miércoles, 13 de diciembre de 2023

Dos visiones de Hemingway

En vista de los reproches que, precisamente en nombre de Ernest Hemingway, se le han hecho a la película La isla del adiós (Islands in the Stream, 1976) de Franklin J. Schaffner y, sobre todo, ante las sandeces —no encuentro otro calificativo para esa mezcla de ignorancia sabihonda, suficiencia infundada y gratuito menosprecio— que acerca del autor de A Farewell to Arms se dedican a escribir últimamente —y a menudo sin que venga a cuento— muchos de mis colegas o compañeros (y no por ello amigos, sino, en algunos casos, a pesar de ello), tal vez no sea del todo impertinente plantearse, una vez más, la enojosa cuestión de la adaptación al cine de obras originarias de otro medio de expresión artística. Que este punto, explícita o implícitamente, a veces con disimulo y como a regañadientes, resulte ineludible, por muy debatido que haya sido ya, responde, sin duda, a una suerte de «justicia poética» que encuentro, en el fondo, saludable, ya que, si se admite que la función de la crítica es —o debiera ser, al menos en ocasiones— recorrer de nuevo, en el mismo sentido o en el opuesto, el camino de la creación, producción o fabricación (como se quiera) de lo que se pretende «criticar» o «explicar» o «comentar», parece lógico que tenga también que enfrentarse, por fuerza, con el primer problema que encuentran ante sí los adaptadores cinematográficos de, por ejemplo, una novela; problema que, con mejor o peor fortuna y más o menos acertadamente, con cuidado, criterio y respeto o sin ninguno de estos requisitos, han de resolver de algún modo, y que además, en la mayoría de los casos, determinará en gran medida el enfoque global de la película, su planteamiento y sus intenciones, cuando no su resultado final.

El estreno casi simultáneo en España de dos películas americanas basadas en sendas novelas de Ernest Hemingway parece una buena ocasión para intentar analizar la forma en que han sido adaptados al cine dos gruesos y complejos libros de un mismo autor, muy diferentes entre sí, y escritos con veinte años de diferencia, muy narrativo uno de ellos, For Whom the Bell Tolls (1941), y más bien poco el otro, Islands in the Stream (1961). Las películas resultantes parecen especialmente apropiadas para llevar a cabo semejante estudio, ya que ambas han sido dirigidas por artesanos sin excesiva personalidad, admiradores de Hemingway, respetuosos y entusiastas, que han tratado de llevar fielmente a la pantalla dos grandes novelas.

ISLANDS IN THE STREAM

Cualquiera que haya leído esta novela convendrá en que adaptarla al cine no era empresa fácil. Parece significativo que no se haya intentado hasta 1976, es decir, a los seis años de su publicación, ya posterior en nueve a la muerte de su autor, que la dejó hasta cierto punto inacabada, sin pulir, a falta de darle un último repaso. Sin duda por eso, se trata de una novela algo dispersa e informe; muy larga — más de 400 apretadas páginas de su proverbialmente concisa prosa— y dividida en tres partes perfectamente diferenciadas y casi independientes —Bimini, Cuba, At Sea—, reposada e incluso perezosa, divagatoria, muy descriptiva, indudablemente personal, apenas veladamente autobiográfica, se caracteriza más por su riqueza y su sabor que por su rigor formal o su perfección. Cosa rara en Hemingway, está mejor «escrita» que «narrada». No es, pues, a mi modo de ver, una de sus mejores novelas, aunque sí una de las más hermosas y de las que mejor permiten conocer al escritor, motivo por el que puede infundir admiración y respeto a cualquiera que aprecie la obra y la figura de Hemingway.

Dadas las circunstancias, era imposible —aun suponiendo que, de ser factible, hubiese sido interesante— trasladarla al cine en su integridad. A riesgo de acentuar la discontinuidad entre las partes, pero tratando de reducir la dispersión dentro de cada una de ellas, los responsables de la película decidieron cortar por lo sano, potenciando el tono confesional y autobiográfico que constituía, junto con el personaje de Thomas Hudson, el nexo de unión de la novela, y sin renunciar por ello a las descripciones —que en el cine tiene la ventaja de poder dar junto a la acción dramática, simultánea y no sucesivamente, sin frenar la marcha del relato— del mar y de las islas.

El guionista Denne Bart Petitclerc —amigo personal de Hemingway y, que yo sepa, neófito como adaptador cinematográfico—, el director Franklin J. Schaffner —irregular pero estimable: no en vano tiene en su haber El señor de la guerra (The War Lord, 1965) y El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1967), dos de las más originales y misteriosas películas americanas de los años 60— y los productores Peter Bart y Max Palevsky —que arriesgaron, y sospecho que perdieron, una suma importante en una empresa de rentabilidad más bien dudosa— optaron por dividir también el film en tres partes, más breves, evidentemente, pero también más densas y concentradas, que sugieren por extensión, si no la peripecia total, sí al menos el sentido fundamental de cada una de las que integran el libro, siendo fieles con ello no ya a su espíritu sino también al carácter insular y un tanto «a la deriva» del relato original. A cambio de esto, se han hecho acreedores —por el mero hecho de condensar y resumir, que obliga, indudablemente, a descartar y eliminar páginas y páginas de diálogos, comentarios introspectivos, recuerdos, etc., así como a refundir algunos personajes secundarios para reducir su número— al fácil insulto de «seguidores de la estética del Reader’s Digest», acusación que encuentro en este caso particularmente injusta, ya que —dejando de lado que no parece muy lícito reprochar a alguien que no haya hecho lo que no podía hacer— lo importante no es, creo yo, disponer de una versión cinematográfica de una novela completa —que para nada necesitaba ser llevada al cine y que está muy bien como novela, y al alcance de cualquiera mientras no se apoderen del mundo los fahrenheitianos—, sino hacer una película que, fiel o no al texto que le sirve de inspiración, armazón, pretexto o punto de partida, sea en sí misma, y prescindiendo de la novela, buena o interesante. Si, por añadidura, y tal vez en pago a la materia prima y al título que le ha suministrado el original, la película refleja, siquiera parcialmente, lo más valioso de la novela, lo que le ha quedado a uno en el recuerdo a los ocho años de leerla —lo que, releyéndola ahora, resulta ser efectivamente lo fundamental—, mejor que mejor, y no creo que valga la pena quejarse de que falte esto o aquello ni de que, como era presumible, inevitable e incluso deseable, sea otra cosa: naturalmente que es otra cosa, no su simple réplica, transcripción o contrafigura.

Para acabar con el capítulo de reclamaciones, mencionaré que se ha acusado a Schaffner y a sus colaboradores de «sentimentalismo» y «blandura», sin duda exagerando peyorativamente en la elección de adjetivos y, lo que encuentro más grave, confundiendo la sequedad sintáctica de Hemingway, que es lo único que le emparenta con los autores de la llamada hardboiled school (Raymond Chandler casi identificado al no tan próximo Dashiell Hammett, y ambos metidos en el mismo saco que el aún más distante James M. Cain), con la «dureza» de actitud ante los hechos que, al menos superficialmente (y no siempre), caracteriza a estos escritores (y a Horace McCoy, James T. Farrell o el tardío Ross Macdonald, por no empezar a citar nombres). Se olvidan, al parecer, novelas como Fiesta (1927), A Farewell to Arms (1929), For Whom the Bell Tolls o Across the River and Into the Trees (1950), que nada ceden en emoción o romanticismo a The Beautiful and Damned (1922), The Great Gatsby (1926), Tender is the Night (1939) o The Last Tycoon (1941), de su intermitente amigo y compañero de generación y correrías parisinas F. Scott Fitzgerald; se diría que de Hemingway no se quiere recordar más que los breves relatos de boxeadores y criminales —especialmente The Killers, creo—, sirviéndose de ellos, junto con su afición a los toros, la caza y la pesca, para relegar al recientemente creado «infierno» reservado a los «machistas» al creador de personajes femeninos tan memorables como Brett Ashley, Catherine Barkley, María o Renata. Sería más oportuno (y propio de cinéfilo) tener en cuenta que Hemingway nació en 1899, el mismo año que Alfred Hitchcock y George Cukor, y que pertenece, por tanto, a la misma generación que directores como Howard Hawks, Henry Hathaway, John Huston, John Ford, Josef von Sternberg, Buster Keaton, Douglas Sirk, King Vidor, Leo McCarey, Anthony Mann, William A. Wellman, Robert Rossen, Delmer Daves, etc., y también que Fiesta, su primera novela, se publicó el año del estreno de Sunrise (Murnau), 7th Heaven (Borzage), The Crowd (Vidor) y Underworld ( Sternberg) ; A Farewell to Arms el de Queen Kelly (Stroheim); For Whom the Bell Tolls el de How Green Was my Valley (Ford), They Died With Their Boots On y High Sierra (Walsh) o The Maltese Falcon (Huston); Across the River and Into the Trees el de In a Lonely Place (Ray), Sunset Boulevard (Wilder), All About Eve (Mankiewicz) o The Asphalt Jungle (Huston), y que Hemingway murió escribiendo Islands in the Stream mientras se rodaban Two Rode Together (Ford), Hatari! (Hawks), The Hustler (Rossen), The Misfits (Huston), etc., y cito estas películas —elegidas por su representatividad, y no por su supuesta relación con Hemingway— porque creo que se olvida con demasiada frecuencia que The Great Gatsby y The General (Keaton) son del mismo año, lo mismo que The Last Tycoon, Citizen Kane (Welles) y Sullivan’s Travels (Preston Sturges), cuando ciertas coincidencias, en principio sorprendentes, deben tener alguna explicación, que tal vez valiese la pena tratar de buscar.

En fin, creo que ya es hora de, con la esperanza de haber despejado algunos de los ataques que en nombre de Hemingway se han dirigido a Islands in the Stream (me resisto a usar el bobo título con que los distribuidores nos han obsequiado), referirse a la película de Schaffner en sí, aunque advirtiendo desde el principio que se defiende muy bien ella sola, es decir, que no precisa de comentarios ni explicaciones: bien clara y sencilla es, bien evidente, y mucho me temo que es eso precisamente lo que molesta cuando lo que «se lleva» es la parábola confusa e insignificante (véanse los últimos Ferreri y Bellocchio estrenados en España) o el spot king-size mecánicamente épico-político (es decir, el deprimentemente retórico Novecento, del finalmente «integrado» Bertolucci). Cada uno de los tres episodios del film de Schaffner —«Los hijos», «La mujer» y «El viaje»—, de duración —respectivamente, 43, 17 y 30 minutos— y tonalidad muy diferentes, tendría por sí solo suficiente fuerza y coherencia como para que pudiese proyectarse aisladamente, como corto o mediometraje; su sucesión, con bruscas elipsis de separación y con algunas alusiones a los restantes, constituye la crónica fragmentaria de los últimos meses de la vida de un aventurero-artista, el escultor (pintor en el libro) Thomas Hudson, ejemplarmente interpretado por George C. Scott de forma que se transparente nítidamente la figura que el personaje de ficción recubre, la del propio Hemingway. De hecho, las tres serenas miniaturas —lentas y meditativas, como cuadra al carácter reflexivo y evocador de la novela— eluden la dispersión que acechaba su nada férrea estructura gracias a la unidad emocional que le confieren la relativa neutralidad estilística de Schaffner y, sobre todo, su prodigiosa dirección de un grupo heterogéneo de actores admirablemente elegidos: David Hemmings (un Hemmings sorprendente, que nada tiene que ver con el de Blow-up; ha echado barriga, ha madurado, y resulta extrañamente «mitchumiano» en el papel de Eddy, ayudante borrachín y leal amigo de Hudson, en la línea de muchos personajes de Hawks, como el Thomas Mitchell de Only Angels Have Wings, el Walter Brennan de To Have and Have Not y Red River, el Dean Martin de Rio Bravo o el Robert Mitchum de El Dorado), Claire Bloom (la primera mujer de Hudson), los muy jóvenes Hart Bochner, Brad Savage y Michael-James Wixted (los hijos), Julius Harris, Gilbert Roland (rescate del olvido que se agradece), Susan Tyrrell (la prodigiosa actriz de Fat City), que saben dar, con su sola presencia física, una biografía a personajes —en ocasiones, meros comparsas— singularmente lacónicos y de los que se nos cuenta muy poco, habilidad antaño frecuente en el cine americano, y que se daba por supuesta, pero que hoy se ha perdido de tal modo que, cuando se reencuentra, como en Islands in the Stream, llama la atención y contribuye decisivamente al placer que procura la visión de la película.

Naturalmente, la división en tres partes puede dar lugar, sobre todo cuando sus argumentos son tan diferentes, a que unas parezcan más logradas que otras; y digo «parezcan» —sin descartar que lo están efectivamente— porque se ha tendido a juzgar con relativa benevolencia el primero y más largo de los episodios, que es tal vez el más complejo, ya que intervienen en él seis de los personajes principales y se alude al séptimo, analiza en profundidad las relaciones existentes entre los tres hijos de Hudson y las de cada uno de ellos con su padre, e incluye, además, el duelo titánico e infructuoso del menor de los niños con un gigantesco pez-espada, duelo entre pescador y pescado que obsesionó a Hemingway, como atestigua también The Old Man and the Sea; este episodio es, además, el más fiel al original literario, siendo también el mejor de la novela. El segundo, en cambio, es unánimemente menospreciado, pese a su densidad, precisión y elegancia, y a la siempre espléndida Claire Bloom, a causa de su brevedad, sin tener en cuenta que la sensación de fugacidad que trasmite es esencial y que lo mucho suprimido del episodio correspondiente del libro no era fundamental y hubiese resultado, en cine, bastante aburrido. El último, que nos permite asistir a los últimos momentos de Eddy y de Thomas Hudson, se resiente, sin duda —sobre todo para críticos y cinéfilos—, de su voluntario parentesco con el acto final de To Have and Have Not, y de su injustificada infidelidad a la peripecia concreta del tercer episodio del libro, pero convendría advertir que Schaffner no sale demasiado malparado de la comparación con Hawks y que, además, no es igualar a Hawks en su mejor forma lo que se le puede pedir a un honesto artesano, inteligente y sensible, pero sin genio, como Schaffner; se le podría exigir, a lo sumo —o , mejor dicho, se puede esperar de él—, la suficiente modestia —o impersonalidad, si se quiere— como para consagrarse —más que a imponer su «sello», su «marca» o su inexistente «estilo», o a forzar el relato de Hemingway hasta introducir a la fuerza sus «temas» propios— a la noble tarea de recrear amorosamente, con cuidado y dedicación, con afecto incluso, las escenas fundamentales del texto de Hemingway. Recreación en imágenes, en gestos y acciones concretos y «encarnados» por actores, y no mera «reproducción mecánica» del libro; trabajo, pues, difícil, que no está al alcance de cualquiera, y que Schaffner ha llevado a cabo con dignidad y sabiduría, sin tonterías ni alardes, despreciando tanto la rutinaria corrección de los funcionarios del celuloide como las pretensiones vacuas de «grandes creadores» ególatras tipo Cavani, Russell y compañía.

FOR WHOM THE BELL TOLLS

Muy otro es el caso de ¿Por quién doblan las campanas?, adaptada por Dudley Nichols y dirigida, en 1943, por Sam Wood.

Esta película, muy célebre en su tiempo, ha tardado, por razones fácilmente deducibles, nada menos que 35 años en llegar hasta nosotros, ahora «autorizada para mayores de 14 años y menores acompañados», y estrenándose en Madrid precisamente el 18 de julio. Lo intolerable es que, en el camino, ha perdido 43 de sus 170 minutos de duración original, y se le ha añadido un doblaje que —a juzgar por los fragmentos en V.O. trasmitidos por el programa de RTVE Revista de Cine la víspera—, además de malo, traiciona la película, restándole verosimilitud (por ejemplo, parece extraño que los republicanos llamen «nacionales» a los que solían llamar «facciosos») y, en las escenas de amor, emoción. No es posible, por tanto, calibrar hasta qué punto Dudley Nichols y Sam Wood han sido fieles a la enorme novela de Hemingway, ya que, aunque falta gran parte de ella, es posible que la ausencia de importantes escenas, muy cinematográficas algunas de ellas, se deba a las tijeras pecadoras de no se sabe quién, probablemente la distribuidora, de cuya dolosa falta de escrúpulos se hace cómplice, por desidia y omisión, la Administración entera (sospecho que tanto el Ministerio de Cultura como el de Comercio debieran, en casos como éste, cada día más frecuentes, proteger los derechos de autores y consumidores). En rigor, se debiera omitir toda crítica de una obra a la que se le ha suprimido el 25 % de su metraje, aconsejando al público que no fuera a verla; ahora bien, como la crítica del país no se va a poner de acuerdo para condenar al silencio las películas mutiladas, salvo el escándalo que supone su fraudulenta exhibición, tal actitud resultaría ineficaz a título individual, y no voy a adoptarla. Conste, sin embargo, que no puedo hablar más que de los fragmentos que he visto, y que todo juicio acerca de la adaptación al cine de esta novela de Hemingway debe tomarse con las mayores reservas.

Lo primero que cabe decir al respecto es que las escenas proyectadas en España responden con bastante fidelidad a las que ilustran. Se ha dicho que Hollywood «romantizó» la novela de Hemingway, «convirtiéndola» en una historia de amor, cuando la novela es, precisamente, una gran historia de amor, muy romántica además, y no un reportaje sobre la Guerra Civil española. Es una historia de amor situada en España en 1937, y enmarcada en una misión bélica concreta de unos personajes muy determinados y que, aunque basados en hechos y personas reales, no aspiran a ninguna representatividad: Robert Jordan no es un símbolo de las Brigadas Internacionales, ni Pilar es la «miliciana típica». Lo que Hemingway narra hubiese podido ocurrir, de otro modo, pero sin variaciones excesivamente importantes, en China, Estados Unidos, Irlanda o cualquier otro país sacudido, en un momento u otro, por una guerra civil. Lo que sucede es que conocemos —o creemos conocer— mejor España que Grecia, Francia o México, y que nos resulta más «chocante», «perturbadora» o «falsa» la habitual tendencia a la estilización que ha caracterizado siempre al cine americano, y que, sorprendentemente en un director tan académico y convencionalmente «clásico» como Sam Wood, resulta extremada en For Whom the Bell Tolls, que es una película muy rara para ser de un director no germánico y estar hecha en América y en 1943.

Como algunas superproducciones épicas de David O. Selznick —Lo que el viento se llevó, Duelo al sol, la versión última de Adiós a las armas— y ciertos films de King Vidor —The Big Parade, Duelo al Sol, Guerra y paz—, For Whom the Bell Tolls es una película bastante «rusa», con una curiosa influencia plástica —superficial, si se quiere, pero penetrante— de Dovjenko: el color, la iluminación, los encuadres, la composición, resultan totalmente anómalos en el cine hollywoodiense de la época, aunque tal vez convenga recordar que Wood fue uno de los realizadores que trabajaron en Lo que el viento se llevó. Esto hace que For Whom the Bell Tolls se inscriba plenamente en la estética de lo bigger than life, y que sus personajes adquieran un relieve inusitado, potenciado por la música, la iluminación, el paisaje, los ángulos de toma y la cadencia del montaje, así como por un estilo de interpretación mucho menos sobrio de lo habitual en el cine americano, enfebrecido y extático. Su objeto parece ser comunicar directa e intensamente con la emotividad del público, y en este sentido hay que admitir que ya no lo consigue, a la vista de las asombrosas reacciones —hilaridad no muy espontánea— de los asistentes al estreno en Madrid. Lo que indica, entre otras cosas, que —como buen melodrama— es una película anticuada, pasada de moda, incapaz de sintonizar con el espectador actual.

Hay que reconocer, además, que la película no está lograda más que parcialmente. En ella se unen inextricablemente lo sublime y lo ridículo, la belleza plástica con la fealdad más descarada, los errores con los aciertos, y que esta heterogeneidad en la factura se ve ampliada por las rupturas de continuidad causadas por los cortes llevados a cabo por la distribuidora.

Con todo, resulta una película muy curiosa, bastante extraña y con escenas espléndidas, tanto intimistas como de acción. Gary Cooper, Ingrid Bergman, Katina Paxinou, Akim Tamiroff y, en general, la mayor parte de los actores se entregan con entusiasmo —a veces desmedido— a representar las pasiones que agitan a los personajes que encarnan, y acaban por resultar convincentes. La historia, aun esquematizada como nos la cuenta Wood, es bastante bonita, y, por momentos, emocionante. No es, desde luego, una obra maestra, ni la película acerca de la guerra civil española (ese título correspondería a la más modesta de todas ellas, Espoir o Sierra de Teruel, de André Malraux), pero tampoco es, como se ha dicho despectivamente, un «western» ni una «españolada» hecha por americanos (como lo es la increíble Blockade, 1938, de Dieterle, pese a estar producida y escrita por los «izquierdistas» Walter Wanger y John Howard Lawson), sino una película hecha con entusiasmo y buena voluntad por un cineasta de muy limitado talento, que no pudo dar más de sí, pese a sus esfuerzos.

Para quien se asombre ante la «perfidia capitalista» de encargar a un «derechista» como Sam Wood —que participó activamente en la «Caza de Brujas» de McCarthy, y denunció a Abraham Polonsky— la realización de una película pro-republicana sobre la guerra civil, me permito llamar la atención sobre el hecho de que For Whom the Bell Tolls está producida por el propio Wood, que convenció a la Paramount para que adquiriese en 1941 los derechos de la novela, y que hizo de ella el «proyecto de su vida», dedicándole tres años de trabajo. Tras rechazar una primera adaptación, obra de Louis Bromfield, Wood encargó el guion al «radical» Dudley Nichols, y trató de conseguir el visto bueno de Hemingway. Para que Robert Jordan fuese interpretado por Gary Cooper, que tanto Hemingway como Wood consideraban el actor idóneo para el papel, éste tuvo que dirigir una película —The Pride of the Yankees, 1942— para Samuel Goldwyn, a cambio de que éste renunciase, por una vez, al contrato exclusivo que entonces tenía Cooper. Por último, Wood rodó en la sierra californiana, a más de 3.000 metros de altura, con grandes esfuerzos y dificultades, con el fin de dar realismo a las escenas de exteriores (efecto malogrado por algunas transparencias y forillos que «cantan» excesivamente, y por una iluminación de «noche americana» bastante deficiente). Es decir, que si For Whom the Bell Tolls no es una gran película —y tal vez en su versión original íntegra sea mucho mejor de lo que parece— no es ni por mala fe ni por falta de entusiasmo, sino porque Sam Wood nunca fue un gran director.

CONCLUSIÓN

Un mito al que se acude siempre para atacar a las adaptaciones cinematográficas de la obra de Hemingway es el de la pretendida mala suerte de este autor en Hollywood, basado en las quejas que todo escritor serio que se precie se cree obligado a proferir acerca de las versiones a otros medios de expresión de sus libros. Yo no he visto la primera adaptación de A Farewell to Arms (1933), pero siendo de Borzage dudo que pueda ser «desafortunada» (suele ser considerada una de las obras maestras de este director); la segunda, dirigida en 1957 por Charles Vidor, es ciertamente deplorable, como lo fue Cuando se tienen veinte años (Hemingway’s Adventures of a Young Man, 1962, basada en The Nick Adams Stories) de Martin Ritt. No conozco tampoco la célebre The Macomber Affair (1947, inspirada por The Short Happy Life of Francis Macomber) de Zoltan Korda, ni los remakes más o menos libres de To Have and Have Not que rodaron, respectivamente, Michael Curtiz en 1950 (The Breaking Point) y Don Siegel en 1958 (The Gun Runners), ni Under My Skin (1950) de Jean Negulesco, pero lo demás me parece muy apreciable. No sólo To Have and Have Not (1944) de Hawks, muy superior al original y una de las más grandes películas que se han hecho nunca, sino Snows of Kilimanjaro (1952) y The Sun Also Rises (1957), ambas de Henry King, me parecen obras maestras, lo mismo que Código del Hampa (1964) de Don Siegel, mejor —y mucho menos fiel— que la notable primera versión de The Killers, filmada en 1946 por Robert Siodmak; por último, The Old Man and the Sea (1958) de John Sturges, pese a su mala fama, es una encomiable adaptación y una buena película. Es decir, que la suerte de Hemingway en el cine ha sido la normal: ha habido de todo, y más de cal que de arena, diría yo.

En "Dirigido por" nº56, julio 1978

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