Cuando su estreno, al verla lleno de esperanzas tanto por el salto cualitativo que para mí había supuesto Canción de Cuna como por mi admiración por la versión muy anterior (1956) de Tulio Demicheli, esta película supuso para mí una extraña decepción. Por un lado, pensaba ya entonces – y sigo pensando lo mismo – que sus primeros 8 minutos, sin diálogo, son lo mejor que ha rodado Garci, pero creo que me desconcertó lo poco que respondía el film entero a las expectativas generadas en mí por la delirante obra de Demicheli, frente a la cual la visión de Garci me resultaba fría y apocada. En mayor o menor grado, me ha seguido pasando lo mismo las varias veces que la he revisado cuando de pronto, tras un periodo largo sin verla de nuevo, le he encontrado su tono y su razón de ser – que en parte implicaba desmarcarse de la versión primera; es como si a Leo McCarey le hubieran encargado rehacer Written On The Wind (Escrito sobre el viento, 1956) de Douglas Sirk o Some Came Running (Como un torrente, 1958) de Vincente Minnelli – y me ha parecido una de las cuatro o cinco más grandes obras de Garci (para mí tiene por lo menos siete de primera categoría, por mucho que algunos le nieguen el pan y la sal, por razones inválidas o falsas).
Su tono o su tonalidad, frente al altisonante, exacerbado y casi demencial de Demicheli (ayudado por la presencia invasora del gran histrión Arturo de Córdova), es el que en música se llamaría “menor”, y el sentimiento dominante del conjunto, dentro de un ritmo en el que predominaría el “andante”, sería la tristeza, una melancolía y una desesperanza, ambas soterradamente generalizadas, que apenas se mencionan en los diálogos – Garci evita aquí un riesgo frecuente, ser excesivamente explícito verbalmente –, salvo como alusiones veladas en los comentarios de las criadas (María Massip y Neus Ausensi) o flotando implícitamente en las escenas de Fernando Guillén con Julia Gutiérrez Caba, siempre muy discreta, pero que pesa sobre los hombros de Cayetana Guillén Cuervo, de Mercedes Sampietro, de Fernando Guillén y hasta de Beatriz Santana, que quizá nunca hayan estado mejor como intérpretes de unos personajes que verosímilmente poco tienen de ellos.
Ignoro si correspondería a un estado de ánimo pasajero de Garci o a su manera de ver, a finales de los años 90 del siglo veinte, la manera de hacer creíble el melodrama escénico (y muy radiofónico) de Joan de Sagarra, que combina eficazmente elementos varios de ese género, no menos noble por mucho que suela tratarse despectivamente, pero que, como sucede cada vez más y más temprano, en parte han podido quedar caducos y hasta resultar trasnochados. Revisando una tras otra las dos versiones cinematográficas se observa en qué medida la de Garci supone una modernización sobre todo tonal, anti-enfática, más pausada, con predominio de los silencios y las miradas, y sobre todo, nada literaria ni siquiera teatral, sino más puramente cinematográfica… y por ello mismo, evasiva: los detalles se nos pueden escapar de la vista como de entre los dedos, y difuminarse en el recuerdo nada más cerrarse la película, tal vez la más “languianamente” seca e imparable de Garci (con los dos Crack) y al mismo tiempo la más suavemente cruel, con un cierto fluir a lo Mizoguchi. También aquí las referencias de cine están más ocultas e interiorizadas: sólo los que hemos sido atravesados más de treinta veces por las imágenes de Strangers When We Meet (Un extraño en mi vida, 1960) de Richard Quine pensaremos que – tal vez sin darse cuenta – Garci se acordó también de esa película al rodar un par de escenas – fabulosas – con Beatriz Santana.
En “E-motion pictures: las películas de José Luis Garci”. Madrid, Notorious, 2018.
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