miércoles, 13 de diciembre de 2023

Jean Grémillon

El fugaz paso por la Filmoteca, en proyecciones únicas y a las horas menos frecuentables, de cuatro películas de este cineasta «maldito» por excelencia, nunca muy conocido y hoy olvidado hasta en Francia —pese al proverbial «chauvinismo» de sus compatriotas—, debiera haber despertado, a mi entender, más interés del que indica una asistencia media de unas ocho personas en las tres sesiones a las que me fue posible acudir, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de cuatro de las obras de Grémillon que más aprecian sus contados pero selectos admiradores (Jean-Marie Straub, Paul Vecchiali —que le considera «el más grande»—, Pierre Kast, Truffaut, algún crítico serio como Gérard Guégan); aunque sólo fuese porque Grémillon (1902-1959) hizo dos films en España durante la República —La Dolorosa (1934) y Centinela ¡alerta! (1935), esta última producida por Buñuel— , su misteriosa figura eclipsada debiera haber atraído a algún cinéfilo curioso y trasnochado (ya que la «nueva cinefilia» sólo atiende, y poco, a los «consagrados», y eso cuando están de moda o acaban de morir).

Pese a que, en lo que va de año, he conseguido, por fin, admirar una película de Boris Barnet, y varias que no conocía de Renoir, Ophuls y Stroheim, las tres de Grémillon que he logrado ver llevan camino de constituir, para mí, la revelación de 1979: Remordimiento (Remorques, 1941), Le ciel est á vous (1943) y L'amour d'une femme (1953) me parecen tan asombrosas obras maestras que me exaspera haberme perdido —en una época en la que el 80% o más de las películas que uno llega a ver resulta prescindible— su famosa Lumiére d'été (1942) y no tener a mi alcance Gardiens de phare (1929), Pattes de mouches (1936), Gueule d'amour (1937), L'étrange Monsieur Victor (1938), Pattes blanches (1949), y André Masson et les quatre éléments (1959), por no citar toda su breve obra.

Es difícil, en el reducido espacio disponible, dar una idea, siquiera aproximativa, de cómo son las películas de Grémillon, tan originales en su modestia serena que no se prestan al juego de las comparaciones y los paralelismos (porque decir que algo tiene que ver con el Renoir de los años 30, con Ophuls, con Jacques Becker y hasta con Rohmer, aunque sea cierto, resulta tan vago como señalar que guarda relación con lo mejor del cine francés), todavía más difícil sería intentar explicar qué es lo que me hace admirarlas tanto, ya que precisamente su enorme complejidad es lo que más valoro.

Lo primero que cabe observar acerca de estas tres películas de Grémillon es que, dentro de lo difusas y poco operativas que resultan en el cine europeo las distinciones genéricas, son melodramas; pero, y esto lo complica, nada desmelenados, sino tranquilos y discretos, con humor y amplitud de miras, sin puritanismo ni intolerancia, con catástrofes verosímiles y personajes bienintencionados, sin que sea nunca preciso el recurso a cualquier «deus ex machina» cuya intervención imprevista o fatídica haga cambiar —para bien o para mal— el curso de los acontecimientos: para Grémillon, como para Shakespeare, «la culpa no es de las estrellas, sino de nosotros mismos».

En segundo lugar, destacaría la sencillez, claridad y precisión de una puesta en escena que, atenta sobre todo a los actores, procura mantener un difícil equilibrio entre la rigurosa sobriedad, cercana a la desnudez, del acercamiento «documental» y el estilizado lirismo, casi barroco, de Ophuls o Sternberg, logrando así que estas películas nada tenga de «naturalistas» y respondan, en cambio, plenamente, a lo que Grémillon entendía por «realismo», consistente en «el descubrimiento de lo sutil que el ojo humano no percibe directamente y que es preciso mostrar estableciendo armonías, relaciones ignoradas entre los objetos y los seres». La palabra «armonía» es reveladora, puesto que indica la raíz musical del acercamiento al cine de Grémillon, que no en vano estudió música y llevó a cabo interesantes y logrados experimentos en la integración de la música, las voces y los ruidos.

Una tercera característica del cine de Grémillon estriba en su capacidad para, rehuyendo la simplificación y el esquematismo, abordar los conflictos sin omitir las razones de cada una de las partes ni cerrar los ojos a los defectos o las virtudes de los personajes, estén o no equivocados. Para Grémillon el drama consiste precisamente, en que —esté o no de acuerdo con ellos— la actitud de sus protagonistas —tanto masculinos como femeninos— es comprensible, justificable incluso, pero incompatible con la de otras personas a las que aman. Por eso, pese a respaldar claramente el vivificante entusiasmo por la aviación que libera de un existencia rutinaria al matrimonio Gauthier, no disimula que esta pasión es la causa del egoísmo y la incomprensión de que hacen gala con respecto a la pasión por el piano de su hija, en dos escenas de una dureza inaudita (Le ciel est á vous), o bien, al tiempo que hace ver que el capitán André Laurent y Catherine se necesitan y se aman de verdad, no oculta el daño que la indiferencia de aquél hace a su esposa enferma (Remorques), o —con un sentido del equilibrio verdaderamente encomiable, y, por qué negarlo, bastante insólito en un cineasta de izquierdas— apoya la decisión final de la doctora Marie Prieur, sopesando el sacrificio que supone y sin que su implícita admiración por el personaje le obligue a falsear los razonamientos, también aceptables que le opone su amante, André Lorenzi (L'amour d'une femme). Y no se trata de «dar una de cal y otra de arena», ni de buscar un punto de vista «neutral», sino de ofrecer al espectador una versión completa, no deformada, de los hechos, de los personajes, de sus relaciones y de las situaciones conflictivas, a menudo insolubles, a que pueden conducir. No es que Grémillon eluda tomar partido —es evidente que está de parte de André y Catherine, de los Gauthier, de Marie Prieur—, sino que tiene la honestidad de no falsear las alternativas, de no presentarlas como más cómodas, fáciles o claras de lo que son, del mismo modo que, por mucho que le conciernan, por próximo a ellos que se sienta, no cae nunca en la tentación —muy rentable, además, ya que facilita la identificación del público— de embellecer o blanquear a los personajes; ni sublima sus intenciones ni palia las consecuencias de sus actos. Esta visión compleja, verdaderamente dialéctica, de la realidad hace de Grémillon un autor excepcional, sobre todo si tenemos en cuenta la época en que realizó dos de las películas citadas —durante la ocupación alemana— y si comparamos la tercera con el cine que se hacía en Francia en 1953: no es extraño que no tuvieran éxito, ya que tampoco lo alcanzaron La régle du jeu (1939) de Renoir, Caught (1948) y The Reckless Moment (1949) de Ophuls, Clash by Night (1952) de Lang, Viaggio in Italia (1953) de Rossellini, Akasen Chitai (1956) de Mizoguchi o Tokyo Boshoku (1957) de Ozu.

En "Dirigido por" nº64, Junio de 1979

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