Aunque a menudo hasta se omita en listados de screwball comedies, Holiday (Vivir para gozar, 1938), mi película favorita de George Cukor, es para mí el máximo exponente de este tipo de comedia. Trataré de justificar esta predilección, a sabiendas de lo difícil que es transmitir a los demás las causas —misteriosas a menudo para uno mismo— de que algo nos conmueva, emocione o divierta con una intensidad excepcional, en especial cuando todo eso ocurre a la vez, como sucede en Holiday, que es, simplemente, géneros aparte y muy por encima del aprecio que siento por su autor, una de las películas que más me gustan de toda la historia del cine.
Naturalmente, hay aspectos de la historia que cuenta, de las cuestiones que plantea su argumento, que me tocan personalmente. No entraré en lo que estos sentimientos —y la armonía en que me siento con el tono y el sentido profundo de la película— puedan tener de meramente subjetivos, porque creo que su tesis y su mensaje —pues tiene ambos, aunque tan hábilmente encarnados en personajes y conductas de actores que ni estorban ni interfieren, y que se comunican tan sutilmente que muchos espectadores pueden ser inconscientes de su presencia— son de interés general, y diría que, además, de considerable actualidad, a pesar de los casi sesenta años transcurridos desde que se rodó la película. Quiero decir que es una de esas películas, cada vez más infrecuentes, que, cuando se tenía más respeto al cine y éste tenía más influencia, nos han enseñado a vivir a algunas personas de mi generación. En este caso, hubiera podido hacerlo, de haber tenido ocasión de conocerla en los años cruciales, ya que ha estado durante mucho tiempo fuera de circulación y casi todos hemos tardado más de la cuenta en llegar a conocerla.
Su origen, como el de la muy próxima e igualmente admirable The Philadelphia Story (Historias de Filadelfia, 1940), del mismo Cukor y con varios de sus actores principales, es una pieza teatral de Philip Barry, que —por ser el punto de partida de estas dos (y algunas otras también notables) películas— sospecho pueda ser un dramaturgo interesante. El guion lo escribieron dos grandes guionistas de izquierdas —según el concepto norteamericano de esta distribución espacial de las ideas o tendencias políticas, que no equivale exactamente al europeo—, el siempre admirable Donald Ogden Stewart (sin duda, uno de los mejores) y el algo más irregular e intermitente (por causas ajenas a su voluntad) Sidney Buchman. Si el primero es uno de los maestros indiscutidos de la comedia, el segundo frecuentó menos este género, y quizá explique en parte la dosis considerable de angustia y melancolía que invade esta película, mucho más grave de lo habitual en el género, que es, por otra parte, dinámica, alegre y elegante como la que más.
Cabe suponer que estos tres escritores fueron los auténticos responsables de lo que la película cuenta y transmite con asombrosa intensidad, y que Cukor se limitara a dirigirla con su casi uniforme agilidad y maestría en la dirección de actores, si no fuese razonable dudar que sin su puesta en escena inteligente y sutil, profundamente armónica, la eficacia y la perennidad de la película se hubiesen visto gravemente reducidas.
Nunca basta con un buen guion, y menos todavía en este género. No trato, pues, de minimizar la importancia del trabajo de Cukor, que es capital, sino que, simplemente, no me atrevo a atribuirle unas intenciones que casi ninguna otra de sus obras, ni de la época ni anteriores o posteriores, podría corroborar o sustentar, salvo precisamente algunas escritas por Stewart o inspiradas en Barry, lo que más bien confirmaría mi hipótesis acerca de la responsabilidad ideológica de la película.
Cabe, eso sí, suponer que Cukor entendía perfectamente ese mensaje y que lo compartía plenamente, aunque es improbable que se le hubiese ocurrido siquiera plantearlo. Es un mensaje que, en cuanto el personaje de Johnnie Case (Cary Grant) osa expresarlo, siquiera parcial y tímidamente, provoca reacciones premonitorias de estupor y desagrado. Su confesión “No quiero ganar demasiado dinero” suscita la instantánea perplejidad del millonario Seaton (Henry Kolker), el padre de su novia, que casi se atraganta al repetir “¿Demasiado dinero?”, como si no pudiese dar crédito a sus oídos ni confiar en la salud mental de quien aplica al dinero un adjetivo tan incompatible con su naturaleza y el ilimitado deseo de acumulación de que suelen ser presa, muy especialmente, aquellos que disponen de grandes fortunas. Enseguida comenta, sinceramente escandalizado, que le ha parecido unamerican lo que ha dicho Johnnie. La idea de vivir su vida, aunque sea durante un par de años sabáticos, en lugar de dedicarse a ganar más dinero del que necesita para vivir holgadamente y sin preocupaciones económicas, se le antoja al millonario una locura o una provocación, en todo caso un motivo para desconfiar de Johnnie y un estímulo para tratar de hacerle pasar por el aro y volver al redil.
La película se divide muy pronto en dos bandos: el de los screwball y el de los racionales. Estos últimos están representados por el millonario Seaton, por su untuoso sobrino Cram (interpretado por el malévolo Henry Daniell) y su insufrible esposa (Binnie Barnes) y también, según descubre con horror Johnnie, su novia, Julia (Doris Nolan). Los primeros son, evidentemente, Johnnie, sus padres adoptivos Nick y Susie Potter (los adorables Edward Everett Horton y Jean Dixon), y las dos ovejas negras de los Seaton, el alcoholizado Ned (Lew Ayres) y Linda (Katharine Hepburn).
Para conseguir la mano de la pequeña Seaton, Johnnie se ve forzado a parecer tan aceptable para el padre como le sea posible, y a transigir con algunas de sus exigencias. Eso le aleja de quienes evidentemente le caen mejor y son sus afines, como revela la instantánea y armoniosa complicidad que establece con ellos nada más conocerlos, y que tiene su máxima y más feliz expresión física en los números de equilibrismo que improvisan conjuntamente él y Linda.
El tema del contagio de la supuesta locura, que es uno de los más característicos de la screwball comedy, se convierte aquí en una especie de combate entre ambos bandos, que se resuelve finalmente, tras no pocas dificultades y zozobras, a favor del bando rebelde, en última instancia victorioso aunque, por lo visto, condenado al destierro.
En "Nickel Odeon" nº6, Primavera de 1997
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