Hace cien años nació William Wyler en Mulhouse, en la fronteriza y disputada Alsacia (entonces Alemania, en otras épocas Francia, como hoy). Aunque llegó a ser conocido en todo el mundo como director, parece haber llegado al cine por casualidad: hijo de un comerciante suizo, Wyler cursó estudios mercantiles en Lausanne, y luego de violín en el Conservatorio de París. El rumbo de su vida cambió en 1919, cuando Carl Laemmle, el jefe de la Universal, que era un primo lejano, le ofreció un empleo. Primero en Nueva York y luego en Hollywood, recorrió todos los oficios cinematográficos y en 1923 ascendió a ayudante de Wallace Worsley; antes de cumplir 23 se convirtió en director y en dos años rodó unos 40 westerns de dos rollos. Ya en los años 30, empezó a adquirir cierto prestigio, hasta convertirse, a mediados y finales de la década, en uno de los cineastas más respetados y premiados tanto por la industria como por la crítica americana. Como a Capra y Ford, y luego a George Stevens y Fred Zinnemann, esta previa fama “casera” le perjudicó en Europa. La nueva crítica surgida en Francia en los 50 eligió otros ídolos, para lo que no dudó en tratar de derribar a los adorados en Hollywood. Hoy puede resultar asombroso tanto eso como que, justo antes, Roger Leenhardt lanzara como grito de guerra un “Abajo Ford, viva Wyler” cuyo sentido nunca he comprendido, o que André Bazin elaborase buena parte de sus teorías sobre el cine moderno a partir de seis pilares básicos: Renoir, Rossellini, De Sica, Welles, Bresson y… Wyler, que a mi parecer inspiró varios de los artículos más magistrales del gran crítico y siguen siendo lo mejor que se ha escrito sobre Wyler.
A falta de ver su cine mudo, en gran parte perdido, hay que confesar que en este caso —como en algunos más— sus detractores se pasaron, lo mismo que quienes durante algún tiempo nos fiamos de sus valoraciones. La visión de su obra demuestra que ni su afán de “perfección” —era célebre por repetir hasta 70 veces un plano, si no quedaba satisfecho— equivalía a frialdad ni su precisión meticulosa a la hora de encuadrar y componer era garantía de pesadez, lo mismo que sus frecuentes “óscares” no le convertían automáticamente en un academicista ni el éxito de público de varias películas probaba que hiciera concesiones a la taquilla.
Más bien lo contrario. No faltándole talento ni ambición, el poder que llegó a adquirir era una garantía de independencia y libertad que a menudo aprovechó para acometer obras audaces y de comercialidad a priori dudosa, entre ellas esa ejemplar obra maestra que es todavía, con tanta vigencia como en 1946, Los mejores años de nuestra vida, tres horas a las que no les sobra un minuto, quizá la mejor que hizo, seguida de cerca, a mi parecer, por otra veraz y realista película cívica, la olvidada pero emocionante y admirable La señora Miniver, rodada en plena guerra, más “británica” que la mayor parte del cine inglés y siempre menos famosa que varias otras de sus películas mayores, entre las que habría que citar Jezabel, El forastero, La carta, La loba, el documental bélico Memphis Belle, La heredera, Vacaciones en Roma y El coleccionista, todas sobresalientes, sin por ello desdeñar The Good Fairy, Desengaño, Cumbres borrascosas, Brigada 21, la imperfecta pero interesante Carrie, La gran prueba, Horizontes de grandeza e incluso Funny Girl.
Algunas de las premiadas y famosas, como Ben Hur —en cuya excelente versión muda intervino—, son premiosas, algo mecánicas y hasta dispersas, y han dado pie a los ataques de sus detractores, que generalizaron abusivamente rasgos negativos o poco atractivos de una parte (minoritaria) de su filmografía, muy variada y de nivel medio considerable. Mucho me temo que William Wyler, después de haber sido uno de los pocos directores que controlaban el montaje final de sus películas, y habiéndose gozado del reconocimiento y la admiración de sus colegas más destacados, muriese en 1981 con la doble amargura de llevar más de diez años en retiro forzoso y de sentirse menospreciado por quienes —críticos, directores, estudiantes— probablemente ignoraban su aportación decisiva al desarrollo de la profundidad de campo y del plano-secuencia en América (que se le trató de arrebatar, pese a que no sólo aplicó ese método de explorar y organizar el espacio en las ocasiones en que el fotógrafo fue Gregg Toland, el de Orson Welles en Citizen Kane, el de Ford en Las uvas de la ira) o su habilidad para crear personajes de dimensiones míticas y convertir en estrellas a actrices como Margaret Sullavan, Bette Davis, Eleanor Parker o Audrey Hepburn, que descubrió o guio hacia la madurez interpretativa.
En "El Cultural", 03/07/2002
No hay comentarios:
Publicar un comentario