Cuando empezamos a ver una película de John Ford, ya sus primeras imágenes nos sitúan en un mundo reconocible, con firma, inconfundiblemente suyo. En cambio, al término de una de Henry Hathaway, podríamos haber visto una película de varios otros directores, porque nada en ellas es realmente distintivo ni característico o exclusivo de este cineasta. A partir de ahí, incluso en las épocas y sectores de la crítica menos propicios a la «política de los autores», puede explicarse la falta de prestigio de este cineasta, pese a que cualquier espectador, incluso de los que sólo ven cine por televisión, puede haber visto treinta o cuarenta de sus realizaciones.
De hecho, además de su relativo anonimato estilístico y su eclecticismo en cuanto a los géneros abordados, Hathaway ha sido víctima de su modestia, de su falta de pretensiones y de su tendencia a aceptar cualquier proyecto que le fuese adjudicado. Pero lo cierto es que incluso las producidas por él mismo, porque le interesaban más, no son estilísticamente más distintivas o personales que los más inadecuados encargos que le cayeron en suerte.
Se sabía un técnico competente y hábil, sobre todo para escenas de acción, pero no se tenía por un artista ni es probable que tuviese la menor ambición de pasar a la Historia del Cine. No tenía temperamento innovador, y solía aplicar las mismas fórmulas convenidas y experimentadas a cualquier material. Sus métodos de rodaje no podían ser más «standard»; hasta tal punto eran normales que ni siquiera el hecho de trabajar para la Paramount, la Fox, Samuel Bronston o la Universal suponía un cambio, ya que su falta de estilo parecía impermeable incluso al estilo o look característico de las productoras.
Tampoco llegó a identificarse con ningún género determinado —incluso si hizo muchos western, probablemente más que Ford entre 1939 y 1965, no se le considera como un especialista—, y se aproximaba a todos ellos con idéntica actitud: le daba lo mismo hacer un film de guerra que uno de vikingos, una comedia o un thriller, un melodrama o una película de carreras automovilistas, un relato fantástico o una crónica semidocumental (como las películas policiacas realistas que producía Louis de Richemont en los años 40).
Mientras otro H.H. que también ha saltado con soltura de un género a otro, Howard Hawks, podía rechazar la historia de un suicida —14 Hours— porque «no creía en el suicidio», Hathaway aceptó realizar ese guion sin el menor reparo, sin duda porque no necesitaba tener fe en lo que contaba ni compartir las ideas de sus personajes, a los que suele tratar con un grado de imparcialidad que, en ocasiones, bordea la indiferencia y explica la relativa frialdad que puede reprochársele a sus narraciones.
Y, sin embargo, a pesar de ello —o quizá precisamente por eso, quién sabe—, sus películas, dentro de la irregularidad inevitable en una producción tan abundante y variada, suelen ser bastante interesantes. Su nivel medio, sin ser extraordinario, era, por lo general, elevado. Hay, desde luego, pocas obras maestras— si es que hay alguna en sentido estricto—, pero son tantas y tan poco pretenciosas, tan «normales», sus «buenas» películas que tienden a olvidarse. El caso es que, si uno pasa revista a su filmografía, invariablemente se sorprende al percatarse de cuántas hay realmente muy satisfactorias, y cuántas que son, por lo menos, entretenidas y divertidas, y lo escasos que son, en cambio, los fracasos totales.
Es raro, por ejemplo, que una película de Hathaway sea aburrida o ridícula; incluso las más pobretonas y apresuradas —y desde finales de los años 30 hasta 1969 todas eran de «serie A»— están realizadas con soltura y eficacia. Que habitualmente no sea excesivamente complejo o sutil, ni tienda a añadir una reflexión al mero relato de la acción, ni se recree en la belleza de las imágenes, no impide ni la existencia de estas últimas ni que, de vez en cuando, en el fondo bastante a menudo, nos sorprenda con una tonalidad insólita, una insospechada visión poética, una dosis superior a lo normal de melancolía, un vigor narrativo excepcional, una dramaturgia especialmente astuta, algunos planos con singulares hallazgos plásticos, una atmósfera cargada de tensión o exotismo, un tratamiento original y dramático del paisaje o el agudo análisis —a veces, no exento de ironía, muy a menudo con espíritu crítico— de un personaje, lo que demuestra que, cuando quería y le dejaban, no se limitaba a hacer su trabajo de ilustrador realizador de un guion ajeno con la rutinaria eficacia que suelen pedir los productores y con la que, de hecho, tienden a conformarse mientras recuperen el dinero invertido.
En el caso de Hathaway, pocas de sus películas han podido poner en peligro la continuidad de su carrera. Con muy contadas excepciones, no hizo «rarezas» —salvo, quizá, Peter Ibbetson y Legend of the Lost— y, sin que abunden los grandes «taquillazos», casi todo su cine parece haber disfrutado de cierta aceptación, por lo menos la suficiente para que se le considerase un profesional seguro, capaz de hacer todo tipo de películas y sin propensión a rebasar presupuestos ni plazos de rodaje.
Aunque todo lo antedicho pueda arrojar un saldo de conformismo, tampoco parece que fuese un mero funcionario al servicio de la productora de turno, que durante años fue la Fox y también, en múltiples ocasiones, la Paramount, donde gozaba de la confianza de Hal B. Wallis. No era, desde luego, lo que en América denominan un yes-man, es decir, un hombre que a todo dice que sí y que acepta cualquier encargo, imposición, límite o censura sin rechistar. Sus peleas con determinados actores y hasta con algún productor poco «profesional» han pasado a la leyenda, en particular su disputa con Dennis Hopper, al que desterró de los estudios durante años, para ser él mismo quien, unos siete u ocho después, le invitase a volver. No parecía demasiado tolerante, y por lo visto en su plató reinaba la disciplina. Apoyado en una salud de hierro, aguantó en activo hasta edad muy avanzada, si bien ya confinado a películas de bajo presupuesto, casi televisivas, y eso a pesar de que en 1969 tuvo uno de sus máximos éxitos (True Grit) y consiguió el Oscar para John Wayne.
A diferencia de algunos de sus compañeros de generación, empezó a dirigir ya en el sonoro, aunque reconocía haber aprendido mucho como ayudante de Sternberg y admiraba a Stroheim y Griffith. Pocas influencias más, salvo las muy difusas de Ford, Hawks y Walsh, pueden rastrearse en su cine, y de los dos primeros de este trio más bien a través de John Wayne, de quien era uno de los cuatro directores de máxima confianza, juntos con esos dos y Andrew V. McLaglen.
Suponiendo que tuviera ideas políticas, no las manifestó nunca, y es difícil deducirlas de su cine, que en general trata de otras cosas y no tiende a contradecir ni matizar la ideología implícita en los guiones, que solía ser, por norma, la comúnmente admitida en la época de realización o, según los géneros, en el tiempo en el que se desarrollase la acción. Sería aventurado, y hasta temerario, atribuirle afinidades conservadoras por trabajar con John Wayne, aunque lo cierto es que jamás coqueteó con forma alguna de disidencias ni siquiera cuando tal postura se puso de moda y fue adoptada cínicamente para dar gusto a sectores del público juvenil.
Lo que no significa, por otra parte, que Hathaway tuviese una visión idílica de la sociedad americana —dato que pertenece a su vida privada— ni que sus películas la trasmitiesen: de hecho, las hay cuyo efecto es precisamente el contrario, como The Bottom of the Bottle, Niagara, Kiss of Death o The Dark Corner. Pero es inútil, en el fondo, tratar de sacar conclusiones: de pocos cineastas de los que uno ha visto más de cuarenta películas es tan difícil como de Henry Hathaway saber algo acerca de él. Y no es que su cine carezca de carácter, es que el que tiene no es «el de Hathaway», sino el que a cada una de las películas corresponde.
En el fondo, es bien posible que esta sea al tiempo la causa del menosprecio crítico de Hathaway y de lo satisfactoria que resulta para el espectador una parte considerable de su filmografía, copiosa pero no desmesuradamente amplia como para ser desbordante, ni tan antigua, en general, para que no se conserve. De hecho, su cine se mantiene lo bastante fresco y vivo como para que siga circulando en la televisión, con lo que, tarde o temprano, llegaremos a conocer su filmografía íntegra casi sin necesidad de proponérnoslo.
Naturalmente, hasta una obra tan poco confidencial como la de Hathaway tiene sus zonas de sombra, lo mismo que algunas piezas han recibido siempre un trato de favor por parte de la crítica, no siempre merecidamente, y otras han sido más del agrado del público que de los supuestos árbitros del gusto. Su tendencia a la impersonalidad hace que a menudo sus películas más raras sean de las más interesantes. No creo que pueda sostenerse ni siquiera que tales o cuales artos fueron su mejor época —ni siquiera los 50—, ni que donde más a gusto trabajó fue en la Fox o la Paramount: de todo hay en cada casa, en cada década, y en ocasiones hasta dentro de cada año.
Suave y emotivo no es: nada se parece a Borzage o Cukor; tampoco es excesiva ni espectacularmente violento: Gordon Douglas o Robert Aldrich, Sam Fuller o Don Siegel, Joseph H. Lewis o Phil Karlson, incluso Arthur Penn, Sam Peckinpah o el sobrio Anthony Mann le batirán fácilmente en este terreno. Se podría definir como seco, pero cuando le falta una base dramática sólida tiende a resultar, más que seco, soso. Hay escenas de crueldad que bordean el sadismo en varias ocasiones, aunque no es posible acusar de él a Hathaway: las víctimas son siempre personajes de las películas, nunca sus espectadores.
Carente de la chispa de locura que, con mayor o menor frecuencia, brilla en Sternberg, King Vidor, DeMille o Fuller; sin el humor de Hawks o Walsh, sin la emoción concentrada de Ford, Chaplin o Griffith, sin la escueta precisión de Keaton y Boetticher ni el lirismo de Nicholas Ray, Sirk o Minnelli. Hathaway pertenece a un grupo de artesanos más o menos ilustres, por lo general hoy olvidados, y que parecen merecer más atención de la que últimamente se les presta: pienso en Lewis Milestone, Irving Reis, H.C. Potter, Roy Rowland, Jerry Hopper, William Witney, Edgar G. Ulmer, Rowland V, Lee, Dorothy Arzner, Edmund Goulding, Roy Del Ruth, Byron Haskin, Jean Negulesco, Robert Stevenson, Delmer Daves, Malcolm St. Clair, Albert Lewin, Robert D. Webb, Irving Lerner, James Edward Grant, John V. Farrow, Robert Montgomery, y probablemente unos cuantos más que todavía no han despertado la curiosidad que les corresponde, aunque hay que reconocer que la mayoría de ellos son menos «corrientes», más anómalos o exóticos que Hathaway, y tienen peculiaridades estilísticas más intrigantes.
A Hathaway le ha perjudicado mucho entre algunos cinéfilos no ser tuerto, por ejemplo, y tener un aspecto tan normal de americano grandullón. Carece del atractivo que da el misterio, una biografía sinuosa, algún rasgo de malditismo: pero nada, absolutamente nada en Hathaway resulta llamativo o se sale de lo normal. Su vida, por lo que él mismo contaba en las raras entrevistas que concedió —o que le pidieron: recuerdo tres, la primera en Film Ideal—, tampoco tuvo nada de particularmente dramático, o al menos se lo guardó en lugar de explotarlo. Fuera del cine, no parece haber existido. Por lo menos, no dejó huellas. A lo mejor fue un agente secreto del F.B.I., pero nadie se enteró.
Quizá por su aspecto, más de mecánico de automóviles, de entrenador de baseball o de montañero que de artista o intelectual, la gente tiende a no pensar que pudiera ser inteligente, y se le ha atribuido cierta tosquedad que no es corolario inevitable de su manifiesto desprecio del refinamiento propio (que no ajeno: admiraba muchísimo a Stroheim y Sternberg, y a los directores de fotografía que cabría denominar «grandes iluminadores», como William Daniels, Lee Garmes, Milton Krasner, James Wong Howe, aunque él se sintiera más a gusto con los sobrios Joe MacDonald, William H. Clothier o Lucien Ballard), y que parte de su obra desmiente tajantemente, lo mismo que sus parcas declaraciones, llenas de esa cosa tan infrecuente que es el «sentido común»; recuerdo, por ejemplo, sus inteligentes palabras acerca de la «química entre los actores», o sus agudas observaciones acerca de la violencia, la presentación de los personajes, etc.
No era nada psicologista, en una época en la que el Método del Actor’s Studio y las ideas de Freud estaban muy de moda en Hollywood, y quizá por eso se le haya reducido a un mero «director de cine de acción». Casi nunca firmó un guion, y parece que ni siquiera los retocaba en exceso, por lo que nadie, que yo sepa, se ha atrevido a pretender imponerle como «autor», pese a que en los años 60 pocos se libraron —ni siquiera Gordon Douglas o Negulesco— de semejantes tentativas: a fin de cuenta, hasta el más rutinario e impersonal tiende a repetir ciertas figuras de estilo, sobre todo si son meras fórmulas y carece de imaginación, y en América lo difícil es escapar de un género si se funciona bien en su seno un par de veces. Por mucho que lo hayan intentado —por ejemplo, ofreciéndole Shoot Out dos años después del éxito de True Grit—, no lograron nunca encasillarle, y él se las arregló para no repetirse.
Es cierto que Hathaway no es un «autor cinematográfico», pero ¿qué importa? Ni siquiera es un gran director, pero sí lo bastante bueno como para habernos dado diez o doce excelentes películas y quizá otras veinte que oscilan entre interesantes y buenas. Algunas son flojas o mediocres, pero son las menos, y casi nunca son enteramente despreciables, ni aburridas. Con un poco de benevolencia, hasta sus peores trabajos son tolerables y vagamente distraídos. Lo que no es poco, y eso que entonces era bastante normal que los incompetentes no hiciesen cine. Hoy sus equivalentes llaman la atención y ganan el Oscar: véase Jonathan Demme, por ejemplo.
Como ha hecho muchas películas, casi siempre de serie «A», ha trabajado con los mejores equipos técnicos y los más famosos actores de la época dorada de Hollywood. Aunque no siempre, a menudo contaba con buenos guiones, basados en historias interesantes. Supongo que, entre las muchas que cualquier espectador puede haber visto, cada cual tendrá sus preferencias, que no tienen por qué coincidir con las mías. Sin ningún orden, creo que son espléndidas o muy buenas —para no perdérselas, desde luego— Shoot Out (Círculo de fuego, 1971), From Hell to Texas (Del infierno a Texas, 1958), True Grit (Valor de ley, 1969), The Bottom of the Bottle (Barreras de orgullo, 1956), Rawhide (El correo del infierno, 1951), The Dark Corner (Envuelto en la sombra, 1945), Prince Valiant (El príncipe Valiente, 1953), Down to the Sea in Ships (El demonio del mar, 1948), Nevada Smith (Nevada Smith, 1965), The Sons of Katie Elder (Los cuatro hijos de Katie Elder, 1965), The Last Safari (El último safari, 1967), Call Northside 777 (Yo creo en ti, 1948), Souls at Sea (Almas en el mar, 1937), The Desert Fox (Rommel, el zorro del desierto, 1951), Garden of Evil (El jardín del diablo, 1954), Niagara (Niágara, 1952), North to Alaska (Alaska, tierra de oro, 1960), The Black Rose (La rosa negra, 1950), 23 Paces to Baker Street (A 23 pasos de Baker Street, 1956), su parte —la mayor— de How The West Was Won (La conquista del Oeste, 1962), Sundown (Cuando muere el día, 1941), Home in Indiana (1944), The House on 92nd Street (La casa de la calle 92, 1945), Legend of the Lost (Arenas de muerte, 1957), The Shepherd of the Hills (1941), Spawn of the North (Lobos del norte, 1938), que yo recuerde ahora de memoria, sin consultar una filmografía.
Cuento, y me sorprende descubrir que antes de hacer esta relación, no exhaustiva, le estaba subvalorando: a ver cuántos cineastas europeos han hecho 26 películas como estas 26. Y, aparte de las que haya olvidado, y de las que no conozco —todavía bastantes—, no he incluido varias de las más famosas, porque no acaban de convencerme, como las interesantes Peter Ibbetson (Sueño de amor eterno, 1935), The Lives of a Bengal Lancer (Tres lanceros bengalíes, 1935), The Real Glory (La jungla en armas, 1939), que no me parecen superiores a The Trail of the Lonesome Pine (1936), Diplomatic Courier (Correo diplomático, 1952), Ten Gentlemen from West Point (Diez héroes de West Point, 1942), White Witch Doctor (La hechicera blanca, 1953) o Circus World (El fabuloso mundo del circo, 1964). Aunque algunas las he aguantado varias veces, encuentro decepcionantes Kiss of Death (El beso de la muerte, 1947), The Racers (Hombres temerarios, 1954), su episodio —The Clarion Call— de O. Henry’s Full House (Cuatro páginas de la vida, 1952), 5 Card Stud (El póker de la muerte, 1968), Now and Forever (Ahora y siempre, 1934) y, sobre todo, la paupérrima Raid on Rommel (Comando en el desierto, 1971), una especie de telefilm titulado Hangup o Superdude (1974) y la prometedora Go West Young Man (1936).
Como puede apreciarse, tanto entre lo mejor como en lo interesante o en lo mediocre hay de todo, de todos los géneros, de todas las épocas, de todos los formatos, en color o en blanco y negro. Pero lo cierto es que si mañana dan un Hathaway que no conozco por la televisión, no me lo perderé; y de haberlo visto, es muy probable que, si estoy en casa, lo vea entero, hasta si se trata de uno de los que no me gustan: salvo las dos últimas que hizo, que dan pena, las demás tienen algo: una escena, un actor o una actriz, la fotografía, parte de la historia, un diálogo ingenioso, alguna escena… Y sobre todo, que no veo cómo se le pueden hacer ascos a un cineasta del que uno ha visto 26 muy notables películas y 8 interesantes, frente a 8 flojas, de las cuales únicamente tres son realmente malas. Por lo menos, eso es oficio y —una virtud olvidada— versatilidad.
En "Archivos de la Filmoteca" nº12, abril/junio 1992
No hay comentarios:
Publicar un comentario