viernes, 15 de diciembre de 2023

En busca de la generación perdida de Hollywood

Divagaciones sobre un mito

La desmedida afición a etiquetarlo todo no ha acabado de jugarnos malas pasadas. Un ingenioso —no siempre original, aunque él crea serlo— pone en circulación un término simplificador, a menudo sin detenerse a pensar en el acierto, la justificación o la utilidad del rótulo que ha confeccionado o parafraseado. La brillantez de la fórmula, o su brevedad, o su comodidad (ahorra enumeraciones y, a veces, la siempre «ingrata» tarea de pensar), reforzada en ocasiones por el prestigio de su introductor, hace que incontables epígonos, continuadores, copistas e incluso adversarios apliquen una y otra vez, incansablemente, durante años e incluso décadas, las mismas etiquetas, consignas y cuadrículas, hipotecando a largo plazo nuestro conocimiento de lo designado por la etiqueta en cuestión. En el terreno cada vez más soporífero de la llamada «critica» de cine —pese a la epidemia pseudo-estructuralista y pseudo-izquierdista que la domina ahora— todavía se mantiene en pie la manoseada suposición de que en el cine americano ha existido una «generación perdida», etiqueta que el Cine-Club del Segundo Programa de Radiotelevisión Española se ha ocupado de relanzar últimamente.

El que, por vez primera, se enfrente ahora con semejante ser —me refiero a la «Generación Perdida»—, o el que no esté dispuesto a aceptar acríticamente cualquier idea recibida que le puedan echar encima mientras cena, se preguntará: ¿Qué «generación»? ¿Por qué, y dónde, y en qué sentido, «perdida»? En resumen, ¿qué se entiende por «Generación Perdida», quiénes la integran, qué fue de ella?

Estos interrogantes señalan ya un primer problema, que el ciclo dedicado a la «Generación Perdida» por RTVE no contribuirá, precisamente, a resolver: el primer film del ciclo ha sido Golden Boy (Sueño dorado, 1939), de Rouben Mamoulian (sobre el drama de Clifford Odets); el segundo, They Made Me a Criminal (1939), de Busby Berkeley (con John Garfield como protagonista): el tercero y el cuarto, los dos primeros de Robert Rossen, Johnny O'Clock (1946) y Body and Soul (Cuerpo y alma, 1947): se anuncia, según creo, algo de Fritz Lang, y no me extrañaría nada que incluyese a Blake Edwards y a Josef von Sternberg (por citar dos nombres al azar). Como es muy natural, a cualquiera que le resulte desconocida la «Generación Perdida» se lo seguirá resultando, y además estará en su derecho si no consigue encontrar por ningún lado no ya una generación (Mamoulian nació en 1896, Berkeley el año anterior, Rossen en 1908, Lang en 1890; y debutaron como directores cinematográficos, respectivamente, en 1929, 1933, 1946 y 1919), sino una «escuela», «tendencia», «oleada» o cualquier otra posibilidad de agrupamiento: Mamoulian es ruso, Lang austríaco; Berkeley fue el maestro de la comedia musical de los años 30, y They Made Me a Criminal es una película única en su filmografía, además de impersonal (parece una secuela de Angels With Dirty Faces, 1938, de Curtiz, también producida por Warner Bros.), por mucho que su primera media hora sea excelente. Cabe, eso sí, justificar la inclusión en el ciclo de Golden Boy por la decisiva influencia de Odets en los hombres del teatro, la radio y el cine de la era que se extiende entre F. D. Roosevelt y Joseph McCarthy, y por la utilización de un boxeador como símbolo de la carrera hacia el éxito (véanse Body and Soul, Champion, The Set-Up), y la de They Made Me a Criminal por la presencia del actor John Garfield (The Postman Always Rings Twice, 1946, de Garnett; Humoresque, 1946, de Negulesco; Body and Soul; Gentleman’s Agreement, 1947, de Kazan; Force of Evil, 1948, de Polonsky; We Were Strangers, 1949, de Huston; The Breaking Point, 1950, de Curtiz; He Ran All the Way, 1951, de Berry; protegido de Odets, actor del Group Theatre, víctima de McCarthy).

De pasada, al intentar vislumbrar las posibles justificaciones de la inclusión de Golden Boy y They Made Me a Criminal en un ciclo dedicado a la «Generación Perdida», han ido surgiendo algunos nombres relacionados, más o menos directamente, con lo que suele designarse con semejante etiqueta, de forma un tanto excluyente y tendenciosa, como luego veremos. De momento, lo único evidente es que el ciclo de RTVE, aunque algo tenga que ver con la «Generación Perdida», no es realmente lo que pretende ser, puesto que ni Mamoulian, ni Berkeley, ni Lang podrían inscribirse en tal «generación», ni películas producidas en 1939 pueden considerarse representativas de su cine.

UNA IDEA LITERARIA

Mucho antes de que el concepto, un tanto mítico y grandilocuente, de indudables resonancias románticas, de «Generación Perdida» se aplicase al cine, se conocía por tal nombre a un grupo de escritores americanos —novelistas, sobre todo—, nacidos hacia la última década del siglo pasado, y que empezaron a publicar sus obras en los años 20. La mayor parte de ellos se expatriaron transitoria y voluntariamente, viviendo largas temporadas en Europa —sobre todo en Francia e Italia, al igual que buen número de sus compatriotas más acomodados—, pero escribiendo, por lo general, sobre temas y personajes americanos. Es indudable que, a pesar de sus notorias diferencias, pueden encontrarse ciertos puntos de confluencia entre F. Scott Fitzgerald, William Faulkner, John Steinbeck, John Dos Passos, Ernest Hemingway, Henry Miller, Thomas Wolfe, etc., al menos los suficientes como para corroborar su consistencia como «generación», más que como «escuela», «tendencia» o simple «oleada». Está claro que estos hombres, nacidos aproximadamente en la misma década, se criaron y formaron —vital y literalmente— bajo el influjo de ciertas experiencias sociales y culturales comunes, y que surgieron a la vida pública en un momento muy concreto de la historia de su país y del mundo. No es extraño, por tanto, que compartan ciertas preocupaciones, algunos focos de interés, determinadas actitudes vitales y artísticas, aunque existan entre ellos todo tipo de divergencias. En cuanto a su hipotética «perdición», la cosa resulta ya bastante más discutible: de ninguno puede decirse que decayese como artista prematuramente; tan sólo Scott Fitzgerald tuvo una vida particularmente desgraciada y breve como para que sea admisible calificarle de «malogrado»; todos conocieron bastante pronto —a veces demasiado— la fama, y sólo el autor de The Last Tycoon murió en la ruina y el olvido. Con todo, la etiqueta «Generación Perdida» podría aplicarse únicamente a este último escritor, tal vez el que, como figura, resulta más atractivo y novelesco. Claro que hay otra acepción del adjetivo «perdida», que tal vez sea más adaptable a esta generación de escritores: es muy posible que, a lo largo de su vida —o en algún momento de ella—, casi todos estos novelistas se sintieran, de alguna forma, «perdidos», desorientados, insatisfechos, descontentos, sin rumbo, sin un horizonte vital estimulante, desilusionados o desmoralizados.

LA ANALOGÍA

Por supuesto, resulta muy autocomplaciente para una generación de artistas el ser considerada «perdida» (o «silenciada», o «vapuleada», o «maldita»), ya que la etiqueta les confiere la aureola romántica que suele adherirse a los desgraciados, a los perseguidos y a los oprimidos, y se convierte, además, en una fenomenal excusa, disculpa o coartada. No me extrañaría, pues, que la trasposición al terreno cinematográfico del mito de la «Generación Perdida» procediese, más que de los críticos —del público no partió, desde luego—, de los propios interesados, hombres casi todos ellos de cierta formación literaria. Aparte del prestigio implícito y justificatorio de la etiqueta, el ser comparados con artistas de la talla de Faulkner, Scott Fitzgerald o Hemingway —en cuya admiración, sin duda, se habían formado— tenía que resultar muy halagador. Ahora bien, si partimos del supuesto de que realmente exista en el cine americano una «generación perdida» (de directores, guionistas, actores, productores), llegaremos pronto a la conclusión de que tales cineastas deben haber vivido —en su infancia, adolescencia o juventud— la crisis de confianza en los Estados Unidos que supuso el crack de 1929 y la posterior depresión económica; que deben haber empezado a actuar públicamente durante el New Deal rooseveltiano; que la Guerra Civil española les afectó de alguna manera, preparándoles para combatir el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial; y que, de algún modo, se vieron implicados en las investigaciones del House Un-American Activities Committee (H.U.A.C.) de Joseph McCarthy. La depresión, la guerra, la desconfianza debieron hacer mella en ellos, al igual que las medidas «socializantes» (para Estados Unidos, se entiende) de Roosevelt les debieron llenar de esperanza. Esta serie de «shocks», de ilusiones frustradas, les debió hacer perder la ingenua satisfacción y confianza que caracterizaba todavía, por entonces, a artistas de generaciones anteriores, y especialmente a aquellos que eran emigrados (o hijos de emigrantes) de países europeos y empobrecidos (Ford, Capra, etc.). De ahí, de esa desesperación, de esa angustia, de ese inconformismo, puede partir su condición de «generación perdida», aunque tal vez fuese más adecuada otra denominación, como «generación crítica», «generación rebelde» o «generación desorientada».

LOS ORÍGENES

Si los pioneros y los «primitivos» del cine americano eran personas de escasa cultura, en general procedentes de círculos más relacionados con la técnica que con las artes, la llegada del sonoro atrajo a Hollywood un buen número de directores y guionistas que no se habían formado con el mismo cine, sino que contaban con un nivel educativo superior, y con una experiencia literaria y teatral de la que casi todos sus predecesores carecían. Tenían, también, un mayor grado de consciencia política, abundando los inmigrantes del viejo mundo, muchos de ellos de raza judía, fugitivos del terror nazi o izquierdistas (Lang, Sirk, Siodmak, Dieterle, etc.), por lo que luego resultaron, cuando menos, «sospechosos» para los cazadores de brujas del senador McCarthy. La siguiente oleada de directores tuvo lugar entre 1940 y 1950, la mayor parte de los cuales procedían del teatro, de la radio, del periodismo, de la literatura, o llegaron a dirigir películas después de ser guionistas durante bastantes años. Desde Preston Sturges (The Great McGinty, 1940), Orson Welles (Citizen Kane, 1941) o John Huston (The Maltese Falcon, 1941) hasta Joseph Losey (The Boy With Green Hair, 1948), Nicholas Ray (They Live by Night, 1948), Samuel Fuller (I Shot Jesse James, 1949) o Richard Brooks (Crisis, 1950), pasando por Harold Clurman, Mark Robson, Robert Wise, Robert Rossen, Elia Kazan, Abraham Polonsky, John Berry, Vincente Minnelli, Delmer Daves, J. L. Mankiewicz, Richard Fleischer, Anthony Mann, Budd Boetticher, Lazlo Benedek, Cy Endfield, Phil Karlson, Harry Keller, Gene Kelly, Stanley Donen, Irving Lerner, Michael Gordon, Don Siegel, George Sidney, Charles Walters, Jules Dassin, Bretaigne Windust, Fred Zinnemann, Burgess Meredith, Jean Negulesco, Joseph M. Newman, etc., entre los directores, a los que habría que añadir algunos nacidos algo antes de 1900 o un poco después de 1920, y que empezaron a hacer cine en los años 30 (o en los 50), pero que —como ayudantes de dirección, guionistas, etc.— tuvieron alguna relación con la amplísima y variada «Generación Perdida»: Don Weis, Robert Aldrich, Joseph Pevney, Herbert J. Biberman, Edward Dmytryk, Joseph H. Lewis y algunos más.

Entre los guionistas, dramaturgos, actores y productores relacionados con la «Generación Perdida» es mucho más difícil admitir la existencia de una «generación», ya que los escritores son, con frecuencia, mayores, y los actores, muy a menudo, bastante más jóvenes, cosa bastante lógica, en cuanto que casi todos los guionistas cinematográficos han sido antes novelistas, dramaturgos, periodistas o abogados, y han empezado a dedicarse al cine a una edad más avanzada que los directores, mientras que los actores suelen debutar en plena juventud. De todas maneras, algo tienen que ver, en mayor o menor medida, con los directores anteriormente citados (y con algunos más viejos, casi todos europeos, y muchos entonces recién llegados a Hollywood, como Jean Renoir, Fritz Lang, Litvak, Curtiz, Siodmak, Dieterle, Mamoulian, Sirk, Preminger, Wilder, Chaplin, Cromwell, Doniger, Feist, Lubin, Milestone, Pichel, Rogell, Tuttle, Wyler, etc., de los cuales la mayor parte tuvo alguna molestia durante la caza de brujas), escritores como Tennessee Williams, Arthur Miller, William Inge, Budd Schulberg, James M. Cain, Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Lillian Hellman, Charles Schnee, Clifford Odets, Julius y Philip Epstein, Edward y Jerome Chodorov, Ring Lardner Jr. , I. A. L. Diamond, Albert Maltz, Waldo Salt, Ben Barzman, Ben Maddow, John Howard Lawson, Hugo Butler, Robert Ardrey, Dalton Trumbo, Sidney Buchman, Philip Yordan, Vera Caspary, Michael Wilson, Alvah Bessie, DeWitt Bodeen, Donald Ogden Stewart, Howard Koch, Philip Dunne, John Paxton, Daniel Mainwaring, Daniel Taradash, Ranald MacDougall, Carl Foreman…, productores como John Houseman, Dore Schary, Adrian Scott, Jerry Wald, Walter Wanger, Lester Cole, Joe Pasternak, Stanley Kramer, Mark Hellinger…, actores como John Garfield, Sterling Hayden, Humphrey Bogart, Kirk Douglas, Walter Huston, Cornel Wilde, Lee J. Cobb, Burt Lancaster, Howard Da Silva, Robert Ryan, Larry Parks, Sam Wanamaker, Sylvia Sidney, Montgomery Clift, Richard Conte, Marlon Brando, Lauren Bacall, Ava Gardner, Rita Hayworth, Elisha Cook Jr., Ann Revere, Canada Lee, Melvyn Douglas, etcétera.

Ahora bien, entre todos estos nombres, aparte de una semejanza de edad entre los directores —mucho menos entre los demás—, existen enormes diferencias de todo tipo, por lo que convendría buscar ciertos factores comunes, fuera de cosas tan generales como la frecuente actividad en el teatro y en la radio (medio de expresión importantísimo en América durante los años 20, 30 y 40, hasta la llegada de la televisión). Si repasamos sus biografías, encontraremos a varios miembros del Mercury Theatre, del Federal Theatre y, sobre todo, del Group Theatre y del Theatre Guild, compañías dramáticas que cobraron gran importancia durante la década de los 30, en plena era rooseveltiana, y en las que abundaban elementos que automáticamente habrían de resultar sospechosos para los inquisidores de McCarthy: judíos e izquierdistas. En consecuencia, no puede extrañar que muchos de los directores, actores, guionistas y productores citados tuviesen problemas con la H.U.A.C., si bien hay que decir que para ser convocados a interrogatorio por el famoso comité no hacían falta demasiadas justificaciones, y menos todavía para figurar en alguna de las listas negras extraoficiales de los estudios, o en las que publicaban, en folletos y periódicos, algunas asociaciones ultraconservadoras (piénsese que Capra resultaba sospechoso, por rooseveltiano; John Ford, por filmar un libro de Steinbeck; Minnelli no se sabe por qué; algunos por el mero hecho de ser amigos de Bertolt Brecht, Kurt Weill, Lotte Lenya, Thomas Mann y otros refugiados del nazismo, o por haber participado, durante la guerra, en alguna película enaltecedora de la amistad ruso-americana, como Song of Russia o Mission in Moscow, o por haber apoyado, con fondos o de cualquier otra forma, a las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil española; o por ser anti-nazis «prematuros», es decir, antes de que Estados Unidos entrase en guerra). Como se verá, los posibles puntos de contacto entre buen número de los personajes adscribibles, con mayor o menor amplitud y precisión, a algo que, con un mínimo de rigor, cupiese calificar de «generación perdida», son bastante pocos y, encima, bastante ajenos a su obra en sí, puesto que estriban más en su formación y procedencia, por un lado, y en su reputación ideológica desde el punto de vista de personas cuya opinión parece poco digna de consideración, que en lo que realmente hayan podido significar dentro del cine americano.

Lo peor del caso es que los promotores y difusores de la idea de «Generación Perdida» dentro de Hollywood se refieren exclusivamente a un sector de estos directores, actores, guionistas, etc., utilizando como criterio selectivo el calibre de sus tropiezos con la H.U.A.C., como si su mera condición de «sospechosos de izquierdismo» para la ultraderecha bastase para garantizar no ya su efectivo izquierdismo, sino su categoría artística. En este sentido, se le da al adjetivo «perdida» un significado que me parece aún más discutible y restrictivo, ya que, como insistentemente dice el anónimo autor de las presentaciones del ciclo de RTVE, se considera que tales directores —pues a ellos se refiere, exclusivamente, el ciclo— «se perdieron para el cine americano», lo cual, aparte de ser muy relativamente cierto —todos los films valiosos de Rossen, casi todos los de Dassin, algunos de los de Losey, todos los que ha hecho Kazan, son americanos—, limita el alcance de la expresión «Generación Perdida» a algo que dista mucho de ser tan amplio, ya que sólo podría incluir a aquellos que, apuntados en la «lista negra», se vieron apartados del cine durante períodos más o menos largos —Polonsky, Gordon, Maltz, Biberman, Trumbo—, decidieron emigrar a Europa —Welles, Huston, Losey, Berry, Endfield, Dassin, Barzman, Foreman—, entraron en rápida «decadencia» tras claudicar ante McCarthy —teoría desmentida por el caso de Kazan, confirmada, aunque poco podía decaer, en el de Dmytryk—, abandonaron el cine prácticamente para siempre, o tuvieron —como Garfield— una muerte prematura. Se excluyen así de la «Generación Perdida» algunos de sus más genuinos representantes, que con mayor suerte o cautela lograron capear el temporal, que continuaron sintiéndose «perdidos» y que incluso, diez años más tarde, se vieron reducidos al silencio (pienso, sobre todo, en Nicholas Ray).

Naturalmente, habría que plantearse hasta qué punto la Old Left americana sería homologable con lo que en Europa se considera «la izquierda», y determinar si estos cineastas pertenecían efectivamente a la «izquierda americana» y, aspecto todavía más importante, si dieron alguna prueba de ello en sus películas, antes y después de la «caza de brujas». Una vez esclarecidas estas cuestiones «de principio», convendría analizar su cine, y valorar su aportación —y si ésta representaba algo «nuevo» o «diferente»— al cine americano, porque no basta con que McCarthy y sus esbirros (entre los cuales se contaba Nixon) sospechasen que un director fuese «no-americano» o «poco americano» (Un-American no significa ni siquiera «antiamericano») para que tal idea —con frecuencia totalmente infundada, fruto exclusivo de las alucinaciones paranoicas que puede producir la manía persecutoria «compensada» mediante la persecución— garantice la integridad moral, la audacia, la solvencia ideológica, el progresismo y la calidad de su cine, por los siglos de los siglos.

POSIBLES PUNTOS DE PARTIDA PARA UNA INDAGACIÓN

Por falta de espacio y de información completa sobre los cineastas que se suelen considerar —o que se podrían considerar, aunque la «tradición crítica dominante» los excluya— integrantes de la llamada «Generación Perdida», no me es posible analizar las películas más características de estas personalidades del cine americano, tan veneradas unas, tan denostadas otras, tan debatidas la mayoría, tan olvidadas algunas. Sí quisiera, sin embargo, llamar la atención sobre ciertos rasgos inequívocos, a menudo contradictorios y paradójicos, que aparecen con frecuencia en buena parte de las películas americanas de los años 1946-1953, que serían las más representativas de esta generación, y entre las que cabría destacar Body and Soul de Rossen, Crossfire (Encrucijada de odios, 1947) de Dmytryk, Thieves’ Highway (Mercado de ladrones, 1949) de Dassin, The Lawless (1950) de Losey, Boomerang! (El justiciero, 1947) de Kazan, Knock on Any Door (Llamad a cualquier puerta, 1949) de Ray, The Asphalt Jungle (1950) de Huston, Champion (El ídolo de barro, 1949) de Robson, The Set-Up (1948) de Wise, He Ran All the Way (1951) de Berry, High Noon (Solo ante el peligro, 1952) de Zinnemann, o Force of Evil (1948) de Polonsky, con independencia de su variable calidad.

En todas ellas, o en la mayoría, se dan una serie de actitudes, recursos y elementos que resultan especialmente significativos por cuanto que el período comprendido —desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el final de la de Corea— es lo bastante dilatado tanto para cubrir la «caza de brujas» como para relativizar el influjo de «modas», «tendencias» o elementos «taquilleros», y también por el simple hecho de que las doce películas citadas incluyen en sus títulos de crédito a la mayor parte de los directores, guionistas, productores y actores asimilables a la «Generación Perdida». Mencionaré tan sólo unos pocos de estos rasgos distintivos, dejando para otra ocasión u otra persona su justificación pormenorizada, su discusión y su análisis: temas de «relevancia social» (con énfasis en dos géneros: la delincuencia y el boxeo); individualismo mal reprimido; tono ejemplificador y moralizante; didactismo soterrado; tendencia al esquematismo y, por tanto, al melodrama; importancia de la prensa u otros portavoces de la opinión pública o de los autores del film; concepción del público (desde los aficionados al boxeo a los miembros de un jurado) como una masa amorfa, sádica y fácilmente embaucable; afición a la parábola; referencias bíblicas; freudismo de divulgación; interés por la célula familiar; tímidas alusiones a la discriminación racial (más hacia judíos y mexicanos que hacia los negros); tratamiento romántico de los perseguidos y de la delincuencia juvenil; creación de microcosmos (una familia, un pueblo) que representan a los Estados Unidos; abundancia de lo que los americanos llaman «success story», o el tema de la búsqueda del éxito (la riqueza, la fama, el poder); estructura de «ascenso y caída» de un personaje; reparos tímidos al «American Way of Life», unidos a un curioso patrioterismo; tentación de atribuir todos los fallos a los hombres que ocupan ciertos cargos, dejando a salvo la eficacia del sistema; inclinación a los «falsos culpables», a los desesperados, a los ex-presidiarios, a los «three-time losers» (delincuentes condenados tres veces que, de serlo de nuevo, pasarían en prisión el resto de sus vidas); importancia de nociones como «culpa», «traición», «toma de conciencia» y «arrepentimiento»; el egoísta siempre se queda solo, abandonándole su amante, su familia, sus amigos; sentimentalismo; siempre hay un personaje que da «lecciones morales» a otro; etc., etc., etc.

Queden estas divagaciones como un intento de plantear, siquiera esquemáticamente, algunos de los problemas que suscita, a mi modo de ver, la expresión «Generación Perdida», etiqueta que, aplicada al cine americano, resulta, creo yo, más perniciosa que útil, ya que cubre y oscurece bajo su prestigioso manto la riqueza, la variedad, los defectos y las virtudes de un grupo de cineastas, de muy diverso interés y de muy diferentes estilos y preocupaciones, sin decirnos nada concreto ni revelador con respecto a ninguno de ellos o lo que la mayoría pueda compartir. Ni que decir tiene que estas páginas son insuficientes, y que sería preciso llevar a cabo un estudio histórico, político, sociológico, estructural y estético de treinta o cuarenta películas verdaderamente representativas de esta época y de estos cineastas para llegar a determinar si, efectivamente, ha existido algo que pudiera denominarse «Generación Perdida» y, sobre todo, en qué consistió, qué aportó al cine americano y qué impacto tuvo sobre el público al que se dirigía.

En "Dirigido por" nº 29, enero de 1976

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