Diez años separan Ordet (El verbo/La palabra, 1954) de Gertrud (1964). La película de Carl Theodor Dreyer anterior databa igualmente de diez años antes, la desconocida y subvalorada obra maestra Två människor (Dos seres, 1944), por lo que para el público en general eran más bien once los años transcurridos desde Vredens Dag (Dies irae, 1943), a su vez rodada tras doce años de silencio desde Vampyr (La bruja vampiro, 1931). Durante las cinco últimas décadas de su vida —la mayor parte de su vida de cineasta—, la carrera de Dreyer (aparte de esos cinco largos sólo hizo algunos cortometrajes de encargo) fue aún más discontinua que la de Víctor Erice, no digamos que la de Robert Bresson. A cambio de esta pobreza cuantitativa, se trata —como a menudo sucede, aunque no tiene por qué— de una obra cinematográfica de asombrosas integridad, honradez, dignidad, riqueza y coherencia, que puede calificarse de magistral en todos los sentidos.
En cada una de estas espaciadísimas entregas, Carl Theodor Dreyer volcó un decenio de pasión contenida y de reflexión constante —de la que dejó algunas huellas escritas y en contadas entrevistas—, y fue despojando gradualmente su cambiante estilo de casi todo lo que había llegado a parecerle prescindible, no indispensable, y por tanto accesorio, decorativo, ornamental o retórico, anticipándose —sin autodenominarse tal— al tan publicitado “minimalismo”, hasta llegar, en Gertrud, a la más absoluta y desnuda belleza, a la más radical economía expresiva.
Tópicos y leyendas
Es un tópico afirmar que Dreyer era de una extremada sobriedad: llegó, efectivamente, a serlo; pero no siempre lo fue, y menos que nunca en la película que, paradójicamente, cimentó su fama universal, le granjeó un capítulo en todas las Historias del Cine y figuró durante largo tiempo entre las “diez mejores”, La Passion de Jeanne d’Arc (1927); tampoco puede decirse que sea exactamente sobria Vampyr, una de las cumbres del cine de terror y un fascinante híbrido de cine sonoro y mudo que contiene entre sus inolvidables imágenes blanquecinas algunos de los más asombrosos movimientos de cámara jamás vistos y varios ángulos y encuadres insólitos, todavía hoy sorprendentes, que supongo horrorizarían retrospectivamente al Dreyer maduro. Otra persistente leyenda que acompaña al gran cineasta danés —sobre todo desde que el crítico-guionista-director Paul Schrader lo agrupara con Bresson y Ozu en un libro titulado Trascendental Style— es el de su supuesta espiritualidad, cuando no religiosidad, aprovechada y explotada —como la de otros nórdicos, los suecos Victor Sjöström a Ingmar Bergman— por la intelligentsia del clero (o clerical) para edificación y enmienda de cinéfilos y artistas presuntamente pecaminosos. Curiosamente, hay pocos ejemplos de cine que —a mi entender— merezcan con mayor motivo el calificativo de “materialista” (entendido no como un elogio, sino descriptivamente) que el del Dreyer de las últimas décadas, desde luego con mucho mayor justificación que el de ningún cineasta autoproclamado marxista o aceptado como tal.
El estilo dreyeriano
Basta ver Gertrud para observar que se trata de una asombrosa e incontenible sucesión de bloques de espacio-tiempo, de planos-secuencia cerrados en sí mismos y singularmente claros, sí, en apariencia “transparentes”, pero no por ello menos duros y opacos, impenetrables desde una perspectiva psicológica; más ambigua resulta quizá Ordet, simplemente porque uno de sus personajes muere y milagrosamente resucita, y otro (Johannes) ha enloquecido de fe (se cree Jesucristo), mientras que su hermano Mikkel (el viudo de Inger) proclama su agnosticismo y varios otros discuten por cuestiones teológicas o son víctimas de la mutua intransigencia de dos posturas contrapuestas frente a la vida, en ambos casos dominada por la religión. Pero estilísticamente, Ordet y Gertrud son las dos películas menos distintas entre sí de una carrera en la que cada pieza tiene estilo propio, a menudo opuesto al de su ya lejana precursora, aunque quepa decir que Gertrud es más seca, sí, pero Ordet es más sensual y carnosa.
Conviene advertir que, en su momento, y aunque muchas de ellas después las hayan visto y admirado millones de personas, ninguna de las películas de Dreyer posteriores a 1926 fue un “éxito de taquilla” —ni siquiera La Passion de Jeanne d’Arc—, y algunas ni de crítica: el fracaso tanto veneciano como parisino de Gertrud entristeció los últimos años de la vida de Dreyer, aparte de contribuir a que no lograse realizar ninguno de los tres proyectos que acarició durante esos tiempos: la tragedia griega Medea, su visión personal de la Vida de Jesús y una adaptación de la novela Light in August de William Faulkner. Con el tiempo, Vampyr, Vredens Dag y Ordet han pasado a convertirse en clásicos casi unánimemente reverenciados; Gertrud sigue siendo todavía hoy, a los 41 años de su realización, demasiado moderna para los gustos de una crítica y un público que han desandado el camino recorrido durante los años 50 y 60 y parecen haberse infantilizado progresivamente (en el peor sentido de la palabra). En lugar de acelerar su paso para alcanzar a los ancianos precursores y a los exploradores en avanzadilla (Rossellini, Renoir, Dreyer, Lang, Bresson, Tati, Rouch, Godard, Straub), lo que ha hecho el cine en los últimos treinta años es retroceder, y no precisamente para regresar a los orígenes y reemprender el camino desde cero, como postuló en algún momento Godard, sino como si se le hubiese atascado la marcha atrás en la caja de cambios y fuese ya incapaz —salvo excepciones— de dar un paso hacia delante, de adentrarse en nuevos territorios, de seguir creando formas (que parecen haber dejado de interesar a la mayoría de los directores). Esto significa que si Gertrud era una “rareza”, una anomalía fuera del tiempo y ajena a la moda en 1964, hoy puede parecer una aberración provocadora y haber pasado de incomprendida a detestada, poco menos que una muestra de “anti-cine”. Sí es, desde luego, una obra solitaria, que —ya al margen del cine “standard” de los años 60— parece radicalmente enfrentada a las prácticas y tendencias hoy más extendidas y celebradas. Nada tiene que ver, en efecto, con ninguna de las restantes películas que ocupan —por no decir que invaden y bloquean— la cartelera de cualquier ciudad, pero tampoco tiene muchos puntos de contacto con las contadísimas obras arriesgadas, innovadoras, originales o siquiera ambiciosas que consiguen penetrar efímeramente —como estrellas fugaces, transitoriamente consentidas— en los circuitos de distribución y exhibición, que comprenden la programación televisiva y la edición en DVD.
No me hago, pues, ilusión alguna con respecto a la acogida que pueda dispensársele a Gertrud a los 35 años de su tardío y nada triunfal estreno, y eso que el eco y la honda impresión producidos por un pase televisivo de Ordet, hace diez años —pese a estar doblada, y despecho de las prevenciones de los responsables de la cadena, que pretendían relegarla a la madrugada— podían permitir albergar alguna esperanza; pero lo sucedido con la reciente repetición del ciclo Dreyer en la Filmoteca Española demuestra que no hay motivos para el optimismo: mientras Ordet registraba llenos, como todas las películas reconocidas como “históricas” y que parecen, siquiera en ciertos círculos, “de visión obligada”, los dos pases de Gertrud se proyectaron con la sala casi vacía. Lo siento por los que se la pierdan, sobre todo si son reincidentes: puede ser su última oportunidad para verla en una copia de 35mm y en pantalla. En 1970, cuando yo tenía 22 años, recuerdo muy bien que el día del estreno, previendo que su carrera no sería dilatada, y emocionado e impresionado como pocas veces, la vi en las tres sesiones; cuando se retiró de cartel la había visto doce veces. Una visita a Barcelona me permitió otras dos, y desde entonces no he desaprovechado la ocasión de verla; es una de esas películas que nunca se agotan, cuyo preocupante misterio se mantiene inexpugnable por mucho que uno sepa de memoria lo que en cada instante va a suceder. Porque, claro, no es tanto lo que ocurre lo que importa, sino cómo y con qué ritmo, con qué tono y con qué luz, a qué distancia y en qué contexto. En teoría, Gertrud es un drama burgués más o menos convencional —más bien menos, gracias a la extraordinaria y terriblemente exigente personalidad de su protagonista—, pero cuando nos disponemos a instalarnos cómodamente, como ante un escenario teatral, y ver qué pasa, dispuestos a presenciar un melodrama, nos encontramos con que nada de eso es posible, porque todo en ella absorbe nuestra atención —pese a la distancia y falta de enfatismo de Dreyer— y nos desestabiliza, nos sorprende e inquieta, y nos vemos obligados a verla bajo el imperio de lo que podría llamarse un suspense estético, un “misterio” personal que no podemos aclarar y sobre el que no podemos dejar de pensar, como tantas veces sucede en la vida, y tan pocas, en cambio, en el cine, dado el alto precio que han de pagar las pocas películas que —como Une femme douce (1969) de Bresson— se atreven.
Más veloz que el cine de acción
La belleza de Ordet y Gertrud es insuperable, pero nada debe al esteticismo ni a lo que entienden por esplendor visual los devotos de Luchino Visconti, no digamos los de Tarkovski o Kubrick, Spielberg o Lars von Trier, y todo, en cambio, a la pureza de líneas y la aparente simplicidad de una composición extremadamente rigurosa; su fuerza no es decorativa ni cromática (aunque pocas veces la gama de negros, grises y blancos ha sido tan musicalmente modulada), ni depende de grandes frases (más bien de silencios y de voces, de pausas) o de ademanes teatrales (los actores son de una contención prodigiosamente intensa, y apenas se mueven, rara vez se tocan, casi ni se miran), pero todo es vertiginoso, infinitamente más veloz —por las elipsis narrativas más audaces— que esas películas de acción que nos atosigan impertinentemente con su ruidosa pirotecnia… porque todas esas cosas meramente físicas no le suceden a nadie.
En "El Cultural", 14/07/2005
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