jueves, 28 de diciembre de 2023

Ride the Pink Horse (Robert Montgomery, 1947)

De un admirable clasicismo, evitando el error conceptual que dio fama pero limitó el alcance de la casi excelente La dama del lago (Lady in the Lake, 1946), esta segunda incursión como director (si no se cuentan unos planos que rodó en They Were Expendable, 1945, de John Ford) del sobrio actor Robert Montgomery debiera bastar para asegurarle —con más justicia que la primera— un puesto en la historia del cine, y más concretamente en la del género negro, en el que insistía de nuevo con verdadera dedicación.

Pasar de Raymond Chandler a la muy poco prolífica pero siempre sumamente interesante Dorothy B. Hughes —también punto de partida de In A Lonely Place (1950) de Nicholas Ray— es prueba del buen gusto literario de Montgomery y sugiere que lo que verdaderamente le interesaba como director era contar historias, y no lucirse: si en Lady in the Lake se ocupó en exceso del cómo —cosa no del todo excepcional en un neófito—, en Ride The Pink Horse (segunda) se deja de experimentos (ocasionalmente apasionantes) y va al grano, como demuestra el ejemplar plano-secuencia de arranque (en la estación de autobuses), uno de esos planos iniciales que tienen la virtud de atrapar al espectador para no soltarle. Aunque sea, por supuesto, infinitamente menos espectacular y complejo que el que prende la mecha de Sed de mal (Touch of Evil, 1958) de Orson Welles, es un comienzo que no permite poner en duda su talento cinematográfico.


Aunque en Ride The Pink Horse Montgomery sí sale (en Lady in the Lake apenas se le ve, dado el punto de vista subjetivo adoptado sistemáticamente por la cámara), y es de nuevo el protagonista, no hay en el actor asomo de narcisismo, extremo que corrobora la importancia y la atención prestada a numerosos personajes y actores secundarios; si casi cayó en el egocentrismo como director en Lady in the Lake, en Ride The Pink Horse Montgomery opta por un estilo tan aparentemente impersonal y sometido al ambiente, los escenarios (el tiovivo al que pertenece el caballo rosa del título original, la taberna Las Tres Violetas, la plaza de San Pablo) y al clima caluroso como el adoptado por Michelangelo Antonioni en su muy personal film negro El reportero (Professione: Reporter 1975), que tiene con Ride The Pink Horse algunas curiosas semejanzas.

Cada plano, cada gesto, cada encuadre, cada movimiento, cada imagen, cada frase, cada escenario de Persecución en la noche y muchos de sus ingredientes temáticos, éticos y narrativos son típicos, característicos del cine negro; es una película que casi serviría como muestra elocuente, de ejemplo concreto para tratar de definir este resbaladizo y muy ambiguo género. Si viéramos cualquiera de sus fotogramas reproducido en un libro, seríamos sin duda incapaces de identificar al director, pero reconoceríamos de inmediato el género.

Y, sin embargo, es un film negro sumamente anómalo, inusual, incluso francamente raro, como lo son, cada cual a su manera, los de Jacques Tourneur y Allan Dwan, y quizá por los mismos motivos: el carácter de sus personajes y la mirada del director, muy distantes tanto de la ortodoxia como de la rutina.


Admito que no es fácil imaginar un film negro hecho por John Ford; pero, por las pistas que pueden dar The Whole Town's Talking, The Informer y Gideon's Day en medio urbano y The Fugitive, The Grapes of Wrath y Tobacco Road en sus respectivos ambientes rurales, sospecho que no habría de quedar muy lejos de Ride The Pink Horse, que es —o mejor, que sorprendentemente resulta ser— un thriller épico, lírico, generoso y compasivo. Como los de Dwan, y más todavía como los westerns de este veteranísimo director, el más célebre de Edgar G. Ulmer (The Naked Dawn, 1954) y el único que dirigió el guionista James Edward Grant (con Yakima Canutt), Angel and the Badman (1946), pero bastante más optimista; por una vez, del agobio y la desesperación nocturna salimos al menos con una esperanza de luminosidad y paz. Cosa infrecuente —por no decir excepcional— en un género que, cuando no coquetea con el cinismo, y a pesar de cierta propensión a la rebeldía y la protesta, casi siempre bordea la desesperanza.

Y es que, a pesar de la imprescindible presencia de malvados (entre los que destaca un inusitado Fred Clark), lo cierto es que al final del trayecto predomina el recuerdo de buenas personas —como Pancho (Thomas Gomez)— y, más iconoclasta todavía para un género tan misógino de mujeres mucho más providenciales que fatales, sobre todo la muy generosa y leal Pila (la inolvidable Wanda Hendrix), hasta tal punto que la conclusión —a pesar de tratarse de una despedida, como en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) de Ford o en Raíces profundas (Shane, 1952) de George Stevens— casi podría calificarse de feliz.

En “Nickel Odeon”, nº 20, otoño-2000

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