Como no creo en la predestinación, y sí en el azar y en el cambio, pienso que un hombre puede ser, en el curso de su vida, muchos hombres, aunque suela acabar decidiendo ser uno y pareciéndole uno solo (o, a lo sumo, dos) a los demás. A su muerte, eliminada ya toda posibilidad de cambio, su vida cobra un sentido unitario, y ese hombre adquiere por fin una identidad.
El interés de las primeras películas de Alfred Hitchcock estriba, primordialmente, en que nos permiten vislumbrar los diversos cineastas que pudo ser (que, durante algún tiempo, fue) antes de elegir, de entre todos los posibles, un camino, un estilo, una visión del mundo que es a lo que nos referimos ahora cuando hablamos de Hitchcock y lo «hitchcockiano».
En 1925, 1928, o incluso 1934, Alfred Joseph Hitchcock no era todavía el director al que con afectuosa familiaridad, llamamos «Hitch», aunque físicamente fuese —más joven, menos grueso— la misma persona. Pero no era aún un autor cinematográfico, no había optado por ser quien luego ha sido; era menos profundo, más inocente, menos hábil, sin duda mucho menos interesante y perturbador, pero también más amplio, más variable, más imprevisible y sorprendente: me parece indudable que un artesano, como un principiante, tiene ante sí un abanico de alternativas más vasto que un autor consagrado, que suele verse obligado a satisfacer las expectativas del público y la crítica, que debe tratar de conservar su reputación. Un autor es un hombre que ha reducido su territorio, para poder batirlo a fondo, intensamente, una y otra vez, profundizando cada vez más, a veces hasta agotar sus riquezas o misterios, pero que ha perdido libertad fuera de ese terreno acotado. Su mundo es más coherente, más suyo —a veces llega a pertenecerle en exclusiva—, pero también más cerrado, más restringido, porque todo el que escoge descarta, todo el que se define excluye.
Personalmente, tengo a Hitchcock por uno de los mejores de ese grupo heterogéneo que forman para todo cinéfilo «los más grandes cineastas que han existido» —John Ford, Jean Renoir, Mizoguchi, Murnau, Howard Hawks, Fritz Lang, Roberto Rossellini, Cari Th. Dreyer, Jean-Luc Godard, Chaplin, Lubitsch, Nicholas Ray, Otto Preminger, Ozu, Griffith, Sternberg, Leo McCarey, Jacques Tourneur, Raoul Walsh, Max Ophüls, Buster Keaton, Douglas Sirk—, pero esta valoración descansa, fundamentalmente, en sus películas americanas, sobre todo las realizadas entre 1956 (la segunda versión de The Man Who Knew Too Much) y 1964 (Marnie), si bien contaría entre sus más geniales obras maestras algunas anteriores (Suspicion, Notorious, Strangers on a Train) o posteriores (Topaz, Frenzy) a este período de madurez y plenitud. Si Hitchcock hubiese dejado de hacer cine en 1939, es decir, antes de trasladarse a los Estados Unidos, me parecería un director de segunda fila, sin duda el mejor cineasta británico, pero nada más. Tampoco creo que sea exacto afirmar —como se ha hecho a menudo— que la etapa inglesa de su carrera es un simple esbozo o «borrador» de la americana, ya que sólo ocurre tal cosa con El hombre que sabía demasiado, filmada en Inglaterra, en blanco y negro, en 1934, y perfeccionada y enriquecida en Estados Unidos, en color, veintidós años más tarde. Es cierto que el primer The Man Who Knew Too Much, The 39 Steps (1935), Secret Agent (1936) y The Lady Vanishes (1938), por ejemplo, prefiguran ciertas cosas —incluso bastantes— de Foreign Correspondent (1940), Saboteur (1942), el segundo The Man Who Knew Too Much, North by Northwest (1959) y Torn Curtain (1966), pero tal vez fuese más preciso señalar que en el segundo grupo de películas Hitchcock vuelve a utilizar elementos del primero, y que todas ellas, inglesas o americanas, pertenecen a un mismo subgénero, el de espionaje, y lo enfocan, además, con humorismo y cierta ligereza (mientras que nada en la etapa británica anuncia o permite presentir la gravedad y la indignación moral de Topaz, 1969, que fue su última palabra acerca de los espías).
La verdad es que la mayoría de las películas inglesas de Hitchcock poco o nada tienen que ver con la idea que hoy nos hacemos de su cine, basada en su obra americana, y especialmente en la más reciente. Viéndola ahora, cuando uno ha visto Marnie dieciocho veces, es posible detectar en Easy Virtue (1927) detalles semejantes; el extraño tono de comedia dramática a lo Lubitsch de Rich and Strange (Lo mejor es lo malo conocido, 1931) reaparece, si se quiere, pero fugazmente, en otros films bastante insólitos de la etapa americana, Mr. & Mrs. Smith (Matrimonio original, 1941) y To Catch a Thief (Atrapa a un ladrón, 1955), incluso —haciendo un gran esfuerzo de abstracción, ciertamente— podría reconocerse en Family Plot (La trama, 1976); también es posible establecer algún punto de contacto entre Murder! (1930) y Number Seventeen (1932), por un lado, y Stage Fright (Pánico en la escena, 1950) y Shadow of a Doubt (La sombra de una duda, 1943), por otro, pero es una relación tan tenue y sutil que no aporta nada a la comprensión de unas u otras. En resumen, habría que admitir que el inconfundible e inimitable —Truffaut, Chabrol, De Palma atestiguan esto último— estilo «hitchcockiano» data de los años 40; en rigor, no aparece totalmente «formado» y coherente hasta 1951 y Extraños en un tren. Incluso sus «estilemas» — como ahora dicen los pedantes— más característicos (del campo - contracampo que enfrenta un travelling de avance con otro de retroceso, tan fundamental en Psycho o The Birds, al encuadre de un ojo que mira desde detrás y por encima del hombro de otra persona, vital en I confess o The Wrong Man, pasando por varias combinaciones de travelling y zoom en sentidos opuestos, como las de Vértigo y Marnie) apenas tienen en la etapa británica una presencia insignificante, aislada, sin función específica (por ejemplo, el encuadre de ojo sobre hombro, tan amenazador e inquietante, no tiene ninguna fuerza ni añade nada a la escena de Young and Innocent en que, que recuerde, aparece por vez primera); su ejemplar sentido del tamaño correlativo que —según su importancia dramática— deben tener los planos sucesivos, y su complejo modo de articular los diferentes puntos de vista que intervienen en cada secuencia, básicos ambos para la construcción de una red de identificación entre espectador y personajes, y determinantes de su precisa, fragmentada y rigurosa planificación y composición, son también conquistas posteriores a la llegada de Hitchcock a Hollywood.
Por otra parte, y aunque ello suponga sumergirse en las arenas movedizas de lo subjetivo, debo confesar que, de los primeros films de Hitchcock, los que prefiero no suelen ser los que más pueden emparentarse con sus obras maestras de los años 50 y 60, sino más bien los menos característicos, los aparentemente menos «personales», los que menos tienen de «hitchcockianos»; los que apuntan en direcciones que Hitchcock no volvió a tomar, los que abordan géneros a los que el autor de Vértigo renunció. De toda la etapa inglesa de Hitchcock —incluyendo películas mudas y sonoras— la que más me gusta es la que menos esperaba de él: una deliciosa comedia campestre, sin crímenes ni suspense, generalmente menospreciada, que tiene algo que ver con Prastänkan (1920) de Dreyer y con The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1952) de Ford, titulada The Farmer’s Wife (1928) y que es su antepenúltimo film completamente mudo. No es, por supuesto, su carácter de «rareza» ni su atipicidad lo que me hace considerarla particularmente atractiva, y prueba de ello es que el segundo mejor Hitch inglés sea para mí Los 39 escalones —basado en la divertida novela de John Buchan—, que es el que en mayor medida y con mayor perfección anuncia buena parte de su obra americana, sino que nos descubre facetas de Hitchcock sepultadas luego por otras, que casi ni podíamos adivinar y que hubiera podido dar lugar, de desarrollarse y madurar, a un cineasta igualmente valioso pero muy diferente, más cercano a Renoir de lo que uno podría imaginar. Admiro casi tanto como The 39 Steps la primera versión de El Hombre que sabía demasiado —pese a ser notablemente inferior a la americana, y muchos más superficial, también tiene virtudes de las que el remake de 1956 carece— y, siguiendo en el subgénero de «espías», The Lady Vanishes (Alarma en el expreso), Sabotage (Sabotaje, 1936, basada en The Secret Agent de Joseph Conrad) y Secret Agent (El agente secreto). Después, Young and Innocent (Inocencia y juventud, 1937) y un anticuadísimo melodrama costero, tan griffithiano que evoca Enoch Arden (1911), y que fue su despedida del cine mudo: The Manxman (1929). A un nivel algo inferior situaría, después de la ya mencionada Rich and Strange, Downhill y The Ring (ambas de 1927), Blackmail (1929) es excelente, pero se resiente de ser parcialmente «sonora», es decir, híbrida. Algo menos logrado me parece The Lodger (El enemigo de las rubias, 1926), su tercer film y, sin duda, el primero importante; premonitoriamente, fue un éxito comercial notable, y era el primer de tema «criminal», lo que sin duda tuvo luego, ante el fracaso de nuevos melodramas amorosos, que inducir a Hitchcock a volver a probar fortuna, con resultados positivos, en el género del que acabaría por convertirse en indiscutible maestro, aun antes de crear uno propio, que nadie más ha sabido ilustrar y sólo Stanley Donen, en Charade (1963), ha sido capaz de imitar con acierto (tal vez gracias a Cary Grant, el actor que mejor representa una buena parte del mundo hitchcockiano, precisamente la asimilada por Donen). Easy Virtue es mucho mejor de lo que su reputación haría suponer, y aguantaría muy bien —como Downhill— la comparación con las prestigiosas películas que hacía G. W. Pabst por aquella época, y que aún figuran en todas las Historias del cine. Champagne (1928), Murder! y Number Seventeen, aunque interesantes, lo son más por escenas sueltas que como obras coherentes, y ni anuncian gran cosa del Hitchcock futuro ni revelan aspectos ignorados de su carácter o su forma de entender el cine. The Pleasure Garden (El jardín de la alegría, 1925), su primer largometraje como director, no pasa de ser curioso; muestra, eso sí, un notable dominio de la técnica, insólito no ya en un principiante, sino en el cine inglés de esa fecha, y una explicable influencia germánica. Waltzes from Vienna (Valses de Viena, 1933) fue su primer film «de época», distraído y correctamente realizado, pero totalmente ajeno al mundo de Hitchcock, quien deja traslucir su falta de interés de un modo ostentoso: es, sin duda, su película menos «funcional» y más lenta. No he visto -—parece que no ha sobrevivido ninguna copia y que desapareció el negativo— The Mountain Eagle (1926); tampoco —y parece que no me perdí nada— Juno and the Paycock (1930) ni The Skin Game (1931), pero sí Elstree Calling (1930), de la que no creo que Hitch llegase a rodar diez planos, y Jamaica Inn (La posada de Jamaica, 1939), que me parece, con mucho, lo peor que hizo Hitchcock en su vida, lo único aburrido y totalmente carente de atractivo… una triste despedida de Inglaterra, pese a que la novela de Daphne Du Maurier en que se basa hubiera podido ser el punto de partida de una película cercana a Moonfleet (1955), la obra maestra de Fritz Lang; pero está visto que —si no lo desmiente Under Capricon (Atormentada, 1949), que es, con Rope (1948), Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) y The Trouble With Harry (Pero… ¿quién mató a Harry?, 1955), lo que me queda por ver de la etapa americana— a Hitchcock no le iba el cine «de época».
No creo interesante analizar las películas británicas de Hitchcock desde la perspectiva que sugeriría la teoría de los autores, ya que o nada tienen que ver con Hitchcock - autor o todo lo que de ellas podría decirse ha sido dicho ya, con más fundamento, de sus films americanos (no creo preciso demostrar que North by Northwest es más rica, perfecta, compleja y profunda que The 39 Steps o The Lady Vanishes, sin que ello equivalga a calificar estas últimas de superficiales: sus recientes remakes prueban, por contraste, sus múltiples cualidades). Tampoco dispongo de espacio para estudiarlas en detalle y una por una, como obras aisladas e independientes, haciendo abstracción de la personalidad de su director y enfrentándose con ellas como si fuesen «de autor desconocido», aunque es posible que tal enfoque fuese el más pertinente y resultase remunerador; puede que hasta para arrojar luz sobre ciertas zonas oscuras o marginales del cine de Hitchcock sirviese tal planteamiento. Por ello, y tras advertir que ninguna me parece interesante por ser de Hitchcock, sino como película inglesa de 1928 o 1936, creo más oportuno y adecuado a la presente ocasión tratar de señalar algunos de sus rasgos más sobresalientes, y dejar que el lector extraiga sus propias conclusiones, contrastando sus reflexiones acerca del Hitchcock inglés con las mías, y tanto por lo que se refiere a su hipotética relevancia dentro de la carrera de este cineasta como a su interés intrínseco como obras aisladas.
Lo primero que creo necesario señalar es que, a pesar de The Farmer’s Wife y The Manxman, Hitchcock no es uno de los grandes creadores del cine mudo. Hecho, en principio, sorprendente, ya que siempre ha sido un ardiente defensor de lo que se suele llamar cine puro y de las teorías del montaje de Lev Kuleshov —evidentemente mudas—, así como de la concepción de la dirección de actores —basada en la neutralidad expresiva— que de tales principios se deriva; además, muchas de las mejores, más memorables y características escenas de la obra de Hitchcock carecen por completo de diálogo —aunque no de música—, especialmente casi todas las más célebres como ejemplos de lo que es la «construcción del suspense» (por ejemplo, Tippi Hedren esperando que Suzanne Pleshette acabe de dar clase en la escuela de Bahía Bodega, mientras los pájaros se agrupan, ominosamente, antes de atacar; o el trayecto de Janet Leigh, bajo la lluvia, hacia el motel de Norman Bates, en Psicosis) o las más representativas de su descarga violenta (los asesinatos de Janet Leigh y de Martin Balsam en Psicosis; el ataque de la avioneta fumigadora contra Cary Grant en Con la muerte en los talones; el acoso de los pájaros en el film a ellos dedicado, etc., etc.). Es decir, que una parte sustancial, y cualitativamente fundamental, de las virtudes del cine de Hitchcock proceden, evidentemente, del cine mudo, y que su concepción —muy particular casi única, o al menos tan exclusivamente suya como las respectivas de Eisenstein o Bresson— del lenguaje y la narración cinematográficos tienen su origen en el cine mudo: me parece muy improbable que hubiese llegado a tal estilo si sus primeros trabajos como director datasen de 1930, si careciese de la experiencia de haber tenido que expresarse plásticamente, sin ayuda de la palabra. Parece lógico, pues, que uno tienda a pensar que, por los indicios que ofrecen sus películas sonoras, el estilo de Hitchcock sea el producto de adaptar al sonoro y sus posibilidades adicionales una forma de expresión elaborada en el cine mudo; sin embargo, resulta que no es así, y cabe preguntarse por qué.
Es posible que ello se deba, simplemente, a que el cine inglés nunca ha sido demasiado bueno ni ha logrado tener una personalidad propia suficiente como para diferenciarlo del americano o del de otros países europeos, según las épocas y las aspiraciones de los cineastas; a que Hitchcock no logró en Inglaterra el grado de control sobre el medio que más tarde conseguiría en América, a que por aquel entonces su personalidad no estuviese aún suficientemente desarrollada y definida (no hay que olvidar que su primer film como director data de 1925, es decir, de sólo dos años antes de la llegada del sonido y sólo cuatro antes de su implantación definitiva en Inglaterra, por lo que, pese a lo activo que fue al inicio de su carrera, no hizo más que ocho películas completamente mudas). A fin de cuentas, no es frecuente que los grandes cineastas hayan sido grandes desde el primer momento, y hay que reconocer que Hitchcock, típico autor perfeccionista y evolutivo, necesitó de un período de formación más prolongado, por ejemplo, que Hawks, siempre igual a sí mismo —y, por ello, más regular y quizá, también, más limitado— y que desde muy pronto sentó firmemente las bases de su estilo personal, más «clásico» y menos exclusivamente propio que el de Hitchcock.
De todas formas, la relativa inmadurez o impersonalidad del Hitchcock mudo no impide que la grandeza posterior de su cine deba mucho, y casi todo lo fundamental, a su formación durante el período en que el cine no contaba con la palabra ni con los ruidos, y muy poco con la música, y había de valerse exclusivamente de las imágenes, que es de lo que básicamente se sirve Hitchcock hasta en sus últimas obras. Un arte del encuadre y la composición, una sabiduría incomparable para determinar el ángulo de toma, el tamaño de cada plano y la lógica que debe presidir el orden de sucesión de puntos de vista es lo que de forma más clara distingue a Hitchcock de la mayoría de los cineastas, particularmente de los llegados al cine con posterioridad: me parece obvio que existen unos «secretos» del cine mudo que se han ido llevando a la tumba, uno tras otro, los grandes pioneros del séptimo arte, y que ni siquiera los raros sucesores suyos que se han propuesto recobrarlos han conseguido hacerlo. Con la muerte de Hitchcock, que era el último cineasta con experiencia en el mudo que se mantenía en activo, el cine ha perdido, temo que para siempre, definitivamente, una serie de virtudes que ya en los últimos tiempos, con el retiro o la defunción de los viejos creadores, se habían hecho cada vez más infrecuentes.
Con todo, y pese a no ser, en conjunto, comparable con la etapa americana de su carrera, creo que la obra inglesa de Hitchcock presenta numerosos atractivos y que conviene conocerla, si se siente interés por este cineasta, por múltiples razones, y no sólo por lo que deben sus obras máximas a lo aprendido durante el cine mudo. De hecho, las películas sonoras de la etapa británica son, por lo general, mejores, más interesantes y más reveladoras que las mudas, pese a que la más lograda sea —para mí— una de éstas.
El Hitchcock británico es, ciertamente, un cineasta menos riguroso y personal, pero también más variado, más divertido y más imprevisible, que da muestras constantes de un notable sentido del cine, de una imaginación desbordante y, contrariamente a lo que se ha dicho a menudo, de un absoluto desprecio por lo verosímil, lo «realista» y hasta lo lógico. Su obra americana es todavía más estilizada, más elaborada visualmente, más perfecta y coherente, pero también más rígida en ocasiones, menos diversa, menos humorística; aunque las películas americanas son más audaces en puntos clave (como, por ejemplo, matar a Janet Leigh a los sesenta minutos de empezar Psicosis, desvelar la intriga de Vértigo a los dos tercios de película, o abandonar totalmente el principio de identificación entre personajes y espectadores en Topaz), las inglesas son atrevidas todo el rato, aunque se trate, casi siempre, de osadías menores.
La etapa británica de Hitchcock nos muestra a un director con inclinación, más que al thriller, al melodrama sentimental. Todavía no ha adoptado el suspense como mecanismo dramático a través del cual trasmitir con la máxima eficacia —haciendo que el público la comparta durante un par de horas— su inquieta e inquietante visión del mundo, de las relaciones humanas y las tensiones ocultas bajo la apariencia de normalidad. En Inglaterra, Hitchcock trató más superficialmente, con menos fuerza, pero más explícitamente, las cuestiones que ya entonces le preocupaban, aunque no tuviese formada todavía una opinión precisa o total acerca de ellas, encuentro, pues, muy reveladora, muy desenmascarada, buena parte de la obra inglesa de Hitchcock, sobre todo, posiblemente, las películas menos logradas o las que, aun contándose entre las mejores, parecen hoy, por eso mismo, menos características, menos personales.
No creo que nadie pueda dudar de la astucia de Hitchcock, de su habilidad comercial y publicitaria, facetas que no sólo no han condicionado o empobrecido su obra, sino que han hecho posible que su carrera tuviese continuidad y que le han permitido actuar con un notable grado de libertad —que nunca fue, ni siquiera en los últimos tiempos, absoluta: a menudo ha lamentado que la Universal le obligase a utilizar a Paul Newman en Cortina rasgada o no se atreviese a financiar Mary Rose, uno de los guiones que más había deseado realizar—, a cambio tan sólo de mantenerse, dentro de lo posible y al menos en apariencia, en el interior de un género cuyas reglas él mismo había establecido y del que era indiscutible maestro y modelo; sin embargo, este género, o subgénero exclusivo si se quiere, supone, además de un método de puesta en escena, de estructuración narrativa y de dramaturgia que se han revelado especialmente adecuados, precisos y útiles para abordar los temas que a Hitchcock le interesaban, una forma de enmascaramiento que ha permitido a Hitchcock dar a menudo «liebre por gato» —y no «gato por liebre»— sin que los productores se enterasen, ni buena parte —la más pasiva y rutinaria— de la crítica, ni —al menos conscientemente— amplios sectores del público, en particular aquellos que no se sentirían atraídos en modo alguno por un film que proclamase abiertamente que iba a tratar de la desconfianza mutua en la pareja —por ejemplo—, pero que acuden en tropel si se les promete —y se les da, por añadidura— un rato de emoción, diversión y misterio, envuelto el tema verdadero de la película en una trama intrincada e inverosímil, pero absorbente y fascinante, de espionaje o de policías y criminales.
En Inglaterra, Hitchcock no era todavía tan hábil ni tan sutil; de ahí el fracaso comercial de sus películas anteriores e inmediatamente posteriores a The Lodger; pronto se dio cuenta, sin embargo, de que sus mayores éxitos de crítica y taquilla se debían a la coincidencia de un tema que personalmente le concernía y afectaba y un planteamiento dramático y narrativo de carácter aparentemente policíaco; es decir, que la fórmula del éxito consistía en abordar estos temas que a él le importaban —la degradación por el amor, la justicia, el miedo, la confusión de identidad, la culpabilidad y su contagio, las dificultades de la pareja enamorada, la obsesión erótica, etc.— no explícitamente, al desnudo o discursivamente, sino encarnándolos en un drama ágil y ameno, lleno de acción y movimiento, con unas gotas de humor que espontáneamente surgían tanto de las situaciones —«por un lado, tiene gracia, pero por otro… maldita la gracia que tiene», dice, en un momento de peligro, un personaje de Cortina rasgada— como del carácter del propio Hitchcock. Es decir, para utilizar otra frase de Cortina rasgada, mediante la combinación de la «inconsistencia romántica» y la «lógica matemática».
Es así como, poco a poco, progresivamente, Hitchcock descubrió una forma de tratar atractivamente los temas que le obsesionan; profundizando en el sentido de esa combinación, Hitchcock llegó a inventar una dramaturgia —la que se conoce hoy universalmente como el «suspense»— que, más que una técnica, supone una forma de ver el mundo y de comunicar al mayor número de personas esa visión personal y particular que tiene su máxima expresión en la película que sigue pareciéndome la mejor que se ha hecho: Vértigo (De entre los muertos, 1958).
En "Dirigido por" nº74, junio 1980
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