miércoles, 6 de diciembre de 2023

Mad Max 2 (George Miller, 1981)

A veces, un director desconocido, nuevo o sin un prestigio que defender, se siente más libre que uno consagrado. El australiano George Miller puso así permitirse, en su primera película, Mad Max (Mad Max, salvajes de autopista, 1979), horrores que a Hitchcock, por ejemplo, ya le estaban vedados. De ahí, en parte, la enorme y creciente tensión generada por esa excelente película, a la que no se prestó en su momento la atención que merecía, y que probablemente no se le concederá ya nunca, pese a su éxito comercial, por culpa de la explotación desmesurada de sus elementos más superficiales, llamativos y discutibles a que se ha dejado tentar, dos años más tarde, su propio director-productor y co-guionista.

Porque Mad Max 2 (Mad Max 2, el guerrero de la carretera) no es más que una secuela, casi en sentido clínico, de consecuencia de una enfermedad. No es una prolongación o un desarrollo de la historia iniciada, ni evolución de su protagonista, pese a que su apodo sigue dándole título en la versión original. Lejos de pervivir o perpetuarse, como el Dr. Mabuse, Drácula, Frankenstein, James Bond, Sherlock Holmes, Maigret, Tom Sawyer, Guillermo Brown y otros muchos seres literarios o cinematográficos, Max el Loco ha dejado de existir en esta su segunda peripecia. Se trata de una aparición ciertamente espectral, de zombie si no de fantasma, convertido ya desde las imágenes inaugurales en un recuerdo difuso, lejano y mítico —de ahí el subtítulo español, El guerrero de la carretera— para otro personaje —ya agonizante, a su vez—, que sólo al final identificaremos como el «niño salvaje» de la segunda película.

Esta introducción —más que el cierre con que concluye el flashback que es todo el film, y que corrobora la idea de que, más que una progresión, Mad Max 2 es una regresión, una nueva batida de un terreno ya explorado y sin futuro—, que se sirve de algunos planos de la primera y de imágenes documentales para enlazar con su antecedente, sin perder tiempo ni darnos apenas información, se cuenta, sin duda, entre lo más atractivo de Mad Max 2, pero tiene el inconveniente de prometer más emoción de la que Miller puede ofrecer o está dispuesto a tolerar y de hacer que los que no vieron la primera entrega crean poder prescindir de ella, cuando lo cierto es que la segunda pierde, sin el recuerdo vivo de la primera, el poco sentido que tiene. Y no es que Salvajes de autopista —título válido para ambas, y más para la segunda todavía— fuese un prodigio de penetración psicológica, aspecto que Miller desechaba en favor de esa eficaz presentación de actos en bruto que, con notable imprecisión, se ha dado en llamar behaviorismo o conductismo, pero la verdad es que el director y su allí —como en Gallipoli (1981), de Peter Weir— excelente actor Mel Gibson crearon un personaje inteligible y no del todo desprovisto de humanidad, de la que iba desprendiéndose a media que la barbarie del futuro apocalíptico que Miller pinta le privaba, por golpes sucesivos y cada vez más dolorosos, de hogar, amigos, familia, puntos de referencia morales.

Así —pero sólo así— se explica que, al final de la primera película y, por tanto, desde el arranque de la segunda, Max sea una sombra de sí mismo, impasible y deshumanizado, un superviviente sediento —más que de vida— de venganza, y carente de otra razón para seguir respirando que la de llevar a término, sin afán de justicia alguno, su generalizado y frío «ajuste de cuentas» con esa especie de «Ángeles del Infierno», de los páramos australianos que campan indómitos por los borrosos vestigios de la civilización actual. En Mad Max se daba ya esa heterogeneidad estilística que tanto llama la atención en Mad Max 2, la apariencia punk de los villanos convivía con los grandes espacios del western y la mitología de la road movie en sentido amplio —de Easy Rider a Week End—; lo que no era tan pronunciado era el aspecto de comic de ciencia-ficción, precisamente porque los personajes —incluso los de una pieza—tenían entidad propia, eran medianamente comprensibles.

Mad Max 2 resulta, por eso, una película meramente mecánica, incluso si está realizada con un brío hoy infrecuente en el cine y que tan sólo se conserva casi, en forma residual, en productos poco respetables, de baja estofa, nulas pretensiones y moralidad dudosa, como los promovidos por Roger Corman —a través de New World— y sus imitadores —de compañías aún menores, australianas o canadienses a veces—, realizados con tanta falta de medios, tiempo, escrúpulos y cuidado como abundancia de talento, ingenio, energía y descaro (Scanners, The Terror Train, The Howling, Caged Heat, White Line Fever, The Lady in Red, etcétera), y con resultados, por ello, a menudo sorprendentes: son películas, por lo menos, dinámicas y divertidas, que se mueven; aunque a veces destructiva o —como en Mad Max 2— autodestructivamente, sin rumbo ni sentido, sacrificando todo al ritmo y al espectáculo violento, bordeando el irrealismo de los dibujos animados y el nihilismo.

Para eso, claro está, no se precisa de buenos actores, y si se cuenta con ellos hay que desperdiciar sus dotes. Basta con savoir-faire técnico, cierta osadía, un sentido del encuadre, del espacio o del paisaje que puede ser instintivo o adquirido, el concurso de hábiles montadores y una línea dramática tan fuerte como lineal y sencilla, o bien, en su defecto, una considerable acumulación de tours-de-force espectaculares o impresionantes, que —hábilmente comprimidos temporalmente, para no dar reposo al público ni dejar que le domine la incredulidad— mantengan la tensión artificialmente creada a base de choques, chirridos, explosiones, sangre, tiroteos y barbaridades sin límite.

En Mad Max se combinaban hábilmente ambos tipos de guión; en su secuela sólo se mantiene en pie la segunda estructura. De ahí que en ningún momento llegue a surgir la emoción —ni el suspense—, segada de raíz en cuanto el espectador atisba su mera posibilidad, aunque sólo sea con bases tan tenues como una breve mirada de una chica atractiva, que parece prometer afecto o reposo: al plano siguiente estará muerta, a ser posible apisonada por las llantas de un camión o decapitada. De esa sensación de libertad ilimitada que puede proporcionar la aprensión de que todo —por cruel, trágico o tremendo que sea— puede suceder, se ha pasado, por irresponsabilidad y abuso, a fuerza de atreverse a todo, a la imposibilidad de que pase algo, a que nada pueda ocurrir. Sin duda, porque cuando un cineasta se aventura en el terreno de lo no permitido, o lo hace a costa de los espectadores — como Hitchcock en Psicosis o Los pájaros—, y corre el riesgo de perderlos, o bien lo hace a costa de los personajes, con lo que él corre menos riesgos, pero los paga la película.

En el nº 21 de Casablanca (septiembre de 1982)

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