El éxito cosechado en el Festival de Venecia de 1951 —obtuvo el León de Oro de San Marcos— por la película Rashômon, dirigida por Akira Kurosawa, supuso, más que una promoción para el cineasta en su propio país, la puerta para que el cine japonés pudiera empezar a circular, siquiera esporádicamente, en Occidente. Parece una paradoja que una nación que ya por entonces empezaba a superar la crisis económica y moral que había supuesto su derrota —tras las de los aliados del curioso “Eje” Berlín-Roma-Tokio— en la Segunda Guerra Mundial y la explosión de dos bombas atómicas en su territorio, y que pronto iba a convertirse en una potencia económica agresivamente exportadora, siga aún hoy sintiendo una extraña timidez a la hora de distribuir en el resto del mundo su cine. Con inusitada frecuencia, los japoneses encuentran “demasiado nipón” el planteamiento dramático, el ritmo y el lenguaje cinematográfico de sus realizadores —incluso los más influidos por el cine americano o más “occidentalizados” de un modo u otro, como el propio Kurosawa— y parecen temer en exceso que sea oscuro, cuando no incomprensible, y, en consecuencia, poco interesante y hasta aburrido para los espectadores occidentales, y desprovisto, por tanto, de potencial comercial.
Este auténtico “complejo de alteridad” —que sacude a veces hasta a algunas de las Comunidades Autónomas españolas con respecto a los que no pertenecen a ellas— ha hecho que durante mucho tiempo fueran reacios a enviar a festivales las obras de cineastas como Ozu o Naruse, que, cuando por fin se conocen un poco, a menudo son entusiásticamente apreciados, por lo menos por una parte de los cinéfilos y los críticos, y, creo yo, no tan malentendidos ni tan incompletamente comprendidos; al menos, no en mayor medida que otros autores, no por geográfica y culturalmente más próximos mejor entendidos ni más estimados.
Rashômon, puestos a eso, es una película singularmente compleja y remota: al contrario de lo que solía ser habitual en Kurosawa por aquellos años, no es un relato contemporáneo, sino una fábula medieval; aparecen samuráis, pero no es tampoco estrictamente una película de acción —como sí, en cambio, Los siete samuráis (1954), su otro gran éxito mundial—. De hecho, es posible que su carácter doblemente remoto —en el tiempo y en el espacio— contribuyese no poco a conferirle el atractivo “exótico” que a menudo enturbia el triunfo europeo o americano del cine japonés: siempre parece más original de lo que es, en parte, por lo poco que conocemos ese cine y su entorno, de forma que nos resultan novedosos y llamativos hasta sus convenciones y su tradición, y lo que para los japoneses puede ser el colmo de los tópicos, una historia cien veces contada y un lenguaje adocenado a nosotros se nos antoja nuevo, fresco y hasta misterioso, un soplo de aire fresco que nos permite descansar de los convencionalismos a los que estamos acostumbrados.
Otra posible razón del interés despertado por Rashômon es, creo, su presentación de una misma historia o incidente mediante flashbacks que adoptan los respectivos puntos de vista de los cuatro personajes implicados como sujetos o testigos, que, como parece inevitable en cualquier lugar y circunstancia, generan otros tantos relatos contradictorios, cuatro versiones discordantes.
De ahí que Rashômon pueda verse como una honda reflexión sobre temas tan cinematográficos como el de la apariencia y el del espectador, o como una escéptica meditación acerca de los borrosos límites que separan la verdad de la mentira y la relatividad que aqueja a todos los testimonios, incluso si intentan con la mejor voluntad ser veraces y precisos. Se trata, desde luego, de un problema eterno y de alcance universal, y nada privativo de los japoneses, y tan comprensible como interesante en cualquier latitud y longitud. Sin contar con el curioso factor adicional de que las películas que narran “en facetas” —desde Ciudadano Kane a Eva al desnudo o La condesa descalza— suelen ser sistemáticamente bien consideradas —cuando no sobrevaloradas— por la crítica, si no siempre por el público mayoritario.
Naturalmente, como todo acontecimiento excepcional, el triunfo veneciano de Rashômon tuvo por consecuencia una fama de Kurosawa desproporcionada a sus méritos, e inicialmente muy superior a la alcanzada por veteranos muy superiores —Mizoguchi, Ozu, Naruse—, de alguno de los cuales había sido ayudante. Cayó sobre las espaldas de Kurosawa, durante algún tiempo, la pesada carga que también han tenido que soportar —antes o después— el indio Satyajit Ray, el sueco Ingmar Bergman o el danés Carl Theodor Dreyer, es decir, la de representar en solitario a todo el cine de su país respectivo, por ser el único director conocido internacionalmente y casi unánimemente respetado, los que han sufrido en periodos sucesivos algunos compatriotas: Bardem y Berlanga, luego Carlos Saura, después Víctor Erice, desde hace ya unos quince años Pedro Almodóvar. Con el agravante para Kurosawa de que si el cine español es de tamaño mediano, la producción anual del Japón es —como la de la India— ingente, y mucho menos difundida.
A mi modo de ver, cuando ganó el primer premio veneciano, la madurez de Kurosawa como director estaba por llegar, y coincidiría con un momento de crisis económica para el cine japonés, que hizo cada vez más difícil que lograse realizar sus proyectos. Aunque poco después de Rashômon hizo su portentosa versión de El idiota de Dostoievski, Hakuchi, con la gran Setsuko Hara como protagonista femenina, e Ikiru (Vivir), y ya había dirigido grandes películas como Yoidore Tenshi (la inédita El ángel borracho), testimonio desesperado de la inmediata postguerra, tengo la impresión de que la etapa más interesante —que no brillante— de su dilatada carrera arranca en realidad con Akahige (Barbarroja), en 1965, y culmina con una producción soviética rodada en las estepas, Dersu Uzala (El cazador, 1975), sin duda su obra más hermosa, sobria y serena, completamente ajena a la tendencia a la exageración y el enfatismo que domina —y empaña ocasionalmente— su filmografía durante los años 50, aparte de incluir muestras tan impresionantes como la muy incomprendida Dodes’ka-den (1970) —un filme sobre la miseria de los barrios de chabolas que tiene la osadía de no ser naturalista, ni tan siquiera superficialmente “realista”— y como, en el fondo, en mayor o menor grado, la casi totalidad de sus últimas películas, las más distanciadas entre sí, ante las cuales Rashômon queda, si no empequeñecida, sí reducida a sus verdaderas dimensiones, bastante más modestas, desde luego menos innovadoras y profundas de lo que en su día se pensó.
Pese a no contar Rashômon entre las obras máximas de Akira Kurosawa, hay que reconocer que se trata de una película sumamente interesante, y que, vista hoy, dista de haber envejecido en la medida en que su aparatosa “novedad” de entonces hacía temer. Es más, a los quince años de hecha, cuando Kurosawa había evolucionado y el cine en general había cambiado mucho, Rashômon parecía más anticuada que al cumplir los cincuenta, probablemente por el contraste que supone con casi toda la producción actual, al menos la que domina las carteleras comerciales. Sin suponer una ruptura, ni perderse en vericuetos narrativos excesivamente complejos y enrevesados, hay en Rashômon, si la comparamos con lo que vemos a diario en las pantallas, un grado inhabitual de exigencia artística, de rigor estético, de seriedad en los planteamientos, rasgos que resultan —si no bastan para que sea admirable— dignos del máximo respeto y que, como presentación de Kurosawa para quien lo desconozca, sin duda constituirían una auténtica promesa de interés, incluso una revelación: se ve que cada una de sus imágenes es el producto de un esfuerzo meditado y cuidado por parte de un cineasta tan ambicioso como dotado para el oficio que ha elegido, por el que trató de quitarse la vida y en cuyo ejercicio activo, mientras proyectaba una nueva realización, le sorprendió una muerte que a su edad no podía ser inesperada.
En "El Cultural", 16/05/2001
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