El siglo de Max Ophuls no es, como de inmediato supondrán algunos, basándose en las primeras imágenes de su cine que les vendrán a la memoria, el XIX, ni tampoco, como pueden pensar los más cultos, remontándose a las raíces de algunos de sus rasgos más notables y de buena parte de su elegancia, su lógica interna, su inteligencia y la claridad y nitidez de sus composiciones y encuadres, el XVIII “de las luces” y de la razón. Se trata, sin embargo, del siglo XX, ese aún reciente, que es el que le vio nacer (en 1902, precisamente el 6 de mayo, en el fronterizo Sarre, que unas veces ha sido Francia y otras de Alemania), y podría circunscribirse artísticamente a una porción del mismo, hasta 1955 (fecha de su última obra, aunque la muerte no le alcanzase hasta 1957) y a partir de ese punto crucial que es la frontera entre el primer tercio y el segundo de la centuria, los años en los que hubo paz entre guerras, primero gran prosperidad y luego la Gran Depresión, el cine se hizo sonoro, y en su país natal Hitler se encaramó al poder, para colmo “democráticamente elegido”, con lo cual dos hechos podían darse por seguros: la persecución de los judíos y una guerra generalizada, que fatalmente se produjeron y que afectaron gravemente a Max Ophuls, empujándole al exilio y al desarraigo y quizá precipitando su prematuro fin.
No sé si tendrá algo que ver con su común procedencia germánica y su origen judío, pero justamente son Max Ophuls y Otto Preminger los primeros grandes creadores de formas cinematográficas del sonoro. En el mudo, y no sólo en los primeros años, lógicamente fundacionales y carentes de reglas, abunda relativamente este muy peculiar (y cada vez más raro) tipo de cineastas, no necesariamente mejores ni más “importantes” (en el caso de los dos que menciono, esa categoría aún no se les ha reconocido); dentro del periodo sonoro, hay pocos inventores de formas que no lo hubieran sido ya en el cine silencioso, y algunos que se asocian con la innovación y con un estilo que por llamativo parece original son más bien recopiladores, mezcladores y recicladores de formas preexistentes, unas en desuso, otras olvidadas incluso, o que parecen nuevas al verse combinadas con otras que se tenían por antitéticas, cuando no radicalmente incompatibles (el caso más palmario es Orson Welles, pero el Eisenstein sonoro no le va a la zaga).
Por lo menos desde Liebelei (1932), Ophuls sienta ya muy firmemente las bases de su peculiarísimo estilo, que irá poco a poco perfeccionando y haciendo todavía más sutil, pero que no tiene precedentes y tampoco tuvo consecuentes: ni Mizoguchi, ni Preminger ni Jancsó, con los que podría establecerse alguna analogía, tienen realmente nada que ver, pese a que todos ellos, en mayor o menor medida, practiquen el plano largo y tiendan a la abundancia de movimientos.
Se diría que, cada cual por su cuenta y en un momento dado, los cuatro se han planteado algunas cuestiones básicas acerca de la naturaleza misma del cine, que sólo ellos han resuelto en un cierto sentido, avanzando en una determinada dirección y privilegiando algunos de los elementos que tenían a su disposición y a su alcance, aunque sus soluciones no sean intercambiables, sino en cada caso sumamente personales, como corresponde a toda respuesta estilística, reflejo expreso o soterrado, deliberado o involuntario, de una visión y de unas opciones técnicas que también revelan, quizá inconscientemente, su respectiva forma de pensar y de entender las cosas.
Y de estos cuatro cineastas es quizá, por la fecha temprana y la radicalidad de su enfoque, así como por el funcional virtuosismo que alcanzó en muy pocos años, el más asombroso y uno de los más subvalorados: piénsese que en 1932, y sobre todo en Europa, todavía el sonido se asocia —exageradamente, pero no por eso sin fundamento— con una inmovilización forzada de la cámara, y suele traducirse en una pérdida de importancia de la imagen frente a la palabra (más que el sonido en sí), que lleva, por lo general, a un empobrecimiento (cuando no al abandono) del uso del espacio en todas sus dimensiones.
Hasta hace verdaderamente muy poco —y eso gracias, sobre todo, a la televisión, que tampoco es el medio más idóneo—, Max Ophuls era en España un cineasta poco y mal conocido, casi unánimemente ignorado por los más jóvenes y olvidado ya por los mayores. El tardío estreno de su muy famosa obra final, Lola Montes (1955), y la reposición de Carta de una desconocida (1948), superpuestas a un recuerdo vago y ya lejano de Madame de… (1953), configuraron, hasta hace muy poco, una imagen pobretona y simplista de Ophuls, considerado a lo sumo como “un estilista” —en tiempos en que tal calificativo equivalía a un insulto, cuando menos a una implícita acusación de frivolidad y de superficialidad— que ha impedido que su obra se tomase realmente en serio y explica que ni se pasase por la cabeza de la mayoría la posibilidad de que su aportación tuviera algún tipo de trascendencia en la evolución del lenguaje del cine.
A lo sumo, se ha valorado a Ophuls como un orfebre primoroso, preciosista, sensible y delicado, aparentemente anclado a un mundo ya fenecido, con su atención primordialmente volcada a las mujeres y la música, y por ende de importancia histórica y hasta estética estrictamente menores. Sin embargo, que alguien ciertamente obsesionado por el tiempo y su fuerza erosiva y, al mismo tiempo, por la hondura de las huellas imborrables que dejan las heridas del pasado, y que, además, se sirve de un medio expresivo esencialmente visual que —para colmo— ha de partir de la bidimensionalidad (tanto del fotograma como de la pantalla) y de la imagen fija (pues no otra cosa es cada fotograma, aunque su sucesión nos produzca la ilusión del movimiento) para reflejar una realidad de tres dimensiones, opte precisamente por el movimiento (espacio/tiempo) frente a las técnicas dominantes, basadas en el montaje, parece algo de una lógica tan aplastante que sorprende que tal idea se les ocurriese a tan pocos cineastas.
Y demuestra, desde luego, que los movimientos (no exclusivamente de cámara, claro, aunque quizá sean estos los más visibles, sobre todo porque no siempre acompañan a los personajes, sino que mantienen con ellos una relación dinámica y cambiante, lo mismo los preceden que los siguen con denuedo, por encima o a través de todos los obstáculos) del cine de Ophuls nada tienen de ornamentales y decorativos, menos aún de caprichosos o gratuitos, de meramente espectaculares o de efectos para acelerar la acción.
Si Ophuls, como las más ilustres fuentes literarias en las que ocasionalmente se inspiró (Goethe, Guy de Maupassant, Arthur Schnitzler), surcó territorios que se tienen por propiedad exclusiva del romanticismo, nada en sus obras puede ser tildado ni de sentimental ni de autocomplaciente ni de masoquista. La dimensión trágica de su cine procede precisamente de la aterrada lucidez con que contempla, inmerso en él, el vertiginoso avance destructor de ese movimiento imparable, que a su paso captura el estupor de dos seres que se fascinan, tal vez se enamoran, que se miran, se enlazan o se persiguen, tal vez sin verse o sin encontrarse, que bailan y luego se separan o se alejan, o que en la misma convivencia poco a poco se distancian, y que finalmente mueren —al menos uno de ellos—, mientras la vida ajena y el movimiento siguen su curso ciego, implacables, dejándolos atrás, casi siempre condenándolos al olvido.
La construcción episódica de Le Plaisir (1951) o Lola Montes, los flashbacks de ésta y Carta de una desconocida, la estructura fatalmente circular de Liebelei, La Signora di tutti (1934) o Madame de…, episódica y circular a la vez en La Ronde (1950), vienen siempre a reforzar y confirmar esa impresionante concepción del tiempo como motor que empuja y avasalla y no perdona ni se compadece, que sigue indiferente su decurso incontenible, él mismo condenado a no detenerse jamás, privado de descanso.
No es preciso citar las otras películas de Ophuls, todavía menos famosas que las mencionadas, pero en muchos casos no inferiores —de La novia vendida y Werther a Sans lendemain y De Mayerling à Sarajevo, de Divine a La Tendre Ennemie y Yoshiwara, de The Exile a Caught y The Reckless Moment— para comprender que, ruede Ophuls en Alemania, Italia, Francia o Estados Unidos, cuando y donde quiera que sucedan esas tragedias —mayores o menores, individuales o universales—, en todos los casos es la misma mirada aguda y penetrante, expeditiva y urgente, inevitablemente realista, la que capta al vuelo y nos da a contemplar a nosotros, los espectadores —fugazmente, así que hemos de permanecer alerta— lo más íntimo y tembloroso de las tribulaciones de sus frágiles y vulnerables criaturas. Es como si Max Ophuls —que no llegó a viejo— se dijera de ellas, a la manera de Gustavo Adolfo Bécquer, polvo serán, mas polvo enamorado, y por eso quisiera salvarlas cuando menos del anonimato y el olvido, preservarlas en el recuerdo, eternizándolas como ejemplo de la lucha por la vida, la libertad y la felicidad en el efímero y quebradizo soporte de una cinta de celuloide.
En "El Cultural", 01/05/2002
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