Poco vista —como, en general, todas las películas de Leo McCarey—, será una grata sorpresa para los que la descubran ahora en DVD. Si algunas cosas les resultan familiares, convendrá que recuerden que data de 1937, es decir, de un año a cinco antes que un montón de películas —y no precisamente “menores”, sino de las más grandes de la mejor época del cine americano: Vivir para gozar e Historias de Filadelfia de Cukor, La fiera de mi niña y Luna nueva de Hawks, varias de Capra, Stevens y otros— que le deben algunas o muchas cosas.
Recordar o ver ahora The Awful Truth produce un cierto “corrimiento de tierras” en nuestra perspectiva histórica de la comedia americana; no es raro, cuando se empieza por el final y se retrocede a trompicones, un poco al azar, siempre con lagunas. Aunque ni Hawks ni Cukor, ni Mizoguchi ni Ozu, ni Ford ni Capra, ni Borzage ni Renoir, ocultaran nunca su admiración por McCarey: ahí están los “posters” de sus películas en las de los maestros japoneses, o cómo los americanos recordaban a sus entrevistadores —jóvenes cinéfilos ignorantes de McCarey— la importancia de este cineasta, pronto olvidado y nunca excesivamente conocido, salvo entre sus pares. Quizá demasiado hondo y aparentemente sencillo para que saltase a la vista de los que no sabían por propia experiencia de la dificultad de lograr lo que una y otra vez conseguía, y con el mérito adicional de que no pareciera tenerlo.
Hay que ver a esa prodigiosa pareja de los 30, la formada por Cary Grant con Irene Dunne, complementaria de la formada por el mismo actor con Katharine Hepburn, porque lo que entre ellos sucede bajo la atenta mirada de McCarey, en encuadres sencillos y miradas fulgurantes, no se puede contar ni describir, por minuciosamente que se intente. Es pura y sencillamente la esencia del cine, lo que sólo el cine puede darnos. El guion es muy ingenioso, claro, los diálogos prodigiosos e inventivos (bordeando a veces el surrealismo, el nonsense, el lapsus freudiano, el trabalenguas, la onomatopeya o la canción), pero con eso no bastaría. Hace falta que se produzca esa confluencia —aparentemente mágica, pero siempre producto de un esfuerzo y una inteligencia— entre personajes e intérpretes, instante tras instante, y sin un sólo fallo, y que haya ahí una cámara que la capte, nos la devuelva amplificada en la pantalla y nos la conserve y restituya medio siglo (o más) después tan fresca como en aquel mismo momento.
La pícara puritana —qué estúpido e injustificado título español, por cierto, para lo que realmente se llama La terrible verdad— es divertidísima. Podría ser bastante, y hasta más que suficiente. Pero casi nunca lo era, en aquellos tiempos, en el género más serio y difícil que existe, la verdadera comedia (no sus sucedáneos, aunque lleven idéntica etiqueta), que podría ser alocada, elevada, chiflada, trepidante o disparatada, pero solía ser también, en el fondo, muy esencialmente realista y decir (o hacer ver) algunas verdades —a menudo terribles— sobre los seres humanos y sus conflictivas relaciones. No digamos en McCarey, que siempre tuvo una “doble visión” y una cierta predisposición natural a la melancolía y al recuerdo (que siempre implica, de ahí su riesgo, una comparación): tras sus comedias está agazapado, amenazante, el melodrama, lo mismo que en sus dramas resiste un núcleo (o un deseo) de comedia. Por eso, ya durante una de las escenas más hilarantes de la película, y no digamos después, detectamos, sentimos, una tensión verdadera, la angustia de dos seres que temen perderse para siempre y que no saben cómo hacer las paces, en parte por no dar su brazo a torcer, por no reconocer su fracaso con otras parejas, por soberbia u orgullo. Estamos en el filo de una reconciliación o una ruptura, una u otra definitivas, y hay ahí verdadero suspense —recordemos que Hitchcock también era admirador y amigo de McCarey—, que aumenta cuando advertimos que Irene Dunne trata de hacer que Cary Grant recuerde su hora de felicidad. Vemos entonces claramente que el McCarey que rueda The Awful Truth es ya el mismo de Once Upon A Honeymoon, de Good Sam, de Siguiendo mi camino y Las campanas de Santa María, de My Son John, de los dos Tú y yo (Love Affair, 1939, y An Affair to Remember, 1957).
En "El Cultural", 27/03/2003
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