DESHIELO EN NUEVA YORK
Noto desde hace algún tiempo, y observo que va en aumento, una curiosa aversión hacia todas aquellas películas – no muy abundantes que digamos - que, siquiera por tomar a auténticos seres humanos como personajes y por atender a sus relaciones y sentimientos, tienen algo que ver con la realidad. Como si los espectadores sufriesen la misma depresión que el padre encarnado por Paddy Considine en En América, la última película del estimable cineasta irlandés Jim Sheridan (Mi pie izquierdo, El prado, El boxeador, En el nombre del padre), y no pudiesen soportar que les hablasen de semejantes cuestiones, no sé si dolorosas, espinosas o simplemente inoportunas (a nadie le gusta que le recuerden lo que le falta). Y no me cabe otra explicación, ya que sucede con películas a mi entender muy buenas pero, en cualquier caso, aun para los más insensibles a ellas, muy discretas, demasiado modestas y poco “imponentes” como para que, en sí mismas, pudieran molestar o irritar tanto a nadie. Se diría que tienen la impertinencia de quebrar un tabú, de mentar lo que debe ser silenciado y recordar lo que conviene olvidar. Si son seres de látex o esquemas de papel, que realizan proezas (o vilezas) exageradas hasta lo inverosímil, y están narradas espectacular o enfáticamente, pero de forma impersonal, sin implicación alguna de los autores y actores, todo va bien, y se acepta el número histriónico o circense-pirotécnico, aunque las películas sean nulas o pésimas, quizá precisamente porque son insignificantes e irrelevantes, y se pueden ver y olvidar en el acto. A mí, qué quieren que les diga, como no voy al cine para estar arropado de una pandilla sin tener que hablar, ni a comer palomitas sin ser visto, ni a matar un tiempo que no me sobra y para el que encuentro incontables ocupaciones alternativas, no me basta; es más, me parece un derroche molestarme en ver cosas que no me dejan huella ni recuerdo, y sin las cuales, por lo tanto, como nada me dan, nada pierdo, mientras que si caigo en ellas pierdo el tiempo, el dinero y a veces la paciencia.
El carácter subjetivo y relativo de los retorcidos reproches que se suelen dirigir a estas infrecuentes películas que tratan de personas, para justificar tal rechazo – “cursis”, “sentimentales”, “blandas”, “convencionales”, o el muy socorrido “lentas” –, me confirma en esa impresión de que el problema no está en las películas mismas sino en esos espectadores, quizá mayoría, que, decididamente, no quieren ver tales cosas, aunque, eso sí, se traguen sus variantes efectistas, sociologizantes, retóricas, caricaturescas (voluntariamente o no) o cínicas. Mientras la cosa no vaya en serio, mientras no les interpele ni les roce, mientras se hable de otros mundos, a ser posible imaginarios, vaya, la cosa puede pasar. Pero como tengan que darse por aludidos, y las balas pasen rozando, ah no, ya no se puede tolerar tanta incorrección. No sé si es falta de fe – que ya no se cree en ciertas cosas – o que se prefiere esa cómoda insensibilización que permite no echar en falta lo que, si se piensa, se ha perdido.
La mera descripción – siempre tan simplificadora que no cuadra – que se hace de semejantes películas, intentando sepultarlas en un nicho temático o genérico, es reveladora de que molestan, perturban, producen desasosiego. Así, no se vayan a creer que el film de Sheridan trata de “emigrantes irlandeses en América”. Sí, sus protagonistas son eso, y actuales, pero es algo muy secundario. Nada que ver con Lamerica de Gianni Amelio ni con América, América de Kazan. Los protagonistas podrían haber llegado a Nueva York de Kansas o Wisconsin, o ser africanos en París, turcos en Frankfurt, ecuatorianos en Madrid; simplemente son “extraños” – aquí hablan casi el mismo idioma - trasplantados a una gran ciudad, a un barrio empobrecido, sin medios apenas para sobrevivir, y que tratan de aclimatarse a un ambiente inhóspito y muy duro; para colmo, si se han mudado no es sólo para buscar una fortuna que tardarán en encontrar, si es que les llega, sino, sobre todo, para huir de su casa y su tierra, del entorno en el que vivían y en el que ya no pueden aguantar porque se les ha muerto un hijo; y aunque les quedan dos hijas estupendas - y otra, con problemas, vendrá en el curso del relato -, no se han consolado de tal pérdida ni la han aceptado, y mudamente se reprochan el marido y su mujer (Samantha Morton) la culpa que no es de nadie, o a lo sumo, de haberla, de los dos.
La película está contada desde el punto de vista de la mayor de las niñas, de unos once años prematuramente maduros (a la fuerza), y adicta a la videocámara, que trata de mantener intactas las ganas de vivir de su hermana menor, de unos siete, y de ir grabando recuerdos. Aunque no se nos dice que también sea autobiográfico lo más dramático de la película – pese a que la dedicatoria final, a la memoria de Frankie Sheridan, hace temer que sí, ya que el niño muerto de los Sullivan se llamaba Frankie –, se nota que buena parte de lo que nos cuenta corresponde a vivencias personales, a sentimientos experimentados, que Sheridan y sus hijas coguionistas recrean retrospectivamente. Vamos, que es una película que no han hecho ni para ganar dinero ni para hacerse famosos, sino porque tenían algo que contar y recordar, y han querido compartirlo. Y esto, curiosamente, parece que no es lo que interesa: buen futuro le espera al cine europeo, que tiene el valor de usar a gente nada embellecida, como la excelente Samantha Morton, en lugar de a la Julia Roberts de turno. Yo le puedo poner algún reparo formal, sobre todo a su arranque, pero al final me emociona.
En El Séptimo Vicio, en Radio 3 (22 de enero de 2004)
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