El cineasta galo recrea la Revolución Francesa en La inglesa y el duque
Si la filmografía de Éric Rohmer —nombre artístico de Maurice Schérer— tiene un defecto, este residía hasta ahora en la homogeneidad quizá excesiva de su estilo y el muy elevado pero casi constante nivel de calidad alcanzado una y otra vez, con muy raros y muy relativos altibajos: no es grande la distancia que separa su mejor película de la menos buena. Se diría que apenas hay en su obra lugar para la sorpresa, pues alcanza cuanto se propone, tal vez al coste de aspirar a unos objetivos modestos. Consciente de sus límites y sus afinidades, nunca dispuesto a contrariar sus gustos ni sus principios, Rohmer escribe y realiza sus películas de tal modo que suelen ser impecables, perfectas en su género, aunque puede que no excesivamente estimulantes.
Da igual que en ocasiones la larga maduración de sus guiones se vea reemplazada por impulsos, que los ensayos alguna vez hayan cedido el paso a una relativa improvisación, que su ligero equipo de rodaje no desdeñe de tarde en tarde la cámara de 16 mm. Incluso el excepcional abandono del presente y del entorno local —parisino o provinciano, laboral o de vacaciones— no supone una variación sustancial de su estilo, pese a coincidir siempre con adaptaciones de obras literarias preexistentes —en lugar de historias originales, a menudo concebidas en series de películas que son variaciones sobre un mismo tema—, y ahí están para probarlo tanto Perceval le Gallois como La Marquesa de O.
Relativa improvisación
Algunos —los menos entusiastas— le han reprochado una cierta monotonía, de la que sólo se libra —y no absolutamente siempre— el que es capaz de apreciar las sutiles variantes que introduce en tramas leves y muy parecidas. Podría criticarse a Rohmer, paradójicamente, por la excesiva perfección de su trabajo, por su nada forzada fidelidad a sí mismo. No nos habla en primera persona, ni nos cuenta su vida, ni siquiera en clave, pero es indudablemente un autor, y da sin falta —y sin subrayado alguno— su punto de vista; sus películas son inconfundibles, pese a la sobriedad y aparente transparencia de su estilo cinematográfico, y al elaboradísimo “aire de espontaneidad” que tienen casi sin excepción sus intérpretes, sean principiantes o veteranos, maduros o jovencísimos.
Abrir una ventana
Se ha definido su manera de encuadrar y filmar como “abrir una ventana”; a lo sumo, como mirar a través de su cristal, sin que éste se note. Mueve la cámara con tal funcionalidad, siempre al servicio de los actores y de su visibilidad para el espectador, que parece como si permaneciese quieta. Su tendencia al orden y a la claridad explica que parezcan sencillas e incluso fáciles de hacer películas sumamente complejas, de cimientos y armazón tan sólidos como invisibles, y que, a pesar de sus abundantes diálogos, nada tengan de literarias, menos aún de teatrales.
Cualquiera que conozca, además de sus económicos largometrajes —que no parecen “pobres”, pero nada derrochan y cuyo coste es siempre muy inferior a los ingresos que le procura multitud de públicos minoritarios en todo el mundo—, sus cortos y sus trabajos televisivos, y más aún, sus escritos, tanto sobre cine (más allá de su labor crítica en “Cahiers du Cinéma” y otras publicaciones, el pionero estudio sobre Hitchcock que firmó con Claude Chabrol, el libro La organización del espacio en el “Fausto” de Murnau) como sobre música (De Mozart en Beethoven), habrá echado en falta en el cine realizado por Rohmer entre 1959 (Le Signe du Lion) y su penúltimo film, Cuento de otoño (1998), algunas facetas de su compleja y rica personalidad que revelan sus actividades no estrictamente de carácter cinematográfico.
Hoy, sin embargo, ya no sucede tal cosa: su película más reciente, L’Anglaise et le Duc (La inglesa y el duque, 2001) colma esa laguna e ilumina —como toda obra atípica— retrospectivamente las anteriores, al mostrarnos, por fin, las otras caras de Rohmer: sin por ello dejar de ser extremadamente característica de Rohmer, e indudablemente muy personal, es muy diferente de todas las precedentes, y no tanto —como se ha dicho— por los medios técnicos empleados —para él, ciertamente, novedosos, pero medios al cabo, y no un fin en sí mismos—, sino por su carácter extremadamente dramático y tenso, tan elaborado formalmente como los de Murnau y Griffith, tan cargado de “suspense” como Under Capricorn (Atormentada, 1949), uno de sus Hitchcock favoritos, también de época e igualmente centrado en una mujer, incluso rítmicamente tan modulado y coherente como la música de Mozart y Beethoven.
Si hasta la fecha nada muy grave sucedía en el cine de Rohmer, singularmente alejado de la acción física y, sobre todo, de la violencia, y sus personajes raramente estaban en peligro ni arriesgaban más que una decepción, un desengaño, un disgusto, una desilusión o una equivocación, pues todo sucedía entre ellos y, más todavía, en su propia cabeza, a veces en su imaginación de ajedrecistas y fabuladores, y lo más que se arriesgaban a perder es una “partida” o el afecto de una persona, por cobardía o cortedad, por timidez o exceso de confianza (o de desconfianza), por “pasarse de listos” o por ser demasiado calculadores, impulsivos o reservados, por su afición a presuponer en los demás las mismas tendencias maquinadoras de las que suelen hacer gala, por lo que se le podría acusar de caer en la comedia sin siquiera proponérselo, en La inglesa y el duque la situación, tan elípticamente narrada como de costumbre, y con idéntica precisión, nitidez y aparente “naturalidad” que en otras ocasiones, la situación no puede ser más dramática, pues se sitúa en el periodo de la Revolución Francesa que se conoce, muy justificadamente, como el Terror.
Tintas tenebrosas
Una época que el cine (americano sobre todo) ha pintado ya desde la época muda con las tenebrosas tintas que le corresponden; otra cosa es que tal imagen del proceso fundacional de la República francesa sea casi inédita, por políticamente “incorrecta” y contraria a la hagiográfica visión que la mayor parte de los historiadores galos han querido imponer, y que ha dado pie a que el festival de Cannes rechazara la participación del filme, acogido por Venecia, y a que algunos hayan aprovechado la ocasión para tildar a Rohmer de antirrevolucionario, reaccionario y hasta aristocrático en su descripción de las bandas de exaltados que, en nombre del Pueblo y la Nación, registraban, saqueaban y ejecutaban a cuantos les parecía oportuno, con la simple excusa de que eran nobles o no los denunciaban.
En "El Cultural", 12/09/2001
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