viernes, 15 de diciembre de 2023

Frank Capra

En vista de la poca y mala fama de que goza en España actualmente Frank Capra, sospecho que no serán muchos los que, entre el 24 de septiembre y el 23 de octubre, se hayan molestado en encender su televisor y presenciar —como siempre, en orden rigurosamente inverso al cronológico—La amargura del general Yen (The Bitter Tea of General Yen, 1932), Horizontes perdidos (Lost Horizon, 1937) y Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, 1942/44). Lo siento por los otros, pues se trata de tres películas no demasiado conocidas de un director hoy ignorado, y que, además, no se ajustan a la idea esquemática que de él circula a partir de una lectura literal y toscamente continuista de las que, tras el éxito de Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934), le hicieron mundialmente célebre; El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, 1936), Vive como quieras (You Can’t Take It With You, 1938), Caballeros sin espada (Mister Smith Goes to Washington, 1939) e incluso, en mejor medida, Juan Nadie (Meet John Doe, 1941) y ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful life, 1946). Es decir, ninguna de las tres películas citadas en primer lugar es una «comedia política», ni siquiera «un cuento de hadas de sabor amargo». De menor interés para los sociólogos, tienen bastante, sin embargo, para los aficionados al cine americano, y mucho para los que piensan que Capra fue uno de los más grandes directores de actores con que contó Hollywood en su mejor época.

The Bitter Tea of General Yen es la más sorprendente de las películas de Capra que conozco; no está lejos de Sternberg (Shangai Express, 1932) y prefigura de algún modo —como espejo, invirtiéndola— 7 mujeres (1965) de Ford. Es un melodrama cuyo argumento alinea una serie de situaciones y personajes convencionales: China en guerra civil, un general equidistante del bandido y del cacique, misioneros y misioneras, matanzas y evacuaciones, el choque frontal u oblicuo de dos civilizaciones. Lo que escapa a los esquemas habituales en el guion de Edward Paramore y, sobre todo, en el enfoque que le ha dado Capra por medio de sus intérpretes (Barbara Stanwyck, Nils Asther) es que se trata de una historia de amor interracial en la que se critican los prejuicios raciales de muchos personajes (incluso de la heroína) y que tiene un final tan infeliz como se puede imaginar. Pocas veces ha ido el cine de Capra —la exigua porción de su obra que he podido ver— tan sugerentemente erótico, y nunca sus imágenes han alcanzado tales cotas de intensidad como en esta película breve y pausada, susurrante, sin estridencias.

Lost Horizon fue, como casi todas las inspiradas en novelas de James (Goodbye, Mr. Chips, etc.), un éxito notable. Su actual reputación, más bien pésima, tiene su origen en el reciente remake y en lo pasadas de moda que están las utopías (aunque muchos peregrinen al Tíbet o sus cercanías y busquen el consejo de algún gurú). Aparentemente, se trataría de una nueva confrontación entre Oriente y Occidente, más favorable al primero; sin embargo, el Gran Lama (Sam Jaffe, tan alucinado como siempre) resulta ser el padre Perrault, y la sabiduría y la paz que reinan en el valle inalcanzable de Shangri-La son de inspiración cristiana.

En contra de lo que por ahí se puede leer, no está nada claro que Capra se pronuncie a favor del Paraíso Artificial, más bien aburrido, al que se empeña en regresar Ronald Colman. Hay en Capra —siempre— una atracción por lo excéntrico, la anarquía y el buen humor que le impide aceptar sin reservas el rígido orden y la absoluta ausencia de conflictos que imperan en Shangri-La; su ideal de convivencia estaría representado, en todo caso, si no por la estrafalaria y libertaria familia (en sentido amplísimo, pues incluye amigos) que encabeza Martin Vanderhoff (Lionel Barrymore) en Vive como quieras, sí al menos por la de George Bailey (James Stewart) en ¡Qué bello es vivir!. Horizontes perdidos pertenece, pues, al sub-género capriano del «sour fairy tale», y no es en modo alguno una apología del aislacionismo; está bien la independencia, pero no tanto, y siempre que haya libertad para que sus miembros vivan como quieran, y no como en un convento. Sólo aquellos personajes que, como Thomas Mitchell o el inefable Edward Horton, llevan habitualmente una vida rutinaria o persecutoria, pueden encontrar en Shangri-La un lugar donde dar rienda suelta a sus aficiones secretas, más o menos ignoradas o reprimidas. Lost Horizon demuestra, a quien quiera fijarse en sus actores, que el ideal de Capra estaría más cerca de la comuna hippy que de un monasterio de cualquier religión.

Arsenic and Old Lace pertenece a un tipo de comedia, la screwball comedy, que Capra contribuyó a inventar —con Sucedió una noche— y al que, hasta en sus películas de aire más «trascendental» —véase el E. E. Horton de Lost Horizon, sin ir más lejos—, se mantuvo fiel: casi todos sus protagonistas están algo locos, les falta un tornillo o no acatan las normas de comportamiento dominantes en la sociedad en que viven. Aquí todos los personajes están bastante chiflados, la mayoría en grado sumo; podría decirse que la familia de Cary Grant es una versión exagerada de la extravagante pandilla de Vive como quieras, una extrapolación peligrosa y siniestra, decididamente demencial, de los felices e hilarantes amigos y parientes de Mr. Vanderhoff. Adaptando con escrupulosa y apresurada fidelidad una comedia teatral de Joseph Kesserling, Capra indica que hasta la chifladura tiene un límite: que alguien se crea Teddy Roosevelt puede ser molesto, pero resulta inofensivo; que dos viejecitas se dediquen a envenenar a vagabundos sin familia para librarles de la miserable vida que llevan y enviarles, se supone, al cielo por la vía rápida, resulta excesivo, por buenas que puedan ser sus intenciones; y cuando encima son malas, como en el caso de Raymond Massey y su amigo Peter Lorre, la situación se torna hilarantemente peligrosa.

Tal vez no sean las tres películas someramente comentadas las más características de Capra, aunque la que, a primera vista, parece más impersonal —Arsenic and Old Lace— se revele como un remake en clave de humor negro de Vive como quieras; aunque Lost Horizon constituya un esclarecedor complemento de varias de las más típicas; aunque The Bitter Tea of General Yen sea una de las mejores que ha hecho y una de las más grandes películas americanas del incierto período que siguió la implantación del sonoro.

En "Dirigido por" nº48, Oct-Nov 1977

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