Raro ejemplo de película cuyo título castellano es mejor, más expresivo y más fiel a su sentido que el original, Encadenados es la primera, cronológicamente, de las más grandes obras maestras de Hitchcock.
De una perfección tan sólo comparable a su pureza, emocionante en su austeridad como sólo Vertigo (De entre los muertos, 1958), Marnie (Marnie, la ladrona, 1964) o Topaz(1969) antes o después, Notorious es una película enormemente reveladora, tanto por su sencillez como por el tono grave y serio adoptado por el autor, consciente de que aborda cuestiones que no se prestan al comentario humorístico ni a la chanza burlona, ya que la ironía de la situación resulta patética para los personajes, que son víctimas —a la par que instrumentos— de una manipulación que a Hitchcock le repugna e indigna tanto como al Sternberg de Dishonored (Fatalidad, 1931). Que un cineasta con tanto sentido del humor se ponga serio suele indicar algo, si no acerca de los resultados, sí al menos, sobre sus intenciones; piénsese que las películas más «severas» de Hitchcock son, con las cuatro mencionadas hasta ahora, I confess (Yo confieso, 1953) y The Wrong Man (Falso culpable, 1957).
Encadenados es un film de sorprendente simplicidad. Pocos personajes verdaderamente importantes —Devlin (Cary Grant) y Alicia (Ingrid Bergman); Alex Sebastian (Claude Rains) y su madre (Leopoldíne Konstantin), una de las más terribles madres posesivas hitchcockianas—, pocos escenarios, casi una sola situación. Prácticamente no hay acción; no se dispara un tiro; un suicidio y un asesinato son narrados elípticamente. La variedad y las peripecias han sido sacrificadas a la intensidad: pocas películas de Hitchcock son tan vibrantes, tan nítidas y claras, tan desnudas plásticamente, tan despojadas de retórica, tan densas y precisas. No se piense, empero, que esta limpidez tiene algo que ver con la sequedad de partida de un Bresson; ni siquiera con la abstracción a que llega, tras descartar todo adorno pintoresco, el último Lang. Se trata, más bien, de la concentración de luz en un diamante tallado —sensación a la que no es del todo ajena la extraordinaria fotografía de Ted Teztlaff, muy contrastada pero bañada por esa iluminación indecisa y onírica, como de acuario, que caracteriza las películas R.K.O. de la época, cualquiera que fuese su operador jefe, de Cat People (La mujer pantera, 1942) a Out of the Past (Retorno al pasado, 1947) de Tourneur o The Woman on the Beach (1947) de Renoir, de The Locket (La huella de un recuerdo, 1946) de Brahm a Letter from an Unknown Woman (Carta de una desconocida, 1948) de Ophuls o Clash by Night(1952) de Lang—, duro y brillante, cortante por todos lados; o acaso de las irisaciones de una perla perfecta en una concha de nácar.
Encadenados cuenta con uno de los más funcionales McGuffins ideados por Hitchcock —una botella de Pommier 1934 que contiene uranio—, que permite integrar a la perfección la trama de espionaje que le sirve de pretexto y envoltorio o caparazón protector con la intriga de suspense amoroso que encierra en su seno. Film de evidente inspiración romántica, pero realizado por un cineasta pudoroso —como Sternberg— que no se atreve a mostrar a su heroína muriendo de amor, sino por envenenamiento. Encadenados redobla la intensidad del drama buscando equivalencias externas, políticas o policiacas, a las motivaciones y acciones de sus personajes, pero está muy claro que lo que importa no es tanto el éxito de la misión de espionaje encomendada a Devlin y Alicia, sino el triunfo de su amor sobre las barreras interpuestas por el puritanismo desconfiado del policía —siempre determinista, excesivamente atento a los antecedentes— y la falta de ilusiones y la mala reputación de la hija del nazi incorregible, por el orgullo de ambos —que siempre se niegan a dar el primer paso, esperando en vano del otro el gesto conciliador, la mano tendida, la prueba de fe—; no interesa realmente saber si Sebastian descubre que tiene por esposa a un agente enemigo, sino si Devlin llegará a ver cómo es de verdad Alicia; la tensión no nace de que Devlin se dé o no cuenta a tiempo de que Alicia está siendo envenenada por la Sra. Sebastian, sino de que acuda al encuentro de su amada y se la lleve con él, tal como finalmente sucede en una escena admirable de suspense mantenido y emoción contenida, que se cierra con una implacable condena —a muerte, nada menos— de la debilidad cómplice y acobardada de Alex, tal vez —con el Norman Bates (Anthony Perkins) de Psycho (Psicosis, 1960)— el más patético de los «villanos» de Hitchcock, el que más compasión inspira, no sólo porque su responsabilidad es escasa y más por pasividad y omisión —aunque tiene ya edad de sobra para haberse librado de las garras de su madre, a la que acude, en cambio, como un niño asustado, en cuanto tiene problemas— que por deliberada maldad, sino, sobre todo, porque el espectador tiene repetidamente la oportunidad de comparar su ingenua confianza —de enamorado iluso y desesperado, de ciego necesitado de lazarillo— en Alicia, que le engaña, que le es infiel política y afectivamente, con la ciega y obstinada desconfianza del intransigente Devlin —nunca Cary Grant estuvo tan antipático y frío, tan seco e inflexible, tan descortés y despreciativo— para con la misma mujer, que se entrega a él totalmente, ciegamente también, «en cuerpo y alma», sin detenerse un instante a pensar en el peligro que corre como espía y, sobre todo, como enamorada, sin dejar que la intolerante altivez de Devlin enfríe sus sentimientos.
Encadenados es, también, una de las más serias advertencias de Hitchcock acerca de los peligros que encierra fiarlo todo a las apariencias y dar más crédito a una ficha que a los propios ojos —pues ¿quién que no esté muy ciego podría dudar un instante del amor que se lee en la mirada de Ingrid Bergman, que irradian sus sonrisas felices o melancólicas, que impulsa cada uno de sus gestos?— o a lo que, en el fondo de nosotros mismos, nos dictan los sentimientos. Los besos improvisados, supuestamente fingidos, se prolongan más de lo necesario, casi se eternizan —como el abrazo en la terraza que da a la playa de Copacabana y que continúa mientras la pareja atraviesa la habitación del hotel o Devlin recibe instrucciones por teléfono—, tratando de posponer indefinidamente el instante de la separación. El contacto físico, por estudiado que esté, transmite una corriente eléctrica, quema casi, aspira a la permanencia: es más fácil iniciar el abrazo que ponerle término. Las escenas de «amor simulado» para despistar a Alex acerca de la naturaleza de las relaciones entre Devlin y Alicia sólo engaña, si acaso, a sus intérpretes, no al marido, celoso con razón, que ve en sus miradas lo que ella pone y lo que él, muy a su pesar, procurando que ella no lo note, conteniéndose, revela. También la madre dominante y castradora se percata enseguida —con mal disimulada alegría, con alivio incluso— de que su rival por Alex ama en realidad a otro hombre, y de que Devlin, aunque intente aparentar indiferencia —por otras razones, cree ella—, la corresponde. Tan sólo Devlin, víctima de la deformación profesional, se engaña a sí mismo, negándose a reconocer que Alicia le ama sinceramente, porque aceptarlo le obligaría a admitir su amor por ella, emoción que trata de combatir —a toda costa y con el menor pretexto— por considerarla, sin duda, una concesión, una debilidad, un espejismo pasajero… o, más bien, un riesgo que no se atreve a correr.
Al final de esta película de estructura perfectamente lineal y de pureza sólo comparable a la del Arte de la fuga de J. S. Bach, Hitchcock se conmueve y arranca el velo de los ojos de Devlin. Encadenados adquiere resonancias mitológicas —cuyo eco hallaremos en la conclusión de Alphaville (Lemmy contra Alphaville, 1965) de Godard— cuando Devlin se introduce en la guarida del lobo y desciende —subiendo una escalinata— a los infiernos, como Orfeo, para rescatar a Eurídice y devolverla al reino de los vivos.
En "Dirigido por" nº75, ago-sep 1980
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