viernes, 15 de diciembre de 2023

Reflexiones sobre el cine de piratas, contrabandistas y aventureros

En un mundo como el nuestro, de instintos encadenados, los “Hermanos de la Costa”  adquieren un aspecto “surrealista”, y si sus proezas resultan, a veces, indignantes, nunca dejan de ser portentosas.

El último párrafo de la “Advertencia” con que J. y F. Gall dan principio a su excelente estudio sobre El filibusterismo (1) nos sugiere una de las razones que pueden justificar la atracción indudable que, en estos tiempos —a cualquier altura de la vida, sea cual fuere el rumbo de nuestra existencia—, ejercen los piratas, bucaneros, filibusteros, tahúres, contrabandistas, impostores, vagabundos, conspiradores y demás aventureros más o menos anarquistas y tradicionalmente catalogados como villanos. Es muy probable que esta fascinación —que, partiendo de los justicieros proscritos como Robin Hood, El Zorro, Judex o Dick Turpin, descendía luego a lo largo de todo un escalafón de outlaws más o menos prestigiosos y legendarios, a menudo enmascarados, con frecuencia perseguidos o vilipendiados por aquellos mismos que ilegalmente defendían, hasta recaer incluso sobre algunos negreros, asesinos a sueldo, ratas de hotel, gángsters, “quinquis” o simples y oscuros rateros— tenga sus raíces en nuestras primeras lecturas infantiles y también en el hechizo que irradia todo lo misterioso, insólito, exótico, improbable o maravilloso por inalcanzable o irrepetible. No es raro encontrar niños con auténtica y profunda vocación de pirata, explorador, ballenero, buscador de tesoros o bandolero, y no resulta, pues, anormal que alguna huella de estas ensoñaciones quede indeleblemente grabada en su subconsciente, sobre todo cuando la vida cotidiana se hace rutinaria, ingrata, previsible, laboriosa e irremediablemente urbana.

Los Trópicos, los Mares del Sur, el Caribe, la península del Yucatán, la isla de la Tortuga, Maracaibo, Port-Royal, Porto Príncipe, el Cabo Hatteras, el de Hornos, el de Buena Esperanza, Casablanca, Orán, Basora, Bagdad, La Meca, Timbuktú, Madagascar, el Golfo de Bengala, Singapur, Java, Macao, Shanghai, Tahití, Alaska, San Juan de Capistrano, Veracruz, las Islas Encantadas, Hong Kong, el desierto de Gobi, el de Kalahari, el Sahara, Montenegro, Samoa, Haití, el Río Grande, el Amazonas, el Matto Grosso, el Volga, el Ganges, el Himalaya, etc., etc., constituyen el mapa imaginario de un universo mítico en el que reina la Aventura, un viejo y descolorido atlas que pudimos surcar a bordo de cien libros y películas, empujados —como el Buque Fantasma, como el Holandés Errante— por los vientos caprichosos que eternamente soplan en los Siete Mares de la Ficción. Buques zozobrados hace tiempo, que ahora flotan anclados al recuerdo, pero siempre dispuestos a desplegar de nuevo sus velas desgarradas y a enarbolar la negra enseña de los corsarios: el “Jolly Roger”, las tibias cruzadas y la calavera. Patas de palo, garfios de abordaje, parches negros en el ojo tuerto, buitres y gaviotas, oscuras ensenadas, sangre y fuego…

Todos leímos de pequeños La isla del tesoro, 20.000 leguas de viaje submarino, Robinsón Crusoe, Los viajes de Gulliver, El lobo de mar, Alicia en el País de las Maravillas, Moby Dick, El Corsario Negro, Peter Pan, Las mil y una noches, Beau Geste, Rob Roy, La máquina del tiempo, Aventuras de A. Gordon Pym, El mundo perdido, El último de los mohicanos, Tarzán de los monos, Kim de la India, Huckleberry Finn, Los tres mosqueteros, El capitán Fracasa, Las aventuras de Arsenio Lupin, Rocambole, La Pimpinela Escarlata, Scaramouche, Cyrano de Bergerac, Dos años al pie del mástil, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, La flecha negra, El señor de Ballantry, Ivanhoe, Quentin Durward, El hombre invisible, La guerra de los mundos, Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en 80 días, Viaje al centro de la tierra, Los robinsones de los Mares del Sur, El libro de la jungla, La perla del Río Rojo, Los tigres de la Malasia, Yolanda, la hija del corsario, Honorata van Guld, Las aventuras de Tom Sawyer, Un yanqui en la corte del rey Arturo, y tantas otras novelas que nos hicieron conocer a Sherlock Holmes, el Dr. Watson y Moriarty, al padre Brown y Flambeau, a Lagardere y su hijo, a Ulises, a Elena de Troya, a Alí Babá y los cuarenta ladrones, al capitán Hornblower, a Guillermo Brown, a Gengis Khan y Marco Polo, personajes más o menos míticos a los que pronto se unirían —procedentes del cine, de los “tebeos”, de la radio, de nuevos libros— Drake y Barbanegra, Drácula, Billy el Niño, Wyatt Earp, Jesse James, Búfalo Bill, el Dr. Frankenstein, el capitán Ahab, Sitting Bull, Gerónimo, Cochise, Caballo Loco, el general Custer, Svengali, Houdini, Don Quijote y Sancho, el comisario Maigret, Hércules Poirot, Juan Sin Tierra y Ricardo Corazón de León, Saladino, Atila, Jack el destripador, La Celestina, Don Juan Tenorio, el Lazarillo, el Buscón, el capitán Chimista, Pizarro, Nerón, Shanti Andía, Superman, Calígula, Cleopatra, Marco Antonio, Julio César, la pequeña Lulú, Diego Valor, Flash Gordon, Rip Kirby, Roberto Alcázar y Pedrín, Batman, Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta, el capitán Trueno, Dillinger, Lord Jim, Fausto, Al Capone, Maquiavelo, Tirano Banderas, Jay Gatsby, Johnny Guitar, Shane, Espartaco, Fantomas, Lucky Luciano, Temple Drake, Sartoris, Monroe Starr, Sam Spade, Fu Manchú, Charlie Chan, Jonathan Wild, Philip Marlowe, Lew Archer, Abraham Lincoln, Catherine Barkley, Waldo Lydecker, Laura Manion, Norman Bates, Michel Poiccard, Pierrot le fou, Pike Bishop, el mayor Dundee, Nosferatu, King-Kong, Ethan Edwards, Gertrud, Lola-Lola, Antoine Doinel, Charles Foster Kane, el Barón de Arizona, Colorado Jim, la emperatriz Yang Kwai Fei o el Dr. Mabuse. Durante el largo trecho que separa la niñez de la adolescencia nos fue posible así el suplantar las “vidas imaginarias” o sublimadas de los más variopintos y exóticos personajes, y habitamos con ellos las más remotas épocas, parajes y latitudes. Llegamos, incluso, a conocer como la palma de la mano, guiados por la brújula de la fantasía, regiones oníricas o fabulosas como Yoknapatawpha County, Tombstone, Dodge City, Eldorado, Marienbad, Macondo, el Chicago de los años 30, el París de los americanos o el Mar de los Sargazos.

Ahora bien, remontándonos de nuevo a las fuentes que a la vez suscitaron y colmaron nuestra sed de ficciones y aventuras, resulta curioso observar que muy pocas personas sienten el deseo, una vez concluida esta etapa vital, de volver a leer aquellas novelas de viajes por el tiempo y el espacio, de héroes y rufianes, de traición y venganza, que tanto nos hicieron disfrutar. Se comete así una grave ingratitud y un tremendo error, pues no sólo se tiende a menospreciar aquello que tanto valoramos un día, sino que se priva uno del placer que estas novelas pueden proporcionar a cualquier edad. Es más, con frecuencia no sólo hemos olvidado aquellas románticas historias de “misterio, emoción e intriga” —consigna admirable y digna de André Bretón—, sino que, en realidad, nuestra falta de conocimientos y experiencia —cuando no traicioneras adaptaciones para niños— nos impidió muchas veces apreciar y comprender debidamente las peripecias y destinos que escritores curiosos —Maurice Leblanc, Salgari, Sabatini, Wren, Dana, E.R. Burroughs, Ponson du Terrail—, notables —Walter Scott, Swift, Barrie, Fenimore Cooper, Gautier—, excelentes —Verne, Defoe, Wells, Chesterton, Conan Doyle, Kipling, London— o geniales —Robert Louis Stevenson, Herman Melville, Mark Twain, Poe, Lewis Carroll— nos propusieron, tal vez con demasiado ingenio, sin duda con excesiva modestia. Novelas que en los últimos años han dejado de existir, como género, como forma de narrar, como espíritu; por eso, las raras excepciones —las de Gonzalo Suárez y Javier Marías, La ira de los justos de Raoul Walsh, La burla negra de José María Castroviejo, alguna de las de Ignacio Aldecoa— no han despertado otro eco que el de la desaprobación o el silencio, lo que sitúa a estos autores en la honrosa compañía de Víctor Hugo, Dumas, Ross Macdonald, James M. Cain, Raymond Chandler, Bret Harte, Joseph Conrad, Dashiell Hammett, J. Sheridan Le Fanu y tantos otros escritores de talento. Hace años que aconsejo a todo el mundo —y en especial a los cinéfilos— que relean, a ser posible en su versión original, La isla del tesoro, sin duda una de las más grandes creaciones de la lengua inglesa y una influencia capital en otros novelistas —Marcel Schwob, Jorge Luis Borges, Richard Hughes, John Meade Falkner— y en numerosas películas —como Moonfleet de Lang, The Night of the Hunter de Laughton, Viento en las velas de Mackendrick, Valor de ley y Círculo de fuego de Hathaway, por no abrumar con una nueva lista—; o Adventures of A. Gordon Pym, que influyó a Verne, a William Hope Hodgson (The Boats of the Glen Carrig), a Stevenson y a casi todos los escritores de ciencia-ficción, desde Wells hasta Bioy Casares, Bradbury o Cortázar.

Con las películas que tienen su origen —o alguna afinidad de espíritu y de estilo— en estas novelas, la injusticia es mayor, y más difícil de reparar, ya que los libros se conservan o se suelen poder encontrar y releer, y en cambio es muy difícil volver a ver Todos los hermanos eran valientes, El hidalgo de los mares, El pirata Barbanegra, Robinsón Crusoe (el de Buñuel, por supuesto), El secreto del pirata, Los piratas de Capri, El capitán Panamá, Garras de codicia, Rumbo a Java, La casa grande de Jamaica, El hijo de la furia, El temible burlón, El cisne negro, El prisionero de Zenda, La máscara de hierro, Piratas del mar Caribe, Los bucaneros, La casa de los siete halcones, Fuego verde, Tambores lejanos, Fuego escondido, El ladrón de Bagdad, El halcón y la flecha, La mansión de Sangaree, La odisea del capitán Steve, La mujer pirata, Cita en Honduras, Las cuatro plumas, Huida hacia el sol, Ave del Paraíso, El tesoro del Cóndor de Oro, El capitán Blood, Tanganica, Mara Maru, Safari, Zarak, El bandido de Zhobe, La nave de los condenados, El zorro de los océanos, Los vikingos, Los piratas del Mississippi, El signo del renegado, Harry Black y el tigre, Cuando ruge la marabunta, John Silver el Largo, Los tres mosqueteros, Scaramouche, Arenas de muerte, El capitán King, Viaje al centro de la Tierra, El malvado Zaroff, El mundo en sus manos, Los gavilanes del Estrecho, Tres lanceros bengalíes, La jungla en armas, Calcuta, La carga de la brigada ligera, El crepúsculo de los dioses, Rebelión a bordo, El signo del Zorro, Jívaro, La venganza del bergantín, Norte salvaje, Las minas del rey Salomón, Mogambo, El caballero del Mississippi, Astucias de mujer, Revuelta en Haití, San Francisco Story, La legión del desierto, El espadachín, La isla de los corsarios, La reina de Cobra, Orgullo de raza, La sirena de las aguas verdes, La fuga de Tarzán, Martín el gaucho, Gentleman Jim, Maracaibo, El amo del mundo, a merced de la iniciativa —improbable, ya que no tendrían demasiado éxito ni serían consideradas de suficiente “mérito artístico"— de reponerlas de un distribuidor o del azar de los lotes y las programaciones de televisión. De hecho, los únicos films recientes que tienen algo que ver con el género aventurero —todas aquellas películas de aventuras que no constituyen un género en sí, como el western: jungla, piratas, bandoleros exóticos, candidatos posibles a la Historia Universal de la Infamia de Borges, o a las Vidas imaginarias de Schwob— han sido notables fracasos comerciales y críticos: Viento en las velas, El aventurero, Aoom, Al Diablo, con amor, La loba y la paloma, El último safari, Arma de dos filos, Judex. Circunstancia que no tiene nada de nuevo —la obra maestra del género y de su autor, el Moonfleet de Fritz Lang, sigue sin estrenar en España y va a cumplir los veinte años—, pero sí de grave, en unos tiempos como los que corren, en los que lo que más falta le haría al grueso del cine son precisamente dos de las virtudes descollantes del cine aventurero: la pasión y la fantasía. Es decir, la audacia rigurosa que requiere narrar con claridad y brío las más descabelladas, sorprendentes y portentosas tabulaciones que cabe imaginar (ya que este género, o agregado de subgéneros heteróclitos más bien, es mucho menos "realista” y tiene mucho menos “fundamento histórico” que, por ejemplo, el western o el cine negro).

Pero ya es tiempo, una vez evocado el mundo que sugieren y recrean en vivos y llamativos colores y en tenebrosos y retorcidos relatos este tipo de cine y sus antecedentes literarios, de aclarar que el propósito que guía estas páginas no es el de reavivar nostálgicos recuerdos infantiles o adolescentes, sino intentar reivindicar un espíritu de creación artesanal cinematográfica que encarna muy explícitamente —descaradamente, incluso— una serie de valores y actitudes que, personalmente, echo en falta en la gran mayoría de las películas actuales, sobre todo en las procedentes del país que en más alto grado llegó a poseerlas y dominarlas —Estados Unidos, claro está—, y que pienso que no convendría olvidar ni perder ni, mucho menos, rechazar y despreciar. Creo que los admiradores de Nicholas Musuraca, Robert Planck y Edward Cronjager; los que hayan visto Amazonas negras de Don Weis; los que sientan cierta debilidad por Jane Greer, Jean Peters, Debra Paget, Gene Tierney, Linda Darnell, Rhonda Fleming o Eleanor Parker; los que sólo por el título lamenten no haber visto nunca South of Pago Pago de Alfred E. Green; los que quisieran conocer mejor la obra de directores como Edward Ludwig, William A. Witney, Edgar G. Ulmer, Jacques Tourneur, Allan Dwan, Henry King, John English, Lewis R. Foster e incluso Joseph Inman Kane; los que consideren más apasionante una novela como Los tres impostores de Arthur Machen que cualquier debate estructuralista sobre la diegesis fílmica, comprenderán ya, sin duda, a qué me refiero y qué elementos son los que considero especialmente admirables en el cine de piratas, contrabandistas, prófugos de la justicia y genios del mal más o menos megalómanos.

SOBRE EL ARTE DE NARRAR

Los relatos de los marinos tienen una inmediata simplicidad; todo su significado cabría dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era típico (si se exceptúa su propensión a tejer narraciones), y para él el sentido de un episodio no estaba en el interior, como una almendra, sino fuera, envolviendo el relato que lo hacía resaltar sólo como un arrebol destaca la neblina, a semejanza de uno de esos halos vaporosos que la iluminación espectral del rayo de luna hace visibles.

Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas.

La primera razón que puede explicar la escasa consideración que, a lo sumo, reciben estas películas, típicamente “menores”, radica precisamente en su argumento, que suele considerarse pueril, ingenuo e inverosímil, desvinculado de la “realidad contemporánea” o de los “problemas trascendentales”. En efecto, uno de los rasgos característicos de estas películas es, precisamente, su modestia, su falta de pretensiones, su rechazo de la pedantería. No se proponen testificar sobre el estado del mundo moderno, ni sobre las condiciones de vida de los limpiabotas italianos; su objetivo es mucho más modesto: procuran distraer, entretener, divertir, emocionar, intrigar y sorprender al espectador; en el fondo, disparar y liberar su fantasía, proyectarla a través del tiempo y del espacio, e incluso de las apariencias y la lógica; proponer nuevos mitos y revitalizar los ya existentes —tarea tan importante como la de desmitificar ciertas cosas, que no todas ni por principio—; y da lo mismo que estos artífices estén impulsados por el mero afán de hacer bien su trabajo o que se dejen llevar por el puro placer de narrar, o de dar forma a un relato, o de insuflar vida a unos personajes pintorescos, arquetípicos o excepcionales. El caso es que resulta mucho más difícil tejer una trama cuya coherencia no puede contrastarse con la realidad inmediata ni con los hechos históricos —es decir, una trama como la de Moonfleet de Lang, la de El hijo de la furia de John Cromwell, o la de El cisne negro de Henry King— que la de Umberto D, Ladrón de bicicletas o El caso Mattei. Que es mucho más compleja la dramaturgia de Scaramouche que la de Hiroshima mon amour, que la estructura rítmica de Los gavilanes del Estrecho es mucho más musical que la de Senso, que El temible burlón es mucho más inventiva que Las margaritas, y que el grado de elaboración plástica y sonora de cualquier película de Jacques Tourneur supera con mucho el de Fellini o Antonioni.

Además, como observó precisamente Joseph Conrad, el sentido de las mejores películas de este género no se encuentra en la peripecia dramática que relatan, sino que se puede percibir en filigrana, en la periferia de la acción, y así resulta que entre las películas que mejor han analizado el complejo mundo de la infancia —sin detenerse, además, en concepciones idealistas de la “inocencia” o la “pureza” de los niños— se cuentan varias adscribibles a este género, concretamente Moonfleet, The Night of the Hunter y las obras maestras de Alexander Mackendrick, Viento en las velas y Sammy, huida hacia el Sur, que no son películas “sobre la infancia” ni sobre “la visión del niño”, pero que —a veces adoptando su punto de vista, como en el film de Lang— consiguen comunicarnos muy penetrantemente dicha visión del mundo, casi siempre a través de las aventuras o los viajes en que el niño se ve embarcado, o a través de sus relaciones con un hombre maduro que —como el John Silver de La isla del tesoro— representa al mismo tiempo el “ogro” y al padre ausente o fallecido, logrando así una ambivalencia que impide cualquier acercamiento convencional y sensiblero, como suele ocurrir con los verdaderos padres (el de Ladrón de bicicletas, por ejemplo) o con personajes menos ambiguos moralmente, más “inmaculados” o “angelicales” (como el Alan Ladd de Raíces profundas). Por eso, los personajes interpretados, respectivamente, por Stewart Granger, Robert Mitchum, Anthony Quinn y Edward G. Robinson —contrabandistas, falsos predicadores asesinos, piratas— confieren a las películas mencionadas una riqueza moral y una amplitud de perspectiva que en otros géneros, más codificados desde un punto de vista ético —a pesar de los recientes logros en este sentido que suponen Valor de ley y Círculo de fuego, de Hathaway , dentro del “western"—, serían inconcebibles o resultarían muy artificiales. Porque hay que destacar que este género ha sido el único —junto a las diversas variantes del policiaco— en que la figura dominante y más atractiva ha sido casi siempre un antihéroe.

Por otra parte, la misma "irrealidad” del género ha hecho posible que la narrativa de estas películas pueda prescindir de las inútiles escenas “explicativas” que entorpecen la marcha de casi todas las películas “realistas”; ha permitido llevar hasta sus últimas consecuencias las arbitrarias o inverosímiles premisas iniciales; ha consentido el empleo de todo tipo de metáforas sin que ello suponga una solución de continuidad; ha facilitado la violación de las convenciones morales —el castigo que debe recibir el criminal, por ejemplo—, comerciales —el obligatorio “happy end”, negado enérgicamente por Moonfleet, Viento en las velas, The Night of the Hunter— y dramáticas que han oprimido al cine de serie durante los años 30, 40 y 50.

INVESTIGACIÓN FORMAL

Aunque sólo ocasionalmente hayan contribuido a este género directores de verdadera magnitud —Fritz Lang, Jacques Tourneur, Douglas Sirk, Raoul Walsh, Rouben Mamoulian, Ernest B. Schoedsack— y hayan sido, por lo general, películas de bajo presupuesto realizadas a toda velocidad por eficientes artesanos de la R.K.O., la Warner, la Fox, la Universal o la Republic —Curtiz, Ludwig, Witney, Maté, Pevney, Marton, etc.—, es frecuente que encontremos dentro de este tipo de cine obras formalmente muy cuidadas, con un uso matizado y pictórico del color, con iluminación de raíz expresionista, que prestan gran atención al decorado y al vestuario, que saben servirse expresivamente tanto de los escenarios naturales —el mar, la vegetación exuberante de los trópicos, los promontorios rocosos— como de las maquetas y las transparencias. Es un cine que tiende a las dimensiones “bigger than life” (2), que aspira a lograr un aliento épico, que permite improvisar a merced de los elementos meteorológicos (3), y no es por ello extraño que, los grandes estilistas —incluso Minnelli ha incidido en el género, a partir del musical, con El pirata, 1947—se hayan sentido atraídos por este tipo de películas, ni que los pequeños artífices cultos de la serie B hayan recogido estas aportaciones de los maestros y las hayan convertido en ingredientes fijos del género. Incluso algunos directores que, en ocasiones, pecan de solemnidad y de vulgaridad plástica —como Henry King o John Cromwell— se han sentido especialmente inspirados por películas que, como El hijo de la furia o El cisne negro, no les obligaban a respetar las biografías ejemplares ni las meticulosas reconstrucciones de época que acostumbraban a dirigir en las producciones “de prestigio”, y que les permitían, en cambio, cuidar al máximo los aspectos formales y narrativos que otras veces se veían forzados a sacrificar. Estos guiones “intrascendentes” se convertían en un pretexto para experimentar con la iluminación y el color, en simples “temas” a partir de los cuales podían improvisar una serie de variaciones plásticas. Su rechazo del naturalismo y de la verosimilitud psicológica les permitía una mayor soltura en la dirección de actores, una narración más fluida y directa, unas transiciones y un montaje que permitían acelerar el ritmo de la acción, etc. Incluso un hecho aparentemente insignificante como el que estas películas estuviesen destinadas a un público principalmente infantil tuvo su influencia en el acusado formalismo del género “bucanero”, ya que potenció —por razones de censura, o de “buen gusto"— el recurso a la elipsis sugerente y contribuyó a la deslumbrante plasticidad de sus imágenes, al inventivo empleo de los objetos, los decorados y el color, y a la pérdida de importancia del diálogo como vehículo del sentido del film. Son, por ello, películas enormemente sensoriales, con una dependencia expresiva de las imágenes casi total, lo que explica que reenlazasen con las complejas estructuras rítmicas y visuales de los últimos años del cine mudo.

Sin embargo, este énfasis en los aspectos "puramente” estéticos del cine de aventuras no debe hacer pensar que se trataba de meras fantasías abstractas y huecas. Por el contrario, como suele ocurrir en el interior de los géneros tradicionales y de las producciones de presupuesto limitado, estas películas se caracterizan por su absoluta funcionalidad, es decir, por la perfecta adecuación entre los recursos escasos disponibles y los objetivos fijados. Y no olvidemos que estos fines pueden resumirse en los siguientes principios básicos: llamar la atención —visualmente, sobre todo— y despertar la curiosidad —dramática y narrativamente— desde el comienzo de la película, explicitando inmediatamente las “reglas del juego” (es decir, las del género) para que nadie se pueda llamar a engaño ni adopte una actitud hipercrítica, incrédula o escéptica frente al espectáculo que va a presenciar, y, finalmente, narrar con la máxima claridad y de la forma más atractiva e interesante una historia llena de acción, de misterio, de sorpresas, de inesperados giros dramáticos, de pasión, de exotismo y de color, interpretada por actores más o menos populares y, a ser posible, que den por su sólo aspecto físico las características más relevantes del personaje — Alan Ladd, Errol Flynn, Gregory Peck, Douglas Fairbanks, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Stewart Granger, Gary Cooper, Clark Gable, Tyrone Power, James Mason, Basil Rathbone, Jack Elam, Lee Marvin, John Carradine, Walter Brennan, Louis Jourdan, Anthony Quinn, Richard Widmark, Robert Mitchum, Charles Laughton, Gene Tierney, Arlene Dahl, Yvonne de Carlo, Virginia Mayo, John Wayne, Joel McCrea, Rhonda Fleming, Janet Leigh, Debra Paget, Royal Dano, Eleanor Parker, John Payne, Ray Milland, Deborah Kerr, Jane Greer, Jean Peters, Cornell Wilde, Jane Russell, Eva Bartok, Rita Gam, Katy Jurado, Ava Gardner, Dana Andrews, Glenn Ford, Terry Moore, Robert Ryan, William Holden, Robert Taylor, Rock Hudson, Cyd Charisse, Tony Curtis, Arthur Kennedy, Ann Blyth, Alan Hale, etc.—. Por lo que el esplendor polícromo de Amazonas negras, Scaramouche, El pirata Barbanegra, Moonfleet, El Cisne Negro o Rumbo a Java —o el contraste de luces y sombras de sus predecesores en blanco y negro— no es sino el estilo plástico más adecuado a los relatos románticos o postrománticos que sirven de base a la mayor parte de estas películas.

EL SECRETO DE LAS IMÁGENES

El cine es el más poderoso vehículo de la poesía, el medio más real de dar forma a lo irreal.

Jean Epstein

Durante los años 20, un grupo de directores y teóricos franceses, conocidos como “la primera vanguardia” —Louis Delluc, Jean Epstein, Abel Gance, Germaine Dulac, Marcel L'Herbier—, localizaron el tan famoso y buscado —pero nunca encontrado— “específico cinematográfico” en el concepto de fotogenia, concepto que nunca quedó muy claro y que, años después, pasó a designar un atributo que debían poseer los rostros de las actrices. Finalmente, la palabra cayó en desuso. Sin embargo, creo que debería ser readmitida en el vocabulario crítico para designar una virtud que puede tener la imagen cinematográfica y que está a punto de olvidarse, lo que significaría para el cine la pérdida de uno de sus recursos expresivos más complejos y poderosos, de un recurso que, además, no pertenece a ningún otro arte narrativo y que ni siquiera las artes plásticas pueden alcanzar en tan alto grado.

Desde que —con Méliés, Porter, Feuillade y Griffith— el cine dejó de limitarse a reproducir fotográficamente el movimiento para empezar a narrar historias, el objetivo de la cámara perdió su neutralidad y su inocencia. El rodaje en estudios, el maquillaje de los actores, la introducción de los diferentes tipos de planos y de su montaje, etc., dieron lugar al empleo de lentes y filtros diversos, a la colocación de focos, a la selección cuidadosa de los encuadres y a todo tipo de trucajes ópticos. Desde el momento en que la luz dejó de considerarse como un dato inmutable y autónomo, y empezó a ser utilizada como un recurso más a disposición de los directores, nació el arte de la fotografía cinematográfica. Más aún que los precursores mencionados, los cineastas alemanes que suelen calificarse como “expresionistas” y los franceses conocidos como “impresionistas” reivindicaron el cine como un arte y consideraron no sólo lícita, sino imprescindible, la intervención —a veces deformadora— del director en la “realidad” que se iba a filmar y el proceso de estilización de dicha “realidad” necesario para hacer una película. Se aprendió intuitivamente, por experiencia práctica, el efecto psicológico de los diferentes grados de luminosidad de las imágenes, el poder de sugestión de las sombras, las intenciones o el misterio que la luz y su distribución atribuyen a los rostros, etc. Durante los últimos años del cine mudo y la primera década del sonoro, al influjo germánico presente en directores como Stroheim o Sternberg se sumó el impacto de las sucesivas llegadas a Hollywood de una serie de importantes realizadores europeos: Sjöström, Stiller, Lubitsch, Murnau, Curtiz, Ulmer, Dieterle, Lang, etc., seguidos más tarde por Preminger, Sirk , Wilder, Tourneur, Ophüls, Renoir, Siodmak, Hitchcock, Brahm, De Toth, Laughton, etc., y numerosos directores de fotografía — Freund, Maté, Vorkapich, Perinal, Planck, Planer, Ruttenberg, Kaufman, Shuftan, etc.—, que contribuyeron a crear un estilo visual que unía la expresividad visual del cine mudo alemán con la objetividad técnica característica del cine clásico americano. Este estilo se desarrolló, especialmente, en cuatro géneros: el terrorífico y el “negro” (sobre todo en blanco y negro), por un lado, y el melodrama y el de aventuras (sobre todo en color), por otro. El tipo de organización visual de cada plano que fue madurando durante los años 30 y 40 empezó a hacerse esporádico con la llegada del cinemascope y la generalización del color y, a partir de los años 60, el empleo abusivo del “zoom” y del teleobjetivo, la influencia de Lelouch —virados, flous— y del montaje a lo Lester, la producción de película virgen ultrasensible y la práctica desaparición del cine en blanco y negro son hechos que, unidos a los crecientes costes de producción y a la sustitución de los viejos directores y fotógrafos por técnicos formados en la televisión, han provocado la paulatina y casi total decadencia de la cinematography o fotografía de cine como el arte de servirse de la luz. Actualmente, el 99 por ciento de las películas están correcta y uniformemente fotografiadas en color, y los directores de fotografía no son más que técnicos eficientes que, generalmente sin que el director se entere de lo que hace ni le dé instrucciones concretas al respecto, calculan la apertura de diafragma y el objetivo preciso para conseguir un mínimo de calidad, claridad y fidelidad cromática, sin que la iluminación y el color sirvan para expresar sutilmente parte del sentido de cada escena.

Pues bien, estos géneros “menores” —el melodrama y el “aventurero"— han sido el último reducto de la experimentación visual dentro del cine americano, hasta que, finalmente, han acabado por desaparecer como géneros, dentro del proceso de desintegración industrial y artística que viene padeciendo el cine desde 1960. Hoy las muestras de auténtica visualización y estilización, las películas con fotogenia, constituyen auténticas excepciones, más frecuentes en Europa —las primeras películas de Godard, Franju, Resnais, El espíritu de la colmena de Erice— que en América. Gracias a esta dinámica interna —no sólo plástica, puesto que también contribuían a ella la dirección de actores, el uso del decorado y, sobre todo, la planificación—, los cineastas americanos del auténtico talento fueron capaces de convertir en obras personales y relevantes las historias más absurdas y más opuestas o ajenas a su visión del mundo. Por eso un "encargo” como Moonfleet puede ser considerado la obra maestra de un director tan genial y de tan larga carrera como Fritz Lang; por eso La mujer pirata y El halcón y la flecha no son divertidas e infantiles peripecias sin sentido, sino exponentes admirables del estilo y de las preocupaciones de Jacques Tourneur; por eso El signo del Zorro supera a otras obras, más ambiciosas y explícitas, de Rouben Mamoulian; por eso cualquier serie B de la Republic, dirigida por artesanos tan poco distinguidos como L.R. Foster o Witney supera en elaboración y expresividad visual a las grandes producciones de lujo de la Metro; por eso no debe extrañarnos encontrar entre el equipo técnico de Amazonas negras de Weis a Gene Aleen, uno de los colaboradores básicos de George Cukor, ni que numerosas películas de este género hayan recibido el Oscar a la mejor fotografía o hayan estado a punto de conseguirlo. No cabe duda de que una ensenada al anochecer, una tormenta en alta mar, una isla deshabitada en medio del Pacífico, un oasis o un desierto o la intrincada vegetación tropical de una jungla “de estudio”, o una guarida de contrabandistas, un burdel, un bar portuario o un velero constituyen “motivos” visuales llenos de sugerencias y de atractivo, pero hay que tener en cuenta que no basta con mostrar semejantes escenarios para lograr una película de piratas o de legionarios del desierto digna de tal nombre, sino que es preciso organizar esas imágenes, esos “iconos”, y estructurarlos dramáticamente en una narración; tarea que, como demuestran las torpes tentativas de algunos funcionarios del cine italiano perpetradas en los años 60 y 70, no está al alcance de cualquiera.

NECESIDADES DEL MITO

La desmitificación a ultranza trae un riesgo: el vacío, lo inerte. Era aquel hombre que decía que una mujer era pelo, brazos, cara, aparato respiratorio, circulatorio y digestivo, órgano sexual y piernas. Evidentemente había desmitificado. Su definición era analíticamente correcta. ¿Es suficiente lo correcto? La disección exige la muerte. ¿Debe ser el cine (y por consecuencia la crítica de cine) un taller de taxidermia? ¿Se debe suprimir el verbo para que haya calificativo? Es indudablemente posible una crítica de la vida sin disecarla, sin prescindir de los elementos motores.

Manolo Marinero (4).

Los mitos no preexisten al hombre, no se encuentran en la naturaleza. Un mito es una creación —o una creencia— de los hombres y es, por tanto, una aportación al mundo, a la vida y a la historia. Pero no cualquier idea, personaje, relato o hipótesis sobre lo desconocido es un mito. No basta con que se le ocurra a alguien, ni con que alcance un cierto grado de difusión. Es preciso que llegue a ser conocido y aceptado por la mayoría, que corresponda a un estado de opinión o a una época, que forme parte —de algún modo— del inconsciente colectivo de una sociedad o de una civilización. Si se tiene consciencia de que un mito es un mito, y no una realidad, una verdad científica o un hecho histórico, el mito supone un enriquecimiento del mundo. En ese sentido, un mito no tiene nada de despreciable, y puede compararse a las grandes creaciones artísticas —que suelen convertirse en mitos: ¿no lo son Romeo y Julieta, Otelo, Hamlet, Don Quijote, Don Juan Tenorio, Edipo, Fausto, Jekyll y Hyde o Moby Dick, hasta tal punto que se dan por sabidos incluso cuando se desconocen las obras que les dieron forma? —. Por eso, no parece necesario, ni oportuno, ni conveniente intentar —vanamente— destruirlos. Hay también mitos menores, narraciones amenas y distraídas, llenas de sabor y de sabiduría. Entre ellos pueden contarse muchas películas, cuyas imágenes tienen un mayor poder de persistencia que las palabras, y que tampoco vale la pena tratar de desmitificar.

(1) L'Essai Anarchiste des “Fréres de la Cote”. Fondo de Cultura Económica.

(2) Declaraciones de Richard Fleischer sobre Los vikingos, en Film Ideal n. 139.

(3) Comentarios de Raoul Walsh a Los gavilanes del Estrecho, en Cahiers du Cinéma n. 154.

(4) Las joyas del opar, en Film Ideal n. 193.

En "Dirigido por" nº19, enero 1975

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