viernes, 1 de diciembre de 2023

Anthony Mann, el gigante modesto - Festival de San Sebastián 2004. Retrospectiva

Contrariamente a otros directores de su generación, Anthony Mann no tuvo la suerte o la desgracia —nunca se sabe— de ser sobrevalorado. Por eso el paso del tiempo, los años transcurridos desde su muerte —prematura, mientras terminaba Sentencia para un dandy, quizá su película menos vista y más desatendida—, no han hecho sino acrecentar su figura, que se muestra retrospectivamente, frente a muchos coetáneos más celebrados, y no digamos frente a sus posibles sucesores, como verdaderamente ejemplar.

Se conocían en España —y no era fácil olvidarlos— casi todos sus westerns; con todo, había excepciones, como The Last Frontier, y varios —Cazador de forajidos, La puerta del diablo—, en blanco y negro y estrenados con retraso, se habían visto sepultados con el lejano Las furias en algún rincón del olvido; es seguro que muchos jóvenes aún no conocerán Colorado Jim u Hombre del Oeste. Se menospreció —“reduciéndolo” a un western medieval, en lugar de situarlo en el mismo territorio épico recorrido por Winchester “73 u Horizontes lejanos, Tierras lejanas o El hombre de LaramieEl Cid, que hoy parece difícil no reconocer como una obra maestra. Se despreció su complemento, la majestuosa La caída del Imperio Romano, que, como la precedente, hablaba de la política internacional de los Estados Unidos del momento, y apuntaba sus posibilidades y sus riesgos antes y después del asesinato de John F. Kennedy. Ni caso se hizo de la nada despreciable Los héroes de Telemark, ni de su obra postrera, con la excusa de que Laurence Harvey rodara algunos planos.

No hablemos de su primera etapa, de modestas series B de aprendizaje pero llenas de ideas, de hallazgos visuales, de fuerza dramática, de sobriedad, de precisión. Y de modestia, de seriedad en el ejercicio de su oficio. Menores, sí, pero aún vivas, ponen los cimientos de una segunda etapa, aún confinada en la pobreza, pero de prodigiosos logros formales, a veces asistido por el gran fotógrafo John Alton: son películas más o menos policiacas, con nada subrayados ni demagógicos apuntes sociales, más sombrías que “negras”, de ritmo trepidante, que hoy pueden descubrirse tan frescas como en los años 40, y entre las cuales una de las más fascinantes y precursoras ni siquiera lleva su firma, aunque todo el mundo supo siempre quién fue el verdadero artífice de He Walked by Night. Y hay otros tesoros ocultos en su filmografía, unos muy vistos —pero sin prestarles la debida atención—, como su biografía de Glenn Miller, otros recónditos, como The Tall Target o Reign of Terror/The Black Book, que debieran deparar gratas sorpresas.

Se asocia a Mann con el Oeste, James Stewart, el paisaje y el color. Cierto, pocos se sirvieron del género y sus escenarios, de la pantalla ancha y del talento de un actor en el que Anthony Mann supo descubrir nuevas facetas, filones más duros, y una ambigüedad que, en paralelo, también exploró Hitchcock. Pero sería injusto olvidar que fue uno de los máximos orfebres del blanco y negro, que en la pantalla cuadrada anterior a 1953 lograba introducir con nitidez una cantidad asombrosa de detalles y elementos —como quizá sólo Mizoguchi—, que fue uno de los que, más que aprovecharlo, hicieron madurar el género por excelencia del cine americano, y antes hizo lo propio con otro de los más característicos, el thriller. Hoy que se encuadra con descarado descuido y se proyecta sin respetar el borde, cada una de sus películas es una lección de cómo delimitar el campo de visión y componer la imagen para que sea significativa y cobre en ella sentido, por cómo lo vemos, cuanto ocurre. Nunca cuidó su propia imagen, no prodigó declaraciones, se limitó a trabajar cuanto pudo, lo mejor que supo, y consiguió así una obra que, a pesar de raros altibajos y algunas manipulaciones, se mantuvo siempre al borde de la excelencia, sin dejar de aspirar a ella. Hizo una de las mejores películas sobre la guerra, Men in War (aquí grotescamente rebautizada La colina de los diablos de acero), y una adaptación de Erskine Caldwell, God’s Little Acre, que eran verdadero cine independiente, ajeno a las pautas de Hollywood, antes de despedirse de su género predilecto (y de Gary Cooper) con una de sus últimas cumbres, Hombre del Oeste, y de partir para Europa, donde terminarían sus días, tras chocar con el productor de Cimarrón, fracaso lamentable pese a fragmentos memorables, y verse reemplazado por Kubrick en Espartaco tras rodar algunas escenas extraordinarias.

En "El Cultural", 16/09/2004

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