Como la cultura japonesa nos resulta distante y misteriosa, se supone —en parte con razón— que la desconocemos y no podemos entenderla. Consecuencia: apenas se estrenan películas japonesas. Se olvida que lo lejano y desconocido intriga e interesa a los curiosos, y que si nos llegara más cine japonés sabríamos mucho más sobre el Japón y comprenderíamos mejor a sus habitantes. Cualquiera que haya visto tres películas chinas habrá intuido, primero, y deducido, después, que el blanco es para ellos un color de luto, y que el nupcial es el rojo. Y si a uno le gustan esas películas “exóticas”, acabará por leer literatura de ese país, por ver cuadros, por leer un libro sobre su historia o sus creencias. Además, si uno está harto de las monótonas convenciones, cada vez más globalmente uniformadas, del cine americano y sus imitadores europeos, puede que encuentre un alivio en el cine oriental, cuyas mismas convenciones le antojarán originales y le parecerán un saludable cambio de aires.
Es difícil, eso sí, saber a qué atenerse realmente ante las muestras erráticas y discontinuas que nos llegan de tarde en tarde, en desorden, con enormes lagunas, de la obra de uno de esos cineastas de otras culturas. No es difícil ni que nos equivoquemos —lo cual es normal, no hay que tener tanto miedo al error— y es probable que traten de darnos “gato por liebre”, por lo que no es raro que los paladares snobs se den atracones indiscriminados de supuestos discípulos de Abbas Kiarostami, como si toda película iraní pudiera ser buena por definición; con todo, encuentro esa actitud más sana que la contraria, negarle el pan y la sal a todo lo que no proceda del “primer mundo”.
Provocador y raro
El caso es que, dadas la circunstancias, puede parecernos “moderno”, provocador y raro lo que allí quizá sea perfectamente normal y hasta vulgar, por no decir que adocenado, y podemos tomar por obra original la de un imitador de un cineasta cuya existencia ignoramos. Y se nos antojaría, quizá, “extranjerizante” u “occidentalizada” en exceso una película que, por tratar su autor de librarse de lugares comunes locales y de romper con las tradiciones narrativas o plásticas vigentes en su tierra, tuviese auténtica vocación innovadora, al menos en su contexto.
De ahí que no sepa realmente si Imamura Shohei, nacido en 1926 y autor desde 1958 de diez películas que conozco y otras doce que no —aunque pronto serán once y once— es, como algunos creyeron al ver en festivales las primeras muestras —como Akai satsui (1964)—, un “moderno”, entonces un miembro del (ya talludo) “nuevo cine japonés” o, por el contrario, como otras posteriores harían pensar, más bien un cineasta de corte clásico, aunque con anomalías y rupturas de tono, o acaso, muy razonablemente, un director flexible y camaleónico, que detesta repetirse y que adapta su estilo, su estrategia formal y sus tácticas narrativas a las historias que cuenta y a los propósitos que le guíen en cada ocasión. Entre La venganza es mía (1979) y La balada de Narayama (1983) —remake del filme homónimo dirigido por Kinoshita en 1958, lo que parece un signo de cierta voluntad de conectar con la tradición— veo, a primera vista, tan escasa relación como entre las consecutivas La anguila (1996) y Dr. Akagi (1998) —probablemente la que menos me gusta y la que prefiero, respectivamente, de todas las que conozco—, o entre las distantes La historia del Japón tras la Segunda Guerra Mundial contada por una geisha (1970) y Lluvia negra (1989), o Eijanaika (1981) y Zegen (1987) de tal modo que, si la llegada de una película suya a nuestros cines es siempre una sorpresa, el efecto que haga al verla es impredecible: resultará siempre interesante, aunque a veces no del todo satisfactoria, y otras, en cambio, sea impresionante.
Confieso que sería incapaz de identificar como suya una sola de sus películas, aunque a su término supongo que, por razones más complejas que su mera apariencia, llegaría a sospecharlo. Encontré —y sigo encontrando— discutible, por deliberadamente “provocadora” —un poco como I pugni in tasca de Marco Bellocchio, y otras más de los “jóvenes airados” de mi época— la afamada La venganza es mía, menos sincera que orientada a escandalizar, y no sé si es muy complicada o caprichosamente retorcida, pero no me acaba de convencer ni de resultar creíble —no digamos emocionante— la muy celebrada Anguila, que no puedo evitar contemplar con escepticismo y hasta desconfianza.
En cambio, me gustan especialmente la secamente brutal Akai satsui (cuyo título sería algo así como Llamada al asesinato), Lluvia negra —sobre las consecuencias de Hiroshima— y la bastante fordiana —como el Dersu Uzala de Kurosawa— aunque no menos extraña Dr. Akagi. Lo mejor que puede hacerse con las películas de este y otros cineastas japoneses, chinos, coreanos, de Taiwán, Hong Kong, la India, Sri Lanka, Filipinas, Irán, Israel, Senegal,… es ir a verlas, cuando hay ocasión, con curiosidad y atención. Y con tolerancia y paciencia; no como si fuesen iguales —que no lo son, para bien y para mal— que las americanas o incluso las españolas, ni pidiéndoles lo mismo, que es de esperar que no nos lo vayan a dar. No es que por remotas o (no siempre) pobres hayan de ser buenas, obviamente, pero siempre serán, por lo menos, un poco diferentes, y por tanto más interesantes, en principio, que la rutina habitual que ocupa permanentemente el 95% (como poco) de la cartelera, hoy tan estandarizada al más bajo nivel que es difícil distinguir de dónde procede cada película, ya que lo único que comparten es una falta de inteligencia uniforme, que para colmo suele hacerse pasar por “pensamiento” único.
Señas de identidad
Casi siempre apátridas de vocación y desarraigadas por conveniencia, las películas que normalmente nos llegan son americanas o, cuando no, tienden a imitar (sin éxito, salvo comercial) modelos ajenos a su ámbito cultural, y no precisamente nuevos. La ventaja de algunas sociedades menos entregadas al negocio de la palomita y que aún creen en la posible misión testimonial, educativa o divulgadora del cine es que en ellas sobreviven algunas señas de identidad, sobre todo entre directores con personalidad y tesón suficientes como para mantenerse fieles a sí mismos, sin abdicar de la búsqueda de un estilo propio ni de sus obsesiones, sin contar entre ellas la de enriquecerse a toda velocidad y gozar de un prestigio más social que artístico. Imamura Shohei —los japoneses anteponen el apellido al nombre propio— es, desde luego, un cineasta peculiarísimo, incluso, sospecho, dentro del cine japonés, y pertenece, sin duda, a la estirpe de los obsesivos.
Casi todo lo que hace, por diferente que sea el género —cuando no escapa, sin más, a tales categorías clasificatorias— y la época en que se sitúa la acción, manifiesta un interés especial por la persistencia de los instintos y los impulsos elementales en el hombre, por la borrosa frontera que en determinadas circunstancias lo separa apenas del animal; no es el racionalismo el rasgo más usual entre sus personajes, ni siquiera cuando son hombres de ciencia, ni su conducta —ocasionalmente sacrificada y filantrópica— suele ser de las calificables de “ejemplares” por la sociedad en la que viven: en el fondo, es una cuestión de grado o de inclinación, de carácter si no de suerte, que se dediquen, con idéntica pasión, a curar enfermos o al asesinato en serie o gratuito. También su idea del amor y de las relaciones entre hombres y mujeres dista bastante de lo comúnmente admitido como “normal”, incluso en su país, por lo cual hasta sus películas estilísticamente más serenas y transparentes acaban por sorprender, mostrándonos aspectos que normalmente el cine ni siquiera contempla.
En "El Cultural", 13/02/2002
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