lunes, 4 de diciembre de 2023

Lili (Charles Walters, 1952)

Lili es, a mi entender, la mejor película de Charles Walters. Por lo menos, de las trece (de un total de diecinueve) que conozco de este estimable director, nunca demasiado apreciado y del que se tiende a subvalorar u olvidar su aportación, en tono menor si se quiere, al musical y la comedia.

Géneros ambos que se dan cita en Lilí, hábilmente combinados —es tan a menudo una simple cuestión de ritmos, de matices, de intensidades, de dosificar unos mismos ingredientes— con el melodrama y el cuento de hadas. Es también, como muchas muestras del musical, una reflexión sobre el espectáculo, una meditación —más o menos profunda, nunca pretenciosa sobre la creación artística, a menudo no considerada como tal— en tanto que forma de expresión personal más o menos encubierta y medio de comunicación clave. Recurre, por otra parte, más de lo habitual en el género a los efectos especiales, a la irrealidad palmaria y al empleo de unas marionetas que, de vez en cuando, en escenas vertiginosa e inquietantemente oníricas, cobran dimensiones y movilidad humana y —justo antes de desvanecerse en un horizonte pintado— se desenmascaran para revelar al hombre que habla a través de ellas.

Vi por primera vez Lilí cuando se estrenó; tendría seis años, y es la única película que recuerde que me hizo llorar. La revisé varias veces cuando, hacia 1966, se repuso, alguna otra más tarde, no sé si en la filmoteca o por televisión, y he vuelto a verla ahora, por novena vez. Sigue pareciéndome, como siempre, una película admirable, prodigiosa de ritmo y contención, enormemente compleja y ambigua pese a su aparente sencillez y puerilidad —como ocurre con todos los buenos cuentos—, y muy emocionante, con una dureza y unos tintes de sombría amargura que evitan que caiga en la sensiblería pura y simple que a menudo la acecha.

Pocas veces el malhumor permanente y escasamente expresivo de Mel Ferrer, la vanidosa simpatía irresponsable de Jean-Pierre Aumont, la falta de seso de Zsa Zsa Gabor y la bonachona corpulencia de Kurt Kasznar han sido mejor aprovechados; nunca se sacó tanto partido del aire algo parado y atribulado de inocente perpleja colegiala, que tenía de muy jovencita Leslie Caron. Con lo que quiero decir que cada uno de los actores, con independencia de su talento o valía como intérpretes, está perfecto en su papel: son sus personajes hasta tal punto que, pese a haber muchos mejores, es imposible imaginarlos encarnados por otros, aunque fuesen, respectivamente, Gene Gleason y Audrey Hepburn, por imaginar un reparto hipotético pero no descabellado.

La historia es sencilla, y lineal la estructura, sólo quebrada en su desarrollo por dos incursiones en los sueños de la tierna heroína, filmados con ese subjetivismo desde fuera con que a menudo se protagonizan las aventuras oníricas, que tienen mucho, en ambos casos, de pesadilla, y que, sobre todo el segundo, encuentro de lo más perturbador que ha dado el cine, pese a —o a causa de, ¿quién sabe?— la llamativa evidencia de los trucajes, tal vez porque despiertan en nosotros algún eco y nos hace sentirnos en territorio conocido. Se explicita en ellos el onirismo consustancial al musical, sobre todo cuando bordea amarras con la realidad para caer de golpe en ella una vez concluido el sueño, el baile o la canción que durante unos minutos —a veces encantadora o angustiosamente dilatados, prodigiosamente estirados por la acción conjunta de la música y la cámara— nos hicieron flotar y nos impusieron un ritmo que no se corresponde ni con el tiempo subjetivo que experimentamos ni con el objetivamente transcurrido.

¿Por qué resulta tan impresionante, sobre todo para un niño, esta sentimental película? ¿Por qué, si ya no afecta tanto, se comprende de mayor que le dejara a uno una huella tan duradera? Probablemente, porque su protagonista es casi una niña, incluso en mayor medida de lo que su edad justificaría, tan desvalida y desamparada, tan sola y llena de curiosidad fascinada ante lo mucho que desconoce, ignora, no comprende del todo o interpreta erróneamente, que invita y propicia la identificación con ella del espectador infantil e incluso, aunque en menor medida, del adulto que todavía sepa jugar a creerse lo que le cuentan, a dejarse llevar de la mano por el narrador que no le haga trampa, que no trate de engañarle para luego reírse de él. Y es que la posición que la ficción asigna a Lilí es precisamente la del espectador; la de un espectador particularmente crédulo e ingenuo, que está dispuesto a dejarse fascinar y envolver en el espectáculo hasta participar en él —como esos asistentes del número de Lilí y los muñecos que Walters nos enseña sin asomo de superioridad o desprecio, con simpatía incluso, que corean «Hi Lili Hi Lo» y que contestan con los muñecos a la protagonista—, a vivirlo sin hacer diferencias —transitoriamente, más por voluntad que por incapacidad— entre lo real y la fantasía, del mismo modo que Walters hace que coincidan el encuadre y los límites del escenario de guiñol, o que Lilí deja de distinguir entre los muñecos y ella misma, olvidando las manos que mueven los títeres y las voces que les hacen hablar, y que esas manos y esa voz pertenecen a un hombre de carne y hueso, pero cojo, frustrado y antipático, que sólo se atreve a expresar su naturaleza múltiple y escindida a través de cuatro personajes de ficción: un jovenzuelo pícaro y leal, un zorro elegante y ladrón, una damisela coqueta e intrigante, un ogro tímido y tristón. Lilí es muy «buen público», y eso facilita que los espectadores que lo sean —es decir, los niños o los que, sin serlo, no se pasen de listos por miedo a pecar de ingenuos— se identifiquen, a través de ella, con la historia, y puedan, por tanto, emocionarse con sus desventuras y regocijarse con el feliz final que, como era de justicia, culmina la película, y ello duraderamente, por muchos años que pasen.

Publicado en el nº 21 de Casablanca (septiembre de 1982)

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