Pese a ser Carl Th. Dreyer un cineasta «consagrado» desde los años 30, y a que sólo logró dirigir 14 largometrajes, han pasado casi diez años (se cumplirán el 20 de marzo) desde su muerte sin que su obra completa pudiese ser vista en España. Por ello me parece particularmente deplorable que este ciclo, el primero completo y en orden cronológico que ha debido ofrecer la Filmoteca Nacional desde su fundación, con copias generalmente excelentes (sobre todo las cedidas por la Cinemateca danesa), y de un interés verdaderamente insuperable, no haya tenido el eco que legítimamente se podría esperar. Así no vamos a ninguna parte, me temo: en Madrid, podrían contarse con los dedos de una mano (y sobrarían) los directores que han asistido a alguna de las proyecciones del ciclo; otro tanto podría decirse de los críticos —sobre todo los más jóvenes, los que más desconocen a Dreyer— y, en proporción, de los presuntos cinéfilos. Panorama que no estimulará a la Filmoteca a tratar de ofrecernos ciclos tan necesarios como —aunque no fuesen completos— los que podrían dedicarse a Mizoguchi, Ozu, Sirk, Ophuls, Donskoi, Stiller, McCarey o Borzage, por citar sólo unos cuantos que me apetecería ver.
El que haya visto las películas más famosas y recientes de Dreyer —La passion de Jeanne d'Arc, Vampyr, Vredens Dag, Ordet y Gertrud— conocerá las que yo considero sus cuatro mejores películas, pero no conocerá a Dreyer. Porque Dreyer no es un «buen» cineasta del mudo que, con la llegada del sonido, se crece, como puede que lo sean Ford o Hawks, sino uno de los grandes creadores de ambas etapas de la historia del cine. Además, su obra no es tan monotemática o uniforme como se dice, no sé por qué (ya que poco hay de común entre el estilo de La passion… o el de Vampyr y el de Ordet o Gertrud, y es famosa su tesis de que cada film exige un tratamiento diferente), y el que ignore Glomdalsbruden, Du skal ære din hustru o la casi invisible Två människor no debe arriesgarse —como tantos hacen, con osadía e irresponsabilidad inaudita— a escribir sobre Dreyer.
Su primer film, Præsidenten (1919), ha de contarse entre los mejores que se rodaron aquel año (el de Broken Blossoms de Griffith y Madame Dubarry de Lubitsch, nada menos), y demuestra una sorprendente madurez; pese a su melodramático —aunque bastante feroz para con todo tipo de hipocresías— argumento, logra imponerse gracias a una ya sobria y precisa dirección de actores y a su intrigante y compleja estructura narrativa, basada en el flashback y la elipsis, tan admirada por Jean-Marie Straub (se parece mucho a la de su Nicht versöhnt, 1965).
Blade af Satans bog (1920) es el más célebre de sus films anteriores a La Passion…, pero también, previsiblemente, el menos perfecto: se trata de un film de cuatro episodios —situados en diferentes épocas, y estilísticamente muy distintos entre sí—, cuyo denominador común es el tema —tan dreyeriano— de la intolerancia. Inspirado sin duda en Intolerance (1916) de Griffith, aunque sin recurrir al montaje alternado de las cuatro historias (que se suceden en orden cronológico, respetando su continuidad), se resiente del estatismo del primer sketch (sobre Cristo), tratado como una serie de «cuadros» (casi «estampas») de muy escasa verosimilitud; el capítulo apunta hacia Orphans in the Storm (1921) de Griffith, y el último —el más logrado— trata de las luchas entre «rojos» y «blancos» en Finlandia.
Prästänkan (1920) es su primer film sueco, y una auténtica revelación. Pese a su antigüedad, conserva íntegramente su frescura y su ejemplar claridad haciendo gala de un humor que difícilmente cabía esperar de Dreyer sin conocer su obra muda; la dirección de actores es prodigiosa para la época, y la planificación anuncia ya la de sus últimas obras maestras.
Die Gezeichneten (1921), rodada en Alemania, es un feroz alegato contra el anti-semitismo, con escenas de violencia impresionante. Ya que la acción está situada en la Rusia pre-revolucionaria, no es nada extraño que muchas de sus escenas influyeran a Eisenstein en su primer film, Stachka (1924). En un registro dramático, la dirección de actores alcanza el grado de madurez revelado, en clave de comedia, por el film precedente. En 1921, Dreyer era ya uno de los máximos creadores cinematográficos.
De nuevo en Dinamarca, Dreyer rueda la que parece su película más insólita, una comedia fantástica, vagamente inspirada en La fierecilla domada de Shakespeare, y que hace pensar en Lubitsch y en las primeras óperas cómicas de Mozart. Por desgracia, sólo se conservan unos 2/3 del metraje originario de Der var engang (1922), lo que no permite juzgar con solvencia los 55 minutos vistos. Cabe apuntar que estos fragmentos tienen una belleza visual —tanto en interiores como en exteriores— deslumbrante, y que casi todas las escenas resultan muy divertidas y elegantes.
De nuevo en Alemania, Dreyer dirige Michael (1924), probablemente la más perfecta —aunque no la más sorprendente, ni la de mayor encanto— de sus películas mudas. Tensa y rigurosa como Gertrud, con la que guarda estrechas relaciones subterráneas, es una de las cimas del cine mudo europeo. Su complejidad es excesiva como para intentar decir más en una crónica tan breve como ésta.
Du skal ære din hustru (1925) es tan perfecta como Michael, y tal vez más reveladora. Se trata de una deliciosa comedia feminista, en la que es posible encontrar ya el autor de Ordet. Magistralmente interpretada y planificada, divertida y emocionante, de una pureza ejemplar, es una de las películas menos conocidas de Dreyer y, en mi opinión, una de las mejores de toda su carrera (por lo menos, la mejor de las mudas rodadas en su país natal).
Ese mismo año, pero en Noruega, Dreyer rueda Glomdalsbruden, película menospreciada pero encantadora, de una sencillez asombrosa, en la que demuestra un sentido del paisaje y de la naturaleza digno del mejor Stiller (el de Johan, 1920). Es tal vez su obra más radiante y feliz, más reposada y lírica, y desde luego una de las cimas de su obra, pese al altísimo nivel de toda ella.
La passion de Jeanne d'Arc (1927), tal vez su film más apreciado por los historiadores, me sigue pareciendo, pese a su indiscutible fuerza y a la presencia de Antonin Artaud —mucho más creíble que la celebrada Falconetti—, el menos convincente de cuantos hizo. Arbitrario y efectista hasta el delirio, en completa ruptura con el maduro clasicismo de los tres films precedentes, se resiente excesivamente de su reputado y laborioso «vanguardismo», que ha hecho de él una auténtica «pieza de museo», apenas capaz de emocionar hoy día, y muy inferior en todos los sentidos al Procès de Jeanne d'Arc (1962) de Bresson.
Aunque la copia proyectada fuese de calidad muy inferior a la que logré ver en París hace diez años, Vampyr (1932) pudo apreciarse en su integridad, y no en la horrenda e incomprensible versión mutilada (remontada y doblada por un tal Amichatis) que se estrenó en España y que la Filmoteca, no entiendo por qué, conserva. Sin duda la película más enigmática de Dreyer, y —con Vredens Dag— la más inquietante, consigue crear un clima de inestabilidad e incertidumbre sólo comparable al que suscita Psicosis en su primera visión.
Tras el fracaso comercial de los dos últimos films, Dreyer se vio reducido a la inactividad. Sin embargo, no perdió el tiempo, como lo demuestra Vredens Dag (1943), su obra más terrible y dialéctica, y una de las más admirables de toda la historia del cine. Estrenada en España hace diez años, es lo bastante conocida como para omitir cualquier comentario (además, ya he rebasado las 3 holandesas asignadas para este trabajo, en espera de que, ahora que es posible, alguien haga un estudio a fondo de Dreyer; por ejemplo, Víctor Erice).
Obligado a abandonar Dinamarca (ocupada por los nazis) a causa de Vredens dag (Dies irae), Dreyer se refugió en Suecia, donde logró que le produjeran —aunque no con los actores que él deseaba— un film que jamás permitió que se proyectase en su país natal (ni casi en ningún otro sitio) y del que renegaba enérgicamente. Pese a la maniática severidad de su autor, Två människor (1944) no es un film despreciable. De hecho, sé de varias personas que lo encuentran tan admirable como yo. Desde luego, es un film rarísimo — como Die Angst (1954) en la obra de Rossellini—, muy «americano» (hace pensar en Luz que agoniza de Cukor, Secret Beyond the Door… de Lang, Sospecha y Yo confieso de Hitchcock, The Reckless Moment de Ophüls, etc.), bastante forzado y casi tan delirante como el último de sus films mudos y el primero de los sonoros, pero de una intensidad impresionante; siento no tener espacio para extenderme sobre él, porque es interesantísimo.
Sus dos últimas obras maestras, rodadas en Dinamarca con diez años de distancia, Ordet (La palabra, 1954) y Gertrud (1964), debieran ser —aunque dudo mucho que lo sean— lo bastante conocidas en España como para hacer innecesario cualquier comentario acerca de ellas. De la última, para mí la mejor de Dreyer, escribí a raíz de su estreno y no querría repetirme; de Ordet nunca he sabido qué decir.
En "Dirigido por" nº51, febrero 1978
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