ha sido víctima propiciatoria durante muchos años pero a la que ha sobrevivido hasta liberarse de ella, precisamente porque no la necesitaba.

Si el título Furtivos está en plural por algo. Puede decirse que todos los personajes sin excepción actúan al margen de las leyes – civiles o no, escritas o supuestamente "naturales", implícitas en las definiciones socialmente admitidas de lo "normal" o de lo "tolerado" -, abusando de ellas unos – sobre todo, sus representantes -, desafiando tabúes otros, sólo "pecando de pensamiento" otros. Y son quizá los aparentemente más sumisos, más resignados, más serviles (Martina y su hijo) los que más trasgreden – sin sentimiento alguno de liberación, sin desafío, sin siquiera alivio, con resignación, con fatalismo, con frialdad calculada - las prohibiciones, el incesto y el matricidio, de ilustre raigambre griega y psicoanalítica. Quizá por eso sea Furtivos una película dirigida al subconsciente, que despierta ecos universales, que remueve aguas estancadas y turbias, que no necesita sino sugerir y susurrar para ser profundamente elocuente.

Es curioso, y tal vez sintomático, que uno tienda a pensar en el personaje encarnado por Lola Gaos (que aquí se llama Martina) como Saturna, en un lapsus probablemente engendrado por el recuerdo subyacente (que nada en la película evoca) de un cuadro particularmente inquietante e incómodo de Goya, Saturno devorando a sus hijos, y por la casualidad de que su - muy diferente, hosco pero benévolo - personaje en la Tristana (1970) de Luis Buñuel se llamase precisamente así y fuese madre de otro hijo sin padre, llamado Saturno. Aunque, además de múltiples trasfondos, esta historia tiene – como casi todas – una segunda parte, si se piensa que Borau dio al cine español uno de sus mayores éxitos artísticos y comerciales, y fue igualmente devorado.

En el catálogo de la exposición “Furtivos Borau”, comisarios Paco Algaba y Chus Tuledilla. Huesca : Diputación Provincial, junio de 2009.

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