miércoles, 13 de diciembre de 2023

Homenaje a Arthur Freed

Érase una vez

Hubo en tiempos buenos productores. Darryl F. Zanuck, David O. Selznick, hasta Samuel Goldwyn —aunque proclives al intervencionismo excesivo— lo fueron a menudo. También, tal vez menos prepotentes pero más cultos, John Houseman, Jerry Wald y algunos más, como el enigmático Nicholas Naytack, el justamente reivindicado Val Lewton o, en fechas más recientes, ese prospector de futuros talentos que sigue siendo Roger Corman; creo prematuro hablar de la capacidad como productores de George Lucas o Francis Coppola, enturbiada, además, por el hecho de ser también, como Alan J. Pakula, realizadores. Pocos lo hicieron siempre, o casi siempre, como es debido, pero a ellos debe el cine americano buena parte de su pasado y perdurable esplendor; la ausencia de auténticos producers y su suplantación por actores-estrella a porcentaje y tocados de narcisismo, por directores megalómanos tan pendientes de su imagen y su fortuna personal que apenas puede calificárseles de «independientes», por consejos de administración de bancos y multinacionales en pos de una creciente diversificación de actividades, por comisiones y comités que permiten o impulsan empresas que ningún individuo medianamente inteligente o razonable aprobaría, abogados y asesores fiscales en busca de un tax shelter rentable y seguro para clientes tan ricos que ni siquiera quieren saber en qué invierten su exceso de liquidez, y sobre todo, agentes (o agencias) de escritores, actores y directores que procuran montar un «paquete» no importa cuán disparatado e incoherente, con tal de que en él figure el máximo posible de sus representados (para así cobrar no una o dos comisiones, sino tantas como logre colar en el package deal), es decir, la desaparición de la figura del promotor entusiasta, enamorado del cine, con sentido del espectáculo y de la amenidad, capaz de arriesgarse por una película en la que cree, explica también, en buena medida, la etapa de decadencia —siempre relativa— tanto artística como industrial que ha atravesado el cine americano desde mediados de los años 60 hasta hace dos o tres, sin que pueda decirse que haya salido todavía del bache ni quepa ya esperar que lo consiga permanentemente.

En estos momentos, pues, en que vuelve a plantearse la necesidad de un coordinador que sepa qué se trae entre manos, que lea más Variety que el Wall Street Journal, que vaya al cine alguna vez, y que se fíe más de sus gustos o su olfato que de las encuestas de opinión, el marketing o la prospectiva, parece conveniente volverse al pasado, no para imitarlo, sino para tratar de comprender qué es lo que hacían unos artesanos —a veces, verdaderos artistas— en vías de extinción, y ver, si es posible, qué es lo que de ellos cabe aprender. Y dentro de un bloque informativo dedicado, como la retrospectiva en curso de la Filmoteca Nacional, al musical, resulta todavía más oportuno, ya que este género es uno de los que más precisan de alguien que se ocupe de combinar los talentos respectivos de los numerosos artistas que colaboran en su realización; si el cine es, casi siempre, una empresa colectiva, aunque a menudo dominada por la personalidad —cuando la tiene— del miembro del equipo con mayor capacidad de decisión —habitualmente el director, incluso si el poder nominal o económico lo tiene el productor, hasta cuando parte de un material literario cuya letra debe respetar—, en el musical tal carácter colectivo es máximo, puesto que es el tipo de cine que más se aproxima a la concepción —propugnada por algunos teóricos— de este medio como «suma de todas las artes» (o «síntesis», igual da): no es fácil, en efecto, que un director pueda entender de música y danza, además de tener conocimientos acerca de decorados, vestuario, maquillaje, peinados, efectos especiales y otros factores de la puesta en escena o de la confección final del producto que cobran en el musical una importancia muy superior a la que tienen en otros géneros; además, las películas musicales han sido siempre más caras de lo habitual, y requieren un cuidado, una cantidad de ensayos y un lujo de medios que obliga a que su fabricación esté supervisada por una persona con capacidad organizativa y de gestión económica que muy a menudo están fuera del alcance y del interés de quienes se consideran artistas ante todo y desprecian las cuestiones de intendencia.

El cine para quien lo trabaja

Una visión romántica, maniquea y un tanto exculpatoria del papel del director, producto de una reacción tanto contra los «literatos» que se obstinan en dar a los guionistas un protagonismo excesivo como contra la industria —especialmente americana—, que tiende a hacer de la compañía productora la dueña y señora absoluta de las obras realizadas por sus empleados, ha hecho que la crítica actual, derivada o contagiada de los criterios relativamente innovadores e inconformistas propugnados por Cahiers du Cinéma en los años 50, no haya prestado la menor atención a los productores, salvo para servirse de ellos, ocasionalmente, como «cabezas de turco» o «chivos expiatorios» y convertirlos sistemáticamente en el «villano» de la pieza siempre que se daba algún conflicto entre el director y la industria. Sin propugnar, ni mucho menos, dar vuelta a la tortilla, ni una actitud conciliatoria cuando los representantes del dinero atenten a la libertad artística, creo que no estaría de más ocuparse alguna que otra vez de ciertos productores, que pueden tener tanto que ver como el director con el fracaso o el acierto de una película.

Además, entre los producers americanos de la «edad de oro» hay personajes admirables dignos del mayor respeto. De ellos, he sentido siempre especial simpatía por dos «mirlos blancos» de los que —si la memoria no me juega una mala pasada— ningún director parece haber tenido nunca motivos de queja, que —por lo visto— jamás entorpecieron el trabajo de quienes consideraban sus colaboradores, sino que procuraron poner a su disposición los medios necesarios y los técnicos y artistas idóneos en cada caso, y que así contribuyeron —sin duda, decisivamente— al éxito artístico, a la amenidad y a la rentabilidad de las películas que produjeron y —casi siempre— concibieron u originaron. Uno fue Aaron Rosenberg, a quien debe la Universal sus mejores películas del Oeste y de aventuras del decenio 1950-1959. y gracias al cual pudieron encontrarse a sí mismos y demostrar de lo que eran capaces el director Anthony Mann, el actor James Stewart y el guionista Borden Chase, a menudo reunidos por Rosenberg como núcleo de un equipo técnico-artístico casi autónomo dentro de la productora. El otro, al que voy a rendir aquí el tributo de gratitud a que se ha hecho acreedor, fue Arthur Freed (1894-1973), letrista de canciones del Tin Pan Alley convertido en capitán de una «unidad», casi independiente en el interior de la controladísima M.G.M., especializada en la producción de comedias musicales, y de la que salieron las muestras más insignes y deliciosas del género en su período de apogeo, desde las precursoras The Pirate de Minnelli, Summer Holiday de Mamoulian, Take Me Out to the Ball Game de Berkeley —con alguna escena dirigida por Kelly & Donen, antes de su debut oficial al año siguiente— y Easter Parade de Walters —las cuatro en 1948—, hasta las obras maestras finales que fueron, sucesivamente, It’s Always Fair Weather (1955) de Kelly & Donen, Silk Stockings (1957) de Mamoulian y Bells Are Ringing (1960) de Minnelli.

Entre 1948 y 1960, en efecto, puede situarse la vigencia del musical en estado puro, es decir, del musical por antonomasia, que no debe identificarse con el de la Metro en general, sino, más concretamente, con el «inventado», «creado» o «promovido» por Arthur Freed: On the Town (1949), Singin’ in the Rain (1951) —de Kelly & Donen—, An American in Paris (1951), The Band Wagon (1953), Brigadoon (1954), Gigi (1958) —de Minnelli—, son, con las ya mencionadas, algunas de las principales y más características películas del género producidas por Freed: cualquier fan encontrará en ellas, si no su musical favorito, al menos uno —o más bien varios— de los que prefiere.

En realidad, no hay mejor defensa —si fuera preciso— o elogio —que merece como pocas personas relacionadas con el cine— de Arthur Freed que su filmografía. La simple relación de las películas por él producidas entre 1939 y 1961 es suficientemente expresiva y reveladora de su particular talento para elegir y combinar elementos y personalidades; dejando de lado The Wizard of Oz (El mago de Oz, 1939), dirigida por Victor Fleming (y King Vidor y Richard Thorpe), de la que fue únicamente productor asociado de Mervyn LeRoy, y las cuatro no musicales que produjo en toda su carrera —Any Number Can Play (Hagan juego, 1949) de LeRoy, Crisis (1950) de Richard Brooks, The Subterraneans (1960) de Ranald MacDougall y Light in the Piazza (Luz en la ciudad, 1961) de Guy Green, todas interesantes o intrigantes—, la aportación de Freed al musical de la Metro Goldwyn Mayer comprende las cuarenta películas siguientes, enumeradas en orden cronológico de producción (aunque algunas se acabasen o estrenasen más tarde que otras emprendidas anteriormente, a menudo por la necesidad de remontar o hacer retakes después de las previews, no siempre a cargo del director titular): Babes in Arms (Los hijos de la farándula, 1939) y Strike Up the Band (Armonías de juventud, 1940) de Busby Berkeley; Little Nellie Kelly (1940) de Norman Taurog; Lady Be Good (1941) de Norman Z. McLeod (y Roy Del Ruth); For Me and My Gal (1942) de Berkeley; Du Barry Was a Lady (1942) de Del Ruth; Cabin in the Sky (1943) de Vincente Minnelli; Best Foot Forward (1943) de Edward Buzzell; Girl Crazy (1943) de Taurog (y Berkeley); Meet Me in St. Louis (1944) de Minnelli; Ziegfield Follies (1945/6) de Minnelli (y Sidney, Lemuel Ayers, Robert Lewis, Del Ruth, Taurog, Merrill Pye); The Clock (1945) de Minnelli (empezada por Fred Zinnemann y Jack Conway); Yolanda and the Thief (1945) de Minnelli; The Harvey Girls (1945) de Sidney; Till the Clouds Roll By (1946) de Richard Whorf (y Sidney); Summer Holiday (1946/8) de Rouben Mamoulian; The Pirate (El pirata, 1947/8) de Minnelli; Good News (1947) y Easter Parade (1948) de Charles Walters; Words and Music (1948) de Taurog; Take Me Out to the Ball Game (1948) de Busby Berkeley (y Gene Kelly & Stanley Donen); The Barkleys of Broadway (Vuelve a mí, 1949) de Walters; On the Town (Un día en Nueva York, 1949) de Kelly & Donen; Annie Get your Gun (La reina del Oeste, 1950) de Sidney; Pagan Love Song (1950) de Robert Alton; An American in Paris (Un americano en París, 1951) de Minnelli; Royal Wedding (1951) de Donen; Show Boat (Magnolia, 1951) de Sidney (y Roger Edens); The Belle of New York (1951) de Walters; Singin’ in the Rain (Cantando bajo la lluvia, 1951/2) de Kelly & Donen; Invitation to the Dance (Invitación a la danza, 1952/6) de Kelly; The Band Wagon (Melodías de Broadway 1955, 1953) y Brigadoon (1954) de Minnelli; It’s Always Fair Weather (Siempre hace buen tiempo, 1955) de Kelly & Donen; Kismet (1955) de Minnelli (acabada por Donen); Silk Stockings (La bella de Moscú, 1957) de Mamoulian; Gigi (1958) de Minnelli (y Walters); y, finalmente, Bells Are Ringing (1960) de Minnelli.

Se puede observar, al pasar revista a estas películas, que ciertos nombres se repiten muy a menudo: Minnelli (doce veces), Donen, Berkeley y Sidney (seis), Walters y Kelly (cinco); es decir, los más claros representantes del cine musical americano. Casi todos ellos empezaron su carrera de la mano de Freed, o la terminaron (Take Me Out to the Ball Game es el último film que dirigió Berkeley). También dio su primera oportunidad —si no todas las buenas— al equipo de guionistas formado por Betty Comden & Adolph Green, cuya nueva concepción del musical no se ha valorado suficientemente. Freed utilizó en sus películas, como es lógico, a la flor y la nata de los bailarines y cantantes americanos: Judy Garland, Gene Kelly, Fred Astaire, Cyd Charisse, Ann Miller, Vera-Ellen, Judy Holliday, Lena Horne, Jules Munshin, Lucille Bremer, Betty Garrett, Frank Sinatra, y empleó en alguna ocasión a Dolores Gray, Eleanor Powell, Rita Moreno, Gower y Marge Champion, Janis Paige, Donald O'Connor, Debbie Reynolds, Ginger Rogers, Dean Martin; a veces da la sensación de que tuvo que contentarse con intérpretes bajo contrato con la Metro, como Mickey Rooney y Esther Williams, pero no parece casual que recurriese también a Leslie Caron, Oscar Levant, Nanette Fabray, Michael Kidd, Dan Dailey, Jack Buchanan, Alice Pearce y otros actores relativamente infrecuentes en la casa, en el musical o en el cine mismo. Freed contrató, igualmente, a los mejores coreógrafos: antes de ser directores, Donen, Kelly, Minnelli, Walters, Robert Alton, Kidd, Robert Lewis y Jack Donahue se ocuparon de los bailes, lo mismo que Berkeley, Hermes Pan, Jack Cole, Seymour Felix, Eugene Loring, Carol Haney, Nick Castle, Jerome Robbins… se diría que no falta ninguno, salvo, curiosamente, Bob Fosse. La nómina de compositores y letristas, contemporáneos o fallecidos, es también bastante impresionante: George e Ira Gershwin, Jerome Kern, Oscar Hammerstein II, Alan Jay Lerner, Frederick Loewe, Harry Warren, Johnny Mercer, Jule Styne, Ralph Blane, Hugh Martin, Cole Porter, Lew Brown, Nacio Herb Brown, Arthur Freed, Burton Lane, B. G. De Sylva, Leonard Bernstein, André Previn, Irving Berlin, Adolph Deutsch, Richard Rodgers, Lorenz Hart, Harold Arlen, Richard Arlen, E. Y. Harburg, George M. Cohan, Ralph Freed, Howard Dietz y Arthur Schwartz fueron asimilados y potenciados por el equipo musical integrado por Roger Edens —luego productor por cuenta propia—, el orquestador Conrad Salinger, Lennie Hayton, Johnny Green, George Stoll, Leo Arnaud, George Bassman, Skip Martin, Alexander Courage, Saul Chaplin, Kay Thompson y Robert Tucker. No es extraño, pues, que el genérico de cualquier otra película al menos parcialmente musical de la M.G.M., pero no producida por Freed, como Les Girls (Las Girls, 1957) de George Cukor, esté lleno de nombres del antiguo grupo capitaneado por Freed (1).

Tampoco hay que olvidar la importancia para lo que Freed consideraba su «Unit» de una serie de técnicos magistrales. Entre los directores de fotografía de una serie destacaban Harold Rosson, Charles Rosher, Ray June, Harry Stradling, Joseph Ruttenberg y, sobre todo, por la cantidad de veces que trabajó para Freed, George Folsey, sin olvidar las muy especiales colaboraciones esporádicas de Harry Jackson (The Band Wagon), Milton Krasner, Robert Plank, Karl Freund, John Alton o el olvidado y genial Robert Bronner. El equipo de decorado —bajo la supervisión nominal de Cedric Gibbons—, peluquería, maquillaje y vestuario fue el habitual de la compañía, aunque siempre pareció particularmente inspirado y audaz cuando trabajaba para Freed, tal vez porque éste les estimulase y les permitiese escapar de la rígida tradición impuesta por su jefe de departamento. Otro factor importante en el musical es el montaje: todo el trabajo del director, los intérpretes y los encargados de la banda sonora para adecuar los movimientos de cámara y actores al ritmo de la música puede resultar inútil si la película cae en manos de un montador sin «oído»; tal vez por eso, dentro de los muchos de que disponía la Metro, Freed mostrase una especial predilección por Albert Akst (que se encargó de trece de sus películas) y Adrienne Fazan (habitual de Minnelli, hasta en sus melodramas, que se ocupó de otras ocho producciones de Freed).

Arts gratia artis

Confío en que sirva para algo esta relación, tal vez premiosa, de títulos y nombres que poco o nada dirán, mucho me temo, a la mayoría de los improbables lectores que todavía me sigan. Los cito porque me llama la atención, en la Filmoteca, que ya no se oye un murmullo de admiración o expectación cuando en los títulos de crédito se nos anuncia que la fotografía es de Robert Surtees, Harry Jackson, William H. Clothier, Lucien Ballard, Tony Gaudio, Arthur C. Miller o Karl Freund; sólo Gregg Toland parece decir algo a los nuevos cinéfilos, y no quiero imaginar la cara que pondrían la mayor parte de ellos si se les pidiese detectar las diferencias que pueden darse entre tres films de la M. G. M. con «color consultants» tan característicos como Charles K. Hagedon, Alvord Eiseman o George Hoyningen-Huene, y que serían perceptibles incluso en el caso de que el director o el operador-jefe fuesen los mismos. Digo esto porque me parece curioso que, en una época que ha visto cómo se intentaba —sin demasiado éxito, claro— sepultar la noción de «autor» y se fundaban anónimos «colectivos», se tiende a olvidar o despreciar sistemáticamente a todos aquellos miembros del equipo que no aparecen en las carteleras: por supuesto, sigue vigente el «star system», al menos para los cinéfilos, con la única novedad de que se ha añadido al director como «superestrella», incluso cuando es un debutante o un mediocre artesano rutinario y sin estilo ni personalidad (esto ni siquiera es original: hace más de quince años ya se dedicaron sesudos artículos a desentrañar las «constantes» de la «obra» de Pedro Lazaga, no recuerdo cuál de los Romero-Marchent, Jesús Franco, Germán Lorente, Norman Taurog, Richard Thorpe, Rudolph Maté, Gordon Douglas y otros fabricantes de salchichas, unos buenos y otros malos); algunos, más eruditos, cultivan la adoración por ciertos guionistas —pese a lo difícil que es saber si tuvieron algo que ver con las películas que firmaron, o si sus mejores trabajos aparecen bajo el nombre de otros—, y muchos, curiosamente, parecen capaces de ir a ver una película por el simple hecho de que la música esté compuesta por Max Steiner, Bernard Herrmann, Nino Rota o Henry Mancini, afición cuyo resultado bien pudiera ser la actual proliferación de disco-films (2). Mucho me temo que los que siempre hemos pasado por «cahieristas» —más que nada, por preferir Cukor y Minnelli a René Clair, un ejemplo cuya evidencia ha puesto de relieve la revisión consecutiva, en dos días, de Les Girls, Porte des Lilas y The Band Wagon— y, en consecuencia, por ser lo que en América llaman absurdamente auteurists, hemos sido bastante más conscientes del carácter de «trabajo de equipo» que tiene el cine, por mucho que hayamos insistido en el papel fundamental que puede o debe tener el director (que es, al fin y al cabo, quien «dirige» a los demás). Tal vez nos fijásemos más en las películas, ya que no habíamos tenido la peligrosa ocasión de acostumbrarnos a que se nos «retrasmitiese» su argumento (y una parte, deteriorada, de sus imágenes, convertidas así en ilustrativas y, por tanto, en secundarias) por televisión; o puede que tuviésemos más entusiasmo y curiosidad, y tendiésemos —sin proponérnoslo, ni aspirar a ningún tipo de erudición— a convertirnos en «archivos vivientes» a fuerza de escrutar las fichas técnicas de obras que nunca veríamos y las filmografías total o parcialmente desconocidas, pero creo que, fuesen unas u otras las causas de este hecho, estábamos en mejores condiciones para apreciar cabalmente el logro que suponen las cumbres del cine musical. Porque no hay que olvidar que buena parte del atractivo de films como Les Girls, The Band Wagon, Singin’ in the Rain se debe a lo que en Hollywood llaman production values, «valores de producción», y que para obtenerlos en tal grado no basta con mucho dinero —aunque sea condición sine qua non, necesaria pero no suficiente—, y bien empleado —en crear las imágenes y sonidos de la película, no en promoción y publicidad como ahora—, sino que se requiere un cuidado, un amor a lo que se hace, un grado de autoexigencia que son las señas de identidad del «maestro artesano», se trate de un director (que puede ser, además, un «autor», pero de los de verdad, no de esos que se ocupan más de su propia imagen que las imágenes de «su» película), de un fotógrafo, de un decorador, de un músico, de un actor o de un bailarín. De otro modo no se explica la asombrosa —y hoy inalcanzable, inimitable, irrepetible— belleza de tres o cuatro planos de enlace de The Band Wagon que muestran un tren que avanza en la noche, transportando a la compañía de una ciudad a otra antes del estreno en Broadway de la nueva comedia musical, planos que probablemente no habrá rodado Minnelli, sino un ayudante, y que habrán costado miles de dólares por décima de segundo; no se entiende el cuidado, la inventiva y el buen gusto con que Cukor, Robert Surtees, Hoyningen-Huene, Gene Allen y seguramente unas cuantas personas más han dispuesto los decorados, los trajes, los colores, las luces y el movimiento de cámara en Les Girls, para dar vida y tensión a un guion que, en manos más torpes o apresuradas, hubiera dado lugar a una película banal, como tantas otras, y no a una obra maestra de la comedia. En fin, temo que este elogio de Arthur Freed se esté convirtiendo, sin que yo quiera, más que en una celebración de su figura, o de su función en varias de las películas que más placer me han proporcionado, en un lamento por un cine (o, mejor dicho, una forma de hacer cine) que pertenece decididamente al pasado. Sin embargo, puede que estas distinciones entre lo que se entendía por «buen cine» hace unos años y lo que por tal cosa deben de entender los que hoy lo hacen también rindan cuenta con fidelidad y precisión, aunque sea a modo de corolario, de lo que Arthur Freed aportó al cine.

El secreto de Freed

Como productor específicamente de películas musicales, a las que se consagró casi en exclusiva durante los veintidós años que consiguió mantenerse en activo, la contribución de Freed es decisiva. Ignoro en qué película y en qué año ha de situarse el hallazgo —he visto 30 de las 45 que produjo, y no conozco algunas importantes, como Yolanda and the Thief, Summer Holiday, Good News, de las anteriores a 1948—, pero creo que tuvo que ser Freed el inventor del rasgo que para mí determina si un film es o no un verdadero musical, y cuya ausencia excluye del género, a mi modo de ver, tanto las operetas de la Paramount —The Love Parade (El desfile del amor, 1929), Monte Carlo (Monte Carlo, 1930), The Smiling Lieutenant (El teniente seductor, 1931) y One Hour With You (Una hora contigo, 1932) de Lubitsch; Love Me Tonight (Ámame esta noche, 1932) de Mamoulian— o de la M.G.M. —The Merry Widow (La viuda alegre, 1934) de Lubitsch y las de W. S. Van Dyke II y Robert Z. Leonard con la estupenda Jeanette MacDonald, mejor sin el melifluo Nelson Eddy— como los biopics de la Fox —pese a obras maestras como Alexander’s Ragtime Band (1938) de Henry King, con Alice Faye por lo general— y los híbridos de realismo social (a cargo de Lloyd Bacon) y fantasías caleidoscópicas (encomendadas al delirante pero monótono e inhumano Berkeley de los años 30) que producía la Warner. Si acaso, creo que podría hallarse un precedente parcial de lo que descubriría y llevaría a la práctica Freed (a través de Mamoulian, Donen, Kelly, Minnelli y Walters sobre todo) en algunas escenas —impulsadas, sin duda, por Fred Astaire— de las deliciosas comedias lubitschianas (Edward Everett Horton hace la conexión evidente), con alucinantes decorados de Van Nest Polglase y la pareja Astaire-Ginger Rogers como protagonistas, producidas por Pandro S. Berman para la R.K.O. durante los años 30 y muy bien dirigidas por el menospreciado Mark Rex Sandrich (The Gay Divorcee, Top Hat, Follow the Fleet, Shall We Dance, Carefree), un George Stevens que —como era frecuente por aquella época, véase Vivacious Lady (1938), por ejemplo— estaba todavía más cerca de sus tiempos de operador de cortos de Laurel & Hardy que de sus pretenciosas superproducciones oscarizables, y era ágil y ligero (Swing Time), William A. Seiter (Roberta) o Thornton Freeland (Flying Down to Rio); también —de ahí que atribuya tal tendencia a Astaire— en algunas películas con otras parejas (A Damsel in Distress de Stevens, con Joan Fontaine) y para productoras diferentes (You’ll Never Get Rich de Sidney Lanfield, You Were Never Lovelier de Seiter), y tanto en solos de claqué espontáneos como cuando empieza a volar arrastrando a su compañera por una pista de baile, un parque, la suite de un hotel de lujo o un escenario, puede verse un antecedente del musical «freediano»; curiosamente, en la primera que hizo el genial bailarín para la M.G.M. (Broadway Melody of 1940, 1940, de Taurog, con su réplica femenina, Eleanor Powell), este aspecto se vio reprimido —como en la última que rodó en la R.K.O. con Ginger Rogers, The Story of Vernon & Irene Castle de H. C. Potter)— por el guion, tendente a confinar la danza en los estrechos límites de un escenario. Sería fundamental ver Yolanda and the Thief (1945), que es el primer musical de Freed con Astaire, ya que en el primero que utilizó a Gene Kelly (For Me and Me Gal, 1940) no es posible todavía vislumbrar esa característica que creo haber intuido en algunas escenas de Astaire y que es el rasgo común de casi todas las producciones de Arthur Freed entre 1948 y 1960: la continuidad existente entre los momentos de comedia —o incluso drama— normal y las canciones o los bailes; es decir, la ausencia de una ruptura que delate el paso del movimiento «normal» (aunque sin duda estilizadísimo, incluso más de lo habitual en el cine americano de la época) y la dicción «realista», hablada, a la danza y el canto. Conseguir que no haya solución de continuidad, que no se produzcan rozamientos más o menos chirriantes en los puntos de inflexión que anuncian o señalan la transición de la comedia al musical no es empresa fácil, como pudo comprobar el estimable Jacques Demy con Les Parapluies de Cherbourg (Los paraguas de Cherburgo, 1963), pese a tratarse de una película cantada permanentemente y sin bailes propiamente dichos, e incluso —aun contando con Gene Kelly— en Les Demoiselles de Rochefort (Las señoritas de Rochefort, 1967). No sólo es éste un objetivo difícil de alcanzar, sino además fundamental, creo yo, para el pleno éxito de la operación de encantamiento que realiza todo musical.

This Happy Feeling

Lo que hace del musical un género cinematográfico importante —más allá del número de obras maestras que haya dado, indudablemente inferior al que han producido otros varios, lo que, de paso, indica hasta qué punto es fácil fracasar en este terreno, o no llegar plenamente, lo que ocasiona al espectador un sentimiento de frustración e insatisfacción, cuando no de molesta incomodidad y hasta de rechazo, singularmente acusado e irreparable una vez que «el hechizo se ha roto», a veces inexplicable racionalmente, con argumentos, pero experimentado con tal viveza que no caben dudas al respecto— es, sobre todo, su capacidad para comunicar al público el impulso vital, armónico y ligero, casi alado, que transporta a los personajes cuando sus cuerpos se mueven libre y rítmicamente en un espacio que, de pronto, se ha hecho ilimitado, cuando las palabras les salen de la boca con sorprendente y melódica facilidad. Al lado de esta contagiosa liberación, unas veces suave y elegante, otras dinámica y enérgica, melancólica y amorosamente acariciadora o entusiasta y alegremente saltarina, explosivamente feliz, alocada en ocasiones, discreta y solitaria otras, las demás virtudes del musical pasan a ocupar un lugar secundario, aunque no por ello despreciable (la superación del naturalismo llevada a su punto máximo, la recuperación de la mímica como forma de expresión, el enlace a través del sonido plenamente utilizado con el espíritu y la dirección de actores estilizada del cine mudo, la actitud insumisa y dinamitera que se permite adoptar frente a las normas narrativas, la fusión de géneros y artes que propicia y exige, etc.).

Pero para que todo esto suceda realmente, sin baches, sin quiebros distanciadores, hace falta mucho talento, sentido del ritmo y —como decía Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, para mí la cumbre del musical— «dignidad, siempre dignidad». Porque mantener ese precario equilibrio ya pese al constante tránsito del diálogo (o el monólogo) a las canciones (a coro, a tres, a dúo o en solitario) y del código gestual de la comedia a la danza exige poner en práctica, sin un desmayo, esa regla de oro de los hombres del espectáculo que reza the show must go on, «la función debe continuar», entendida aquí como que no admite rupturas ni interrupciones, porque una vez perdida la magia no es posible recobrarla, como si nada hubiese sucedido. Hay, pues, que tomar al pie de la letra la famosa canción That’s Entertainment de The Band Wagon, cuando sus protagonistas proclaman que the stage is a world, the world is a stage no están haciendo un juego de palabras, sino revelando su fórmula mágica, es decir, que «la escena es un mundo» y que «el mundo es una escena», y que, por tanto, hay identidad entre el escenario teatral (o el plato cinematográfico) y el mundo, y no hay que establecer diferencias entre una «escena» y otra, ni debe haber solución de continuidad al pasar de una a otra porque no ha de ser distinta la conducta en cada uno de los «decorados» en que los actores se mueven. De ahí que los bailes y las canciones no queden confinados, en los musicales de Freed, al reino de las candilejas, al tablado del escenario de un teatro, sino que salga a toda Nueva York, al metro, a los muelles, a Central Park, a una pista de patinaje, a un gimnasio, a una calle de Hollywood bajo la lluvia, a una estación de ferrocarril, a una «penny arcade» de la calle 42, a una colina brumosa de Escocia, al Bois de Boulogne, a los quais del Sena, a Montmartre y la torre Eiffel, al mundo entero, de noche y de día, al aire libre o en el espacio más estrecho, y que quienes bailan y cantan no necesiten ser profesionales del espectáculo, o lo hagan también en sus horas libres, improvisadamente, con espontaneidad —y hasta con aparente torpeza, sin voz o sin agilidad suficiente, como el Peter Lorre de Silk Stockings—, por gusto, cuando les apetece, obedeciendo a un impulso irresistible, con unos amigos, con la mujer amada o a solas, con o sin público de pago, sin necesidad de ofrecerse en espectáculo —aunque sin importarles nada darlo, como Gene Kelly sobre patines en Siempre hace buen tiempo—, por su cuenta o enzarzando en la danza a cuantos tengan alrededor, pues no cantan y bailan porque para eso les pagan o porque es su oficio, sino porque se sienten felices o desdichados y ésa es la manera de expresarlo que les viene a la cabeza. En estos musicales, la danza y la canción no tienen por objeto impresionar, sino la función de expresar los sentimientos y los estados de ánimo, los deseos y los sueños convertidos —mediante el baile o las canciones— en realidad. Está claro que para Arthur Freed y sus discípulos, amigos y secuaces la vida era una improvisación coreográfica.

NOTAS

(1) Sobre el funcionamiento de este equipo, así como de lo que el propio productor consideraba la «Arthur Freed Unit», pueden leerse con provecho el muy interesante libro de Hugh Fordin The World of Entertainment - Hollywood’s Greatest Musicals - The Freed Unit at M.G.M. (Doubleday, 1975; An Equinox Book published by Avon Books, 1976), la entrevista con Stanley Donen publicada en el n.° 24 de la revista inglesa Movie y la autobiografía de Vincente Minnelli (en colaboración con Hector Arce) I Remember It Well (Doubleday, 1974; A. Berkley Medallion Book, 1975).

(2) Todo es, dicen, cuestión de gustos, pero no creo imposible empezar por preferir claramente la música de Nino Rota a la de Franz Lehár o la de Max Steiner a la de Richard Wagner, por ejemplo, y acabar entusiasmándose con los productos de Robert Stigwood con John Travolta y Olivia Newton-John.

En "Dirigido por" nº85, Ago-Sep, 1981

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