¿Para quién, por qué se hacen películas de boxeo? Se ve a simple vista —y no se olvida, puesto que el cine ha sido comercio, si no industria, desde el momento elegido para darle certificado de nacimiento, la primera exhibición pública en el Grand Café de París, el 28 de diciembre de 1895— que no es este violento y a veces cruel deporte un espectáculo que guste a todo el mundo; los productores han solido pensar —equivocándose— que repugna a las mujeres y que se arriesgaban a perder más de la mitad de su público potencial, y para tratar de remediarlo se han ocupado de introducir en las películas de este subgénero, cuando llegó a serlo con suficiente asiduidad, madres, novias, esposas y amantes, y con ellas una trama secundaria, a menudo paralela a la fundamental, que acerca el cine de púgiles al melodrama, en la misma medida que la simple observación de la realidad llevó a guionistas y directores a convertir las películas de boxeadores, sobre todo en el Hollywood de los últimos años 40 —la Edad de Oro— en un apartado del entonces pujante cine negro.
No es que se hayan hecho siempre, ni sin épocas de absoluta sequía (como la década de los sesenta), pero parece como si el cuadrilátero del ring ofreciera un escenario dramático propicio para captarlo en el cuadrilátero plano de la pantalla cinematográfica. No es empresa fácil, y a menudo supuso un reto para los cineastas más “técnicos”, más interesados por el montaje —y no es extraño que lo hayan frecuentado antiguos montadores profesionales, como Robert Wise y Mark Robson—, además de un banco de pruebas para cámaras ligeras y experimentos de planificación subjetiva. Naturalmente, el drama del boxeo no se circunscribe a la lona rodeada de cuerdas: cuenta mucho el público, casi siempre ruidoso, sediento de sangre y con sus ahorros (o préstamos usurarios) en juego, y es un hecho que a Hollywood —no tanto a otros cines— siempre le ha interesado mucho introducir en la ficción a los espectadores, como si quisiera devolver su reflejo a los que contemplan la película.
Tal vez esa presencia “coral” de un público bullicioso y exasperado, que anima, abuchea o pide más, que sigue lo que sucede en el ring como si le fuera la vida en ello (y a veces se la estaban jugando, efectivamente), además del carácter igualmente “sonoro” del boxeo (un puñetazo inaudible resulta escasamente contundente), explique que las muestras sean poco numerosas durante el periodo silencioso del cine, y que sólo hayan quedado en el recuerdo (y circulen un poco) películas fundamentalmente cómicas, en las que un personaje —Charlot en un par de cortos memorables, Buster Keaton en el magnífico largometraje Battling Butler— que no reúne las condiciones físicas adecuadas tiene que hacer acopio de valor y astucia para salir con bien del apuro en que se encuentra, por necesidad o por amor, y que le ha llevado a enfrentarse en el ring con un rival muy superior en tamaño y destreza.
Pero con el sonoro el cine reunía ya las condiciones técnicas indispensables para acercarse como era debido al mundo del boxeo. Es también una época de gran popularidad de los campeones de este deporte, y también, por culpa de la depresión económica que sacude al mundo entero, un recurso cada vez más tentador para quienes quieren salir de la miseria. De ahí que daten de los años 30 las primeras muestras dignas de recuerdo, y que las películas de boxeo, o al menos con escenas o episodios de boxeo, sean más frecuentes y vayan adquiriendo los rasgos de un subgénero, afluente tanto del “de gángsters” como del “drama social”. Será la Warner, lógicamente, la productora que más se vuelque en el género, con películas de Michael Curtiz (Kid Galahad, 1937) o Anatole Litvak. Pero también destacan obras más ambiciosas, como el Golden Boy de Clifford Odets, llevado al cine por Rouben Mamoulian en 1939, con un William Holden debutante, y que marca ya la pauta de las visiones “críticas”, más o menos de “izquierdas”, que aprovechan el tinglado de explotación, chantaje, apuestas ilegales y gangsterismo que rodea al boxeo para ofrecer una imagen de la sociedad presa de la corrupción que se convierte en la más persistente constante del subgénero durante el siguiente decenio y buena parte de los años siguientes. Es, curiosamente, también la Warner la que, con el rostro de Errol Flynn y Raoul Walsh al timón, propone una visión excepcionalmente ennoblecedora y deportiva del boxeo, remontándose a sus tiempos heroicos para narrar una enaltecedora biografía de James J. Corbett, por algo llamado Gentleman Jim, como la obra maestra de 1942.
Durante los años 40, y en especial en el momento de ebullición creadora del cine negro, es decir, entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Caza de Brujas desencadenada por el senador Joseph McCarthy, el cine de boxeo alcanza sus mayores cotas de resonancia: Body and Soul de Robert Rossen (con guion de Abraham Polonsky y John Garfield de protagonista) en 1947, Champion de Mark Robson (con Kirk Douglas) y The Set-Up de Robert Wise (con Robert Ryan) en 1949, son probablemente las más célebres, y esta última, sin duda, una de las mejores y más originales. Todas ellas, sin embargo, parecen cortadas por el mismo patrón, lo que hace que muchas de sus secuelas menores resulten previsibles y convencionales.
Hay que tener en cuenta que casi todas se centran en la trayectoria profesional y vital de un campeón, más o menos efímero. Unas son biografías de auténticos boxeadores, otras se inspiran en ellas sin mencionar su nombre y tomándose libertades notables, a menudo para alcanzar el casi obligatorio “happy ending” o para eludir posibles demandas por difamación, sobre todo si implican que cedieron a las presiones de la mafia y vendieron el combate. La mayoría procuraban terminar, por lo menos, con una leve nota esperanzadora, pero todas habían de lidiar con un problema dramático y narrativo casi inescapable en el subgénero: es raro que una película de boxeo no caiga en la estructura de “ascenso y caída” o su variante “triunfo y degradación”, cuyas virtudes didácticas y moralizantes pueden ser indiscutibles pero que introducen una dramaturgia sumamente peligrosa, encaminada al anticlímax, que, como se sabe, no es un buen punto de llegada. La primera mitad de estas películas, dentro de su similitud —origen humilde, ambición, inconformismo, aprendizaje, primeros combates— permite un crescendo, que se dinamiza mediante “secuencias de montaje” para evitar la monotonía de viajes, combates, victorias, celebraciones y enriquecimiento súbito. Pero la segunda mitad nos muestra la otra cara, siempre menos admirable, a menudo decepcionante, del protagonista, que se porta mal con los suyos, traiciona a maestros y amigos, se deja comprar o coaccionar y finalmente pierde, se retira o se juega la vida y la carrera al mismo tiempo, si osa contrariar a sus nuevos promotores.
Las raras obras posteriores que escapan a esa trampa dramática lo han conseguido mediante actores especialmente carismáticos, como el Paul Newman de Somebody Up There Likes Me (Marcado por el odio, 1956) de Wise, el Humphrey Bogart (que hacía de un periodista, dejando el boxeo en segundo plano) de The Harder They Fall (Más dura será la caída, 1956) de Robson, o el transformado Robert De Niro que encarnó a Jackie LaMotta en Raging Bull (Toro salvaje, 1980) de Martin Scorsese, que muchos consideran la mejor película de boxeo. Obsérvese lo raro que ha sido, hasta el reciente Hurricane Carter, que una de estas películas se haya centrado en cualquiera de los numerosísimos campeones del mundo de cualquier peso no pertenecientes a la raza blanca, si se exceptúa la mediocre biografía de Muhammad Ali (ex-Cassius Clay), The Greatest, que dirigió Tom Gries, y alguna otra de menor eco.
Mi película favorita de boxeo es tardía, una de las pocas filmadas en color que conservan el ambiente y la atmósfera tanto de gimnasios y canchas como de los tugurios que sus protagonistas suelen frecuentar —con una fotografía verdaderamente prodigiosa de Conrad Hall—, y una de las absolutamente inhabituales que se centran no en un campeón, ni siquiera en un viejo “juguete roto”, un has-been olvidado y sonado, sino en un don nadie que, para colmo, es un perdedor, porque no tiene talento suficiente y, sobre todo, le falta espíritu de lucha. Me refiero a la sobriamente conmovedora Fat City (Ciudad dorada, 1971) de John Huston, curiosamente un director que había boxeado y que no hacía literatura, ni de denuncia ni de publicidad, acerca de este deporte tan cinematográfico y tan difícil de filmar a la distancia adecuada y sin caer en efectismos. Lo más curioso es que, retratando un submundo, Huston es de los contados directores que no aprovecha la ocasión para decir que todos los “managers” son unos canallas, que todos los boxeadores se venden y que el mundo del boxeo está en manos del hampa, y que nos pinta este deporte no como una degradación a plazo más o menos breve del cuerpo y del cerebro, sino como la única esperanza, el único asidero, de un ser tan perdido y tan derrotado que sólo cuando entrena y se hace vanas ilusiones de triunfar consigue salir del alcoholismo en que ha caído.
No es que en Europa o en América del Sur, por ejemplo, no se hayan algunas hecho películas de boxeo (hasta recuerdo una checa de los años 80 muy buena), pero lo cierto es que sólo en Estados Unidos, para bien o para mal (la apestosa serie de los Rocky, de mucho éxito, lo atestigua recientemente) han llegado a constituir una tradición y casi un género. En España, por ejemplo, aparte de Young Sánchez de Mario Camus (sobre un relato espléndido de Ignacio Aldecoa), el boxeo se ha visto meramente como una forma rápida de salir de la miseria, por lo general en películas sobre delincuentes juveniles, y a la que se ha recurrido con menos frecuencia que al toreo.
Por lo general, en Europa se han hecho películas de otros géneros —desde el melodrama al policiaco, pasando por la crónica de la emigración, desde Borsalino a Rocco y sus hermanos— en los que el mundo del boxeo ha aparecido de paso, anecdóticamente, en alguna escena suelta, para dar ambiente, para describir la psicología de un personaje o porque forma parte del entramado de negocios en los que el hampa ha puesto sus tentáculos, pero hay pocas películas puramente de boxeo, y, quizá por alta de dinero suficiente, no han solido molestarse en recrear esos ambientes, ni un gran combate, de forma convincente. Por eso, como en tantas ocasiones y con tantos temas, hay una desproporción excesiva entre la historia del boxeo en Europa y su reflejo en el cine de cualquiera de nuestros países, y da para eso casi lo mismo que nos fijemos en Inglaterra o en Italia, en Alemania o en España. Hasta cuando figura prominentemente en el título resulta engañoso: la reciente The Boxer, pese a ser muy buena, trata más sobre el IRA que sobre boxeadores.
En "El Cultural", 12/04/2000
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