Por una vez, y sin que sirviera de precedente, en España pudo verse Vivre sa vie (1962), a través de la entonces muy activista Federación Española de Cine-Clubs, con inusitadísima puntualidad, o con no mayor retraso que películas más “comerciales” y “normales”; si no me engaña la memoria, la pudimos ver por el año 1964; sólo Alphaville y Pierrot le fou se vieron con menor demora, aunque, ¡horror!, sólo dobladas. Ni siquiera recuerdo ahora cuándo se estrenó por fin Vivir su vida en pantallas comerciales, pero debía haber cumplido veinte años. Ahora, cuando hace 44 que se rodó, vuelve, y me temo que resulte mucho más rara que en su tiempo, cuando sorprendía por su novedad. Curiosamente, como el cine ha retrocedido y se ha renovado muy poco —lo que no quiere decir que no se hagan ya magníficas películas; se hacen, pero ahora no es que tarden, no llegan—, Vivre sa vie, en lugar de quedarse anticuada, envejece al resto de la cartelera, un poco como debe haber sucedido el mes pasado en el mismísimo París con Las dos huerfanitas (1921) de D. W. Griffith.
Cuando tantos se preguntan hoy —entre los que aún reflexionan sobre lo que ven— acerca de la simbiosis misteriosa del documento y la ficción, toda Vivre sa vie se basa en el paso constante de uno a otra, de lo real seleccionado a lo casi teatral, de la improvisación (aparente) a la elaboración (previa, no espectacular), de la frialdad del informe a la intimidad vertiginosa, preocupante, del retrato. Una emoción intermitente (como siempre en Godard, véanse los “episodios”, los fundidos, el tratamiento de la música) surge inopinadamente en medio de la descripción objetal y distanciada de la sordidez más gris.
Baile repentino
Un baile repentino de Anna Karina alrededor de una mesa de billar, un número cómico para ponerla de buen humor, una canción de Jean Ferrat (que el propio cantante escucha, procedente de un juke-box), la conversación en un bar con el filósofo Brice Parain, la voz de Godard que lee El retrato ovalado de Poe, la muerte brutal e inesperada de Nana, cercana en algún sentido a la de Anna Magnani en Roma, ciudad abierta, que sólo entonces comprendemos que estaba prefigurada por la escena en que se le saltan las lágrimas al contemplar a Maria Falconetti y Antonin Artaud en La Passion de Jeanne d'Arc de Dreyer.
Esta película tierna y dura, que en lugar de la modulación o el deslizamiento juega a la brusca ruptura de tono, al cambio de dirección, es una muestra sorprendente de que Godard, en lugar de mostrar y exhibir su trabajo, filmándolo o amplificándolo, lo esconde anticipándolo. Su “puesta en escena” es fundamentalmente mental, previa al rodaje, en el momento en que elige dónde va a situar la cámara, si va a dejarla quieta o a moverla, si nos va a permitir ver de frente o va a obligarnos a escrutar las imágenes, a espiar a los personajes, que por su parte —y sobre todo la heroína, Anna Karina, su mujer— tratan de esquivar nuestra mirada, mientras Godard los persigue y acosa o les permite un respiro, un poco de aire, pero sin dejar de vigilar sus rostros o sus movimientos, contemplando sus cogotes, sus espaldas, sus hombros, que también les delatan y revelan. El interrogatorio policial al que es sometida Anna Karina es un poco el modelo de esa confrontación de la que surgen las mil facetas, los mil rostros de la actriz y la mujer que fascinaba a Godard.
Misterio permanente
Y es quizá ahí donde residen el misterio y la originalidad permanentes de Vivre sa vie. Es, sin contarnos su vida, bajo el ropaje de un documental sociológico a ratos, de una “serie B” (a la que está dedicada) policíaca otros, de un melodrama o un musical en ocasiones, una película en primera persona, una reflexión moral y filosófica acerca de la realidad y la vida, acerca de la libertad y las circunstancias, acerca del cine también, en la que no se nos pide que sintamos empatía con ninguno de los personajes, sino que nos identifiquemos con el propio autor, que así dialoga y discute directamente con cada uno de los espectadores.
Sí, Vivre sa vie sigue siendo un estimulante desafío al espectador y una frontera del cine en la que sigue, tantos años después, Godard como explorador de avanzadilla, pues, al no haber sido seguido, permanece como solitario oteador, en terreno inexplorado, y ahora —desde hace cierto tiempo— no sólo hacia el futuro, sino también hacia el pasado, tratando de comprender dónde y por qué se perdió el impulso y se abandonó la búsqueda.
En "El Cultural", 27/07/2006
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