Parece mentira, pero se cumple ya nada menos que un cuarto de siglo de la prematura, repentina y brutal desaparición del poeta, novelista, ensayista, guionista, dramaturgo, ocasional actor y tardío director de cine Pier Paolo Pasolini, asesinado en una playa en circunstancias nunca satisfactorias o plenamente esclarecidas, aparentemente relacionadas con su homosexualidad pero que, según algunos de sus amigos, sirvieron más bien como una cortina de humo destinada a convertir su muerte en “castigo ejemplar” de sus “viciosas actividades nocturnas” y ocultar así lo que en realidad era un crimen de turbio trasfondo político.
Mucho me temo que, como en los casos célebres de John F. Kennedy y Marilyn Monroe, siempre habrá quien dude de las explicaciones oficiales, sospechosamente poco verosímiles y escasamente convincentes incluso como ficción, a menudo menos plausibles que las indemostrables hipótesis conspiratorias divulgadas por los más escépticos.
A los que asistimos “en directo” a su fulgurante carrera de obstáculos como director cinematográfico y a su inesperada muerte puede parecernos que fue ayer, pero lo lógico es suponer que para la mayor parte de los jóvenes que hoy se interesen por el cine, Pasolini no sea ya un hombre, sino apenas un nombre, una ficha, una figura histórica ya borrosa, de reputación confusa y ambigua, si no contradictoria, y que las nuevas generaciones le tengan por un cineasta “antiguo”, de la vieja escuela “del cine de autor”.
Cuando a nosotros nos parecía entonces un “moderno” y, si pensamos —como es mi caso— que poco ha progresado el cine desde entonces, como no sea hacia atrás como el cangrejo, todavía lo sigamos considerando como uno de los que más lejos han llevado las fronteras de lo que fue en tiempos el séptimo arte y hoy es apenas el séptimo negocio del sector audiovisual. Es probable que quienes han encontrado su nombre ya seguido de dos fechas (nacimiento y muerte) en las historias y los diccionarios de cine, antes de verlo en los títulos de crédito de una película, incluso si han conseguido después ver parte de su filmografía, y es de temer que no en una pantalla de gran tamaño (como merece), no acierten a imaginarse lo revulsivo, provocador y polémico que resultó en vida.
Hoy nadie se escandalizaría —supongo que desde ninguna orilla— de que, pese a declararse comunista —aunque fuese siempre un comunista poco ortodoxo y no muy disciplinado y sumiso a las consignas—, se le ocurriese filmar El Evangelio según San Mateo, ni tampoco porque su Cristo (un actor no profesional llamado Enrique Irazoqui) fuese más bien malencarado, cetrino y muy poco amable; esto supone un progreso, ciertamente; lo malo es que, en contrapartida, a nadie parece importarle demasiado casi nada, ni para bien ni para mal. Por eso, una actitud de búsqueda constante y de inconformismo permanente como la que Pasolini hizo suya como artista, como hombre público y como ciudadano resultaría hoy, en el mejor de los casos, una excentricidad, si no se tomaba por afán interesado y egocéntrico de llamar la atención o por una pose “poco profesional”, en lugar de considerarse como algo natural para la mayoría y más bien encomiable para algunos. Y temo que en estos tiempos Pasolini, en vez de tener discípulos y seguidores, entre los que destacaba Bertolucci y una buena porción de lo que en los 60 era el “nuevo cine” italiano, indignaba a los intolerantes de todo pelaje, que por lo general atacaban más al hombre o lo que creían que representaba que los resultados concretos de su trabajo como creador, que preferían en ocasiones ignorar, pero lo cierto es que a nadie le dejaba —ni le deja— indiferente.
Hoy, en cambio, no creo que hubiese encontrado fácilmente un productor que se atreviese a financiar casi ninguna de sus películas, ni siquiera las que resultaron más rentables o prestigiosas, ni las más normales ni las más culturalmente “respetables” y premiadas, entre otras cosas porque el cine ha sido desterrado de las páginas culturales de los periódicos a las de espectáculos, y luego se ha visto confinado al exilio insular de los suplementos semanales, que han convertido el cine como un “ghetto especializado”, minoritario y aislado de la vida social de todos los días y de los debates ideológicos y la actividad política.
Sospecho que en el año 2000 Porcile, Teorema o Edipo re se hubieran proyectado con más pena que gloria en cines pequeños y semivacíos, si es que se hubiesen llegado a estrenar comercialmente, y no habían pasado directamente a los horarios de madrugada o a los canales “temáticos” de las televisiones de pago: no son películas para comer palomitas. Aunque a lo mejor seguían tragando impertérritos, puede que su película más audaz, la última, Salò, hubiera tenido la virtud de quitarle el apetito a esta generación de cinéfilos glotones que padecemos los que nos hemos acostumbrado a ver cine no sólo a oscuras sino además en silencio y sin hacer ninguna otra cosa.
Tras un comienzo que se supuso “realista” a su manera, cuando Pasolini —aplicando la idea de Borges según la cual cada artista escoge sus precursores— trataba de fijar sus raíces en el ejemplo de la ya casi olvidada escuela “neorrealista” de la inmediata postguerra, buscando intuitivamente una filiación vagamente “rosselliniana” (la sobria Accattone, la melodramática Mamma Roma, con la significativa presencia de Anna Magnani), el antiguo guionista de —entre otros— el muy infravalorado Mauro Bolognini, una vez convertido en cineasta casi “amateur” no tardó en zambullirse con entusiasmo y escaso método en el estruendoso debate teórico y semiológico que animó el mundillo cinematográfico europeo en los meses o años que precedieron el fugaz estallido revolucionario de Mayo de 1968. Su aportación más duradera en este terreno fue la distinción entre un “cine de prosa” (que sería el cine narrativo clásico, fundamentado en la invisibilidad estilística y la aparente objetividad del relato en tercera persona) y un “cine de poesía”, que comprendería una parte de las películas realizadas durante el periodo mudo y otra parte, la más subjetiva, autobiográfica, innovadora, discontinua y estilísticamente llamativa, del cine moderno.
Pasolini optó decididamente, como era de esperar, dados sus antecedentes y su condición de “outsider”, por este último tipo de cine a finales de los años 60, sobre todo a partir de Edipo re, lo que le llevó a una progresiva estilización, aunque —típico personaje escindido— siempre vacilase u oscilase entre la atracción que sentía —sobre todo intelectualmente— por lo “popular” y su gusto sensual por la “alta cultura” antigua o moderna.
Aunque quizá fuese, en última instancia, aún mejor poeta —para los más perezosos, basta escuchar los fragmentos de La religione del mio tempo que resuenan al comienzo de Prima della rivoluzione de Bernardo Bertolucci— que director de cine, quiero creer que sus muy notables y originales películas no serán definitivamente olvidadas, y que incluso las que fueron menos apreciadas en su tiempo llegarán algún día a ser valoradas como creo que merecen, si consiguen dejar de ser víctimas propiciatorias de inexplicables prejuicios genéricos o cuantitativos: me refiero, por un lado, a las más breves o “ligeras” (siempre con el gran Totò y su actor-fetiche juvenil Ninetto Davoli, a veces con los muy vulgares Ciccio e Ingrassia, casi siempre con la breve omnipresencia de Franco Citti), es decir, sus episodios en varias películas colectivas muy poco interesantes, sobre todo La Terra vista dalla Luna y Cosa sono le nuvole?, y el fabuloso y amargamente divertido largometraje Uccellacci e uccellini, por otro, a documentales y encuestas muy personales como la magnífica Comizi d’amore, y a diarios de viaje o de localizaciones para futuras o hipotéticas películas, o , por último, a la obra larga más terrible y austera de toda su carrera, la desolada y sumamente pesimista Salò, una obra de reputación escandalosa y casi tratada como si tuviese intenciones de naturaleza más o menos pornográfica, cuando es, en realidad, una toma de posición cinematográficamente muy valerosa y sumamente moral, que es preciso ser capaz de soportar del mismo modo que Pasolini tuvo el arrojo de concebirla y, sobre todo, de realizarla sin un momento de debilidad o flaqueza, sin un desmayo, sin un instante de cobardía, sin una concesión ni a la galería ni a la comercialidad.
Esta película postrera, lúcidamente desesperada y de una angustia contagiosa, casi suicida en todos sus planteamientos, ajena por completo a la complacencia o al “sadismo” para con los espectadores que contamina o hace dudosas tantas denuncias del fascismo o la tortura, marca uno de los límites extremos a los que ha osado llegar el cine.
Muchos cineastas consideraban que uno de sus deberes consistía en explorar nuevos territorios y tratar de atravesar las fronteras artificiales que los reglamentos o las normas anónimas y no escritas del “buen gusto” se esforzaban por imponer o, más bien, debiera ser, como sin éxito han repetido, cada uno a su modo, André Bazin, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette y Serge Daney, una actividad moral que requiere grandes dosis de responsabilidad, rigor, honradez y exigencia.
Quizá de haberse recordado y tomado en cuenta el ejemplo de Pier Paolo Pasolini, más como modelo de audacia y responsabilidad que como referencia estética, el cine italiano de los últimos 25 años no sería el casi permanente desierto o desastre sin paliativos que es, y puede, además, que el cine en general no se hubiese convertido en un arte sin aspiraciones ni ambición, en constante repliegue, a la defensiva y excesivamente predispuesto a recurrir a los trucos más bajos e innobles con tal de llamar un poco la atención y tratar de atraer a un público cada vez más indiferente a salas que reducen su tamaño para tratar de que no se note que están a punto de cerrar por falta de clientes y de la consiguiente recaudación en taquilla.
Esas u otras preferencias personales, por supuesto, no han de tomarse como una invitación velada a menospreciar las otras películas de Pasolini ni como una coartada para prescindir de su conocimiento, pues encuentro que los logros superan con creces a los fracasos (Teorema, Porcile, la penúltima Trilogía de la Vida), y que estos últimos son honrosos y casi tan respetables como los aciertos mayores, en la medida en que suponían siempre un cierto grado de riesgo y eran totalmente sinceros y personales, sin renunciar ni una sola vez a su afán de rodar cada plano como si fuese el primero de ese tipo que se hacía desde el nacimiento del cine, y como si pudiera ser el último que componía y encuadraba en vida el siempre agónico P.P.P.
En "El Cultural", 01/11/2000
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