Tras los éxitos consecutivos de Viridiana y El ángel Exterminador —que le devuelven definitivamente un prestigio sólo alcanzado al comienzo de su carrera—, y el regreso a Francia para rodar Diario de una camarera, casi toda la producción de Buñuel es francesa, con alguna escapada española. Aumentan los presupuestos, el renombre y la calidad teórica de los actores, mejora el “acabado” de sus películas, más suaves y “elegantes”. Su apellido aparece normalmente en los créditos sin tilde; de ahí que a veces se distinga entre “Bunuel” y Buñuel, como queriendo insinuar cierta afrancesada domesticación de sus impulsos más hispánicos, que encontraron en México el terreno propicio que nunca le brindó España.
Son quizá, sobre todo Belle de Jour, sus mayores éxitos comerciales, pero su cine parece más “asimilable”, menos capaz de provocar escándalo, y pierde repercusión: se aceptan o rechazan sus obras finales como ocurrencias seniles, como excentricidades ya conocidas e incluso repetitivas, dando a entender él mismo que ya no tiene nada que decir y presentando cada película como la última, aunque sólo a partir de 1977 —tras diez años de anunciarlo— cumpliese su promesa.
Aunque es indudable que algunas de esas películas —ocho si contamos desde Le Journal d’une femme de chambre, seis si empezamos por Belle de Jour— son, a primera vista, menos atractivas y virulentas que buena parte de las anteriores, por lo menos dos de ellas —Tristana y Ese oscuro objeto del deseo— se cuentan entre sus obras maestras máximas, y me he ido convenciendo de que todas han sido insuficientemente valoradas y analizadas, por lo que merecen la más atenta revisión.
En primer lugar, se trata del periodo más libre de toda su carrera, en el que se le permitió hacer su antojo, incluso si parecía incomprensible a sus productores y entrañaba cierto riesgo comercial. Parece como si ya nadie se atreviese a llevarle la contraria, y Buñuel se “hiciese el loco”, además del sordo, para salirse con la suya, cuando le ponían alguna pega, lo que probablemente no sucediera a menudo, ya que la mayoría de sus productores eran amigos y pensaban que algunas infracciones a la norma serían admitidas gracias a la etiqueta “Luis Buñuel”.
Casi todas esas películas, como quien no quiere la cosa, son audaces experimentos narrativos, comparables —sin que apenas nadie se maliciase de ello— a los que llevaban a cabo, de forma más ruidosa, y cada cual a su manera, los entonces aún “jóvenes” o “nuevos” cineastas Godard, Straub, Skolimowski, Garrel, Eustache, Delvaux, Guerra, Rocha, Makavejev, Rivette, Resnais y otros cuyos nombres apenas dirán hoy nada a las nuevas generaciones de espectadores, y, curiosamente, también un trío de ancianos rebeldes, Dreyer en Gertrud, el recientemente fallecido Robert Bresson y el aún vivo y coleando Manoel de Oliveira, cada vez más activo y atrevido.
No era nuevo que Buñuel jugase con el tiempo, pero en esta fase final se convierte en algo casi obsesivo, en un empeño que acomete desde los ángulos más diversos. Son también sus obras más oníricas, o más abiertamente fantásticas, o mejor, las que plantean y plasman en la pantalla una concepción más amplia y compleja de la realidad, que abarca, de acuerdo con los postulados del surrealismo, en el mismo plano, sin establecer fronteras claras ni gradaciones, tanto el mundo externo y perceptible como el interno e invisible, lo mismo lo sucedido que lo “meramente” (sin aceptar que tenga una importancia o una realidad inferior) soñado o imaginado.
Son películas tan sorprendentes que pueden suscitar cierto desconcierto, desorientación, lo mismo que las conductas inexplicables (o socialmente inadmisibles) de sus personajes, presentados sin embargo como normales y con la mayor naturalidad del mundo, y que resultan regocijantes, cuando no hilarantes, más que inquietantes.
En este periodo de prolongada despedida, el siempre fundamental humorismo de Buñuel aumenta su presencia, en la misma medida en que lo hace un escepticismo desencantado, muy acusado al final, incluso una cierta misantropía (más que misoginia, como se dice a veces, con mirada un poco tuerta). Sobre todo a partir de 1967 y Belle de Jour, y ya sin interrupción durante los diez años finales de actividad, asistimos a un profundo rejuvenecimiento subterráneo del estilo de Buñuel. El ritmo se hace vertiginoso y al mismo tiempo sinuoso en sus minuciosamente medidas modulaciones; las imágenes cobran un poder de síntesis que las hace fulgurantes y memorables, por su fuerza y trasparencia plástica, así como por su capacidad de sugerencia y resonancia, pero también, simultáneamente, elusivas y hasta evasivas, por la opacidad de su sentido, nunca explícito ni exento de elementos contradictorios; los chistes y los refranes se multiplican en los diálogos (y hasta en las formas narrativas), en la misma medida que las paradojas y las traiciones o los “lapsus” de los personajes, o las sutiles distorsiones de las expresiones convencionales.
La caracterización de los personajes, siempre precisa, llega a la penetración absoluta de la instantánea (piénsese en el Don Lope de Tristana, encarnado por Fernando Rey, y totalmente definido, en toda su compleja ambigüedad, en 20 segundos), y la estructura narrativa se hace cada vez más elíptica, con bruscos saltos o cortes a partir de los cuales se encadenan perfectamente bloques de tres o cuatro secuencias engarzadas con la lógica de un silogismo y con el apoyo de rimas visuales nunca subrayadas. No creo que se haya hecho todavía, pero llegará el día en que estas películas se estudien en las escuelas de cine dentro de los programas de todas las asignaturas o especialidades, como modelos de audacia y economía en la puesta en escena, en el montaje y en la construcción de guiones, más allá de los enigmas y problemas que proponen, explícitamente Belle de Jour, La Vía Láctea, El discreto encanto de la burguesía, y sobre todo las libérrimas El fantasma de la libertad y Ese oscuro objeto del deseo, y más solapadamente —pero también de forma todavía más intrigante— detalles tan sutiles como la “marea retrospectiva” que, a la muerte de Don Lope, cierra fascinantemente Tristana.
En "El Cultural", 13/02/2000
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