lunes, 4 de diciembre de 2023

The Sound of Music (Robert Wise, 1965)

Comprendo que los que éramos jóvenes cuando se estrenó esta película de Robert Wise la mirásemos con prevención y recelo, probables víctimas de la película germana de los años 50 que nos había presentado a la familia Trapp, compuesta por un viudo noble austriaco, una ex novicia (demasiado joven y jovial para sus superioras) y varios niños, para colmo cantores.

Imagino que los hoy jóvenes nada sabrán de la tradición culta austriaca del primer tercio del siglo pasado, no podrán imaginar lo que supuso la anexión de este país a la Alemania nazi, que seguirán sin sentir apego por monjas y niños cantarines, ni siquiera de Salzburgo o Viena, y que el nombre de los Trapp no les dirá nada. Esto significa que es normal que varias generaciones de españoles hayan estado inhabilitadas para soportar —no ya apreciar— la, pese a ello, excelente película rodada por Robert Wise cuatro años después del éxito mundial de otro musical, West Side Story, cuyo mérito se tendió a adjudicar al célebre coreógrafo (pero neófito y no reincidente en la dirección de cine) Jerome Robbins.

Sólo los muy aficionados al musical, y los aún más escasos admiradores del saxofonista John Coltrane, en atención a su obsesiva recreación de My Favorite Things, una de las canciones de Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music), se habrán sentido lo bastante intrigados para prestarle al menos cierto oído: algo habrían de tener las canciones de Richard Rodgers y Oscar Hammerstein III para fascinar al último gran renovador del jazz hasta el punto de que grabase unas 30 versiones (algunas de más de 30 minutos) de esa pieza en el curso de los años finales de su breve vida.

El artesano

A pesar de los antecedentes mayoritariamente negativos (y eso que la almibarada obrita de Wolfgang Liebeneiner tampoco era un horror), un puñado de curiosos fue capaz de compartir el general entusiasmo de millones de espectadores de todo el mundo, que dieron a Sonrisas y lágrimas un éxito de taquilla suficiente para amortizar una producción en la que no se había regateado gasto ni esfuerzo que pudiera ayudar a hacer una excelente película, que es lo que, a fin de cuentas, era y sigue siendo hoy, 37 años después, Sonrisas y lágrimas.

Es posible que Robert Wise no haya sido nunca un autor cinematográfico; es seguro que no aspiraba a tal consideración, y que se sentía, como buen ex montador de la RKO (entre otras, de Ciudadano Kane), un artesano; a partir de un cierto momento de su carrera de realizador, es probable que pensara como un productor. Desde ese punto de vista, en este caso, como en otros antes y después, actuó con singular perspicacia.

En primer lugar, eligiendo como guionista a Ernest Lehman, nada proclive a la ternura ni a lo sentimental y un hábil constructor tanto de sólidos edificios narrativos como de castillos de naipes: en su haber, y no muy lejano, basta recordar Con la muerte en los talones de Hitchcock. Su elección casi garantizaba una buena adaptación y un trazado plausible de los personajes, por arquetípicos que fueran. Era decisivo conseguir un reparto bueno: Julie Andrews, gran estrella musical de Broadway, había debutado en el cine el año anterior con Mary Poppins, pero había perdido a manos de Audrey Hepburn el papel de Eliza Doolittle en la versión de George Cukor de My Fair Lady, que durante mucho tiempo había representado en escena. Injustamente, estos dos papeles de hada madrina en películas infantil-musicales, le valieron una aureola negativa, de la que empezó a librarse a partir de Cortina rasgada de Hitchcock y, sobre todo, bajo la dirección de Blake Edwards, su marido. El histriónico y envarado Christopher Plummer y la fogosa y algo amargada Eleanor Parker eran también ideales para sus papeles.

Quizá a partir de West Side Story, Wise parece descubrir los grandes espacios y las posibilidades expresivas de los movimientos de cámara, tanto en películas de gran envergadura como en las más intimistas (Cualquier día en cualquier esquina), y con Sonrisas y lágrimas da un paso decisivo en esta dirección, que le lleva a reemplazar un cine de primacía del plano corto y el montaje por uno basado en la amplitud, la transparencia y la fluidez del que es también buena muestra su película siguiente, la infravalorada El Yang-Tsé en llamas. Además, tiene el buen gusto de contratar al luminoso y sensual paisajista Ted McCord, corresponsable de la impresionante belleza visual de la película, lo mismo en exteriores naturales que en interiores.

Canto de cisne

Un equipo técnico–artístico integrado por los mejores profesionales de Hollywood en aquel tiempo hace de Sonrisas y lágrimas no sólo uno de los últimos grandes musicales clásicos, sino uno de los cantos del cisne de la gran tradición de eficacia del cine estadounidense. Pero no hay por ello que pensar que nos encontramos ante una obrita intrascendente y rosácea, por mucha perfección técnica que aporte, entre otras cosas porque todavía entonces esos valores se le suponían al cine americano. Es preciso denegar el prejuicio mayor: no se trata de una comedia–melodrama deleznable para almas cándidas o piadosas, cursi y sensiblera. Sólo aspira a la excelencia y la perfección: que no haya un fallo; y como tal se consideraría entonces caer en el exceso, incluso en una idealización angélica de los protagonistas.

La película resulta sumamente divertida cuando se mantiene en el terreno de la comedia (la vitalidad de Julie Andrews frente al rigor escandalizado de sus compañeras; la ironía de los niños frente a su padre, acostumbrado a la disciplina militar), pero no se olvida de reflejar con dureza y autenticidad la amenaza que suponía el ascenso del nazismo y la necesidad de resistir su avance y hacerle frente, aunque para ello fuese preciso abandonar un modo de vida especialmente grato y confortable.

No es una película rosa y simplista, sino atenta al mundo exterior que amenaza siempre aquello a lo que uno se aferra con excesivo apego.

En "El Mundo", 25/08/2002

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