Se ha dicho que FRENZY (1972) representa, en la obra de Hitchcock, un retorno a los orígenes, una vuelta al cine que hacía en su país natal, antes de emigrar a Estados Unidos y convertirse en un cineasta americano. El “regreso aéreo” a Londres que constituye el genérico de FRENZY, la muy británica música de Ron Goodwin, el sabroso ambiente londinense que describe (los pubs, el mercado de Covent Garden, Picadilly, Leicester Square), el equipo técnico y artístico íntegramente inglés y el espléndido y macabro humorismo que baña casi todas sus secuencias, parecen corroborar tal afirmación.
Sin embargo, es radicalmente falso, fundamentalmente erróneo el pretender que existe entre FRENZY y películas como THE RING (1927), BLACKMAIL (1929), LOS 39 ESCALONES (1935), SABOTAGE (1936), o THE LADY VANISHES (1938) un mayor parentesco que entre estas y otras americanas, como REBECA (1940), NOTORIOUS (1946), THE TROUBLE WITH HARRY (1955), VERTIGO (1958), PSICOSIS (1960) o CORTINA RASGADA (1966). Por el contrario, FRENZY es la lógica y, hasta cierto punto previsible culminación del nuevo estilo abordado por Hitchcock en LOS PÁJAROS (1963), explorado en CORTINA RASGADA y dominado ya en la incomprendida y magistral TOPAZ (1969). Para apoyar esta tesis bastará comparar el uso estructural del SUSPENSE en FRENZY y en otra película cuyo tema central es el del falso culpable, THE WRONG MAN (1956).
En el más antiguo de estos dos films, se nos presenta al protagonista, Christopher Emmanuel Balestrero (Henry Fonda), desde las primeras imágenes, para no abandonarle ya prácticamente nunca. Los personajes del drama son pocos: en rigor, Balestrero, su esposa Rose (Vera Miles), un abogado (Anthony Quayle), un detective y la entrevista silueta del verdadero culpable. En ningún momento dudamos de la inocencia de Balestrero: sabemos por qué ha ido a la agencia de seguros, que es una buena persona (la mera lección de Henry Fonda para interpretar su personaje nos convence de su honestidad), que no robó nada; nos inquieta que sospechen de él, y vemos que sus delatoras son unas histéricas irresponsables; compartimos su humillación ante la rutinaria desconfianza de la policía; tememos como él por la salud de Rose; nos abruma también la fatídica acumulación de circunstancias adversas que lo acusan; deseamos su libertad casi tanto como él. En resumen, Hitchcock ha logrado, unificando nuestro punto de vista con el suyo, que nos identifiquemos con Balestrero desde el primer momento al último.
Veamos, en cambio, que ocurre en FRENZY. Lo primero que Hitchcock nos presenta, y con no poca ironía, es el “cuerpo del delito”: una mujer, desnuda y estrangulada con una corbata, que flota por el Támesis. Poco después conocemos a un tal Richard Ian Blaney (Jon Finch, actor poco conocido y no especialmente simpático: “nada ideal”), personaje un tanto amargado, poco trabajador, de temperamento violento e inestable, no muy de fiar. Poco a poco vamos percatándonos —no sin cierta alarma— de que Blaney va a ser el protagonista del film, y de que su comportamiento es un tanto sospechoso —no para algún personaje del film, sino para nosotros, sus espectadores—. Mientras tanto, tomamos contacto con otros personajes; la feúcha pero simpática Babs Milligan (Anna Massey), su novia; el simpático y despreocupado Robert Rusk (Barry Foster), su mejor amigo; la resignada y bondadosa Brenda (Barbara Leigh-Hunt), su ex-esposa. No lo sabemos, pero hemos conocido ya al verdadero culpable y a sus dos próximas víctimas. De pronto, Hitchcock nos hace identificarnos con Brenda, y ya sabemos qué va a ocurrir. A los 26 minutos de proyección podemos darnos cuenta de quién es el asesino de la corbata, y cuatro minutos más tarde Hitchcock nos desvela ya la identidad del culpable: vemos cómo Rusk asesina a Brenda, y nos identificamos por fin con Blaney, seguros de su inocencia, cuando todo empieza a acusarle (esta parte sigue un esquema muy semejante al del inicio de THE WRONG MAN). A partir de entonces nos vemos más y más identificados con Blaney, y con él padecemos el acoso al que se ve sometido. Con él huimos, nos ocultamos y tememos hasta que, de pronto, Hitchcock nos lleva a compartir las andanzas de la leal Babs, que intenta ayudar a Blaney a huir al Continente y que, como todo el mundo, confía en Rusk. Dada que nuestra simpatía por Babs es mayor de la que sentíamos por Brenda, Hitchcock nos ahorra esta vez el espectáculo de su muerte, dejando que la impresión causada por el anterior crimen se descargue sobre nuestra imaginación durante una elipsis ya famosa y que no tiene nada de “brillante ejercicio de estilo”, y sí mucho de necesario y magistral tour de force. Con el asesinato de Babs nuestra intranquilidad crece —pues si Hitchcock permite la muerte de un personaje así es que todo puede suceder, como en PSICOSIS tras la inesperada eliminación de Janet Leigh—, y Blaney pierde la posibilidad de huir y una aliada fiel; lo peor es que también la muerte de Babs le hace parecer sospechoso, y encima nos damos cuenta, con desesperación, de que sólo le queda ya una persona en la que confía lo bastante como para buscar su ayuda: Bob Rusk, el asesino.
Por si no fuese bastante la inseguridad que ha sembrado ya en nosotros, Hitchcock complica aún más nuestra posición moral en el film: tras habernos hecho sospechar de un inocente, confiar en un asesino y padecer con dos víctimas y con el falso culpable, nos hace ahora identificarnos con el asesino. En efecto, desarrollando una idea que tuvo durante el rodaje de CORTINA RASGADA sobre lo difícil y engorroso que es, en realidad, dar muerte a alguien, y lo fácil que parece en las películas, y después de mostrarnos los apuros del Profesor Armstrong (Paul Newman) y una campesina alemana (Carolyn Conwell) para, muy chapuceramente, lograr deshacerse del molesto Gromek (Wolfgang Kieling) en dicho film, Hitchcock nos hace ahora presenciar y compartir la desagradable tarea que representa para un asesino el desembarazarse del cadáver de su víctima; y más aún, conseguir arrancar de los rígidos dedos de Babs un alfiler de corbata comprometedor, en un camión en marcha y cargado de sacos de patatas. Con una meticulosidad implacable, distanciada y catártica a la vez, Hitchcock nos hace volver a sentir la irreparable pérdida de Babs y, al mismo tiempo, nos lleva a compadecer a su asesino.
Pero las audaces maniobras de Hitchcock no se detienen ahí, sino que volvemos a “vivir” el drama desde la posición que en él ocupa el perseguido Blaney, que acude —como ya temíamos— a Rusk para pedirle asilo. Mientras —sin que Blaney sepa nada— su supuesto amigo le delata a la policía, esperamos con impaciencia que el protagonista descubra en casa de Rusk las ropas de Babs; pero le detienen cuando estaba a punto de verlas y darse cuenta de todo. Nos toca ahora seguir, por un lado, la marcha de la investigación que llevan a cabo el Inspector Oxford (Alec McCowen) y su esposa (Vivien Merchant) —protagonistas de deliciosas viñetas gastronómicas llenas de humor— y, por el otro, el encarcelamiento y condena de Blaney, y su evasión poco antes de ser ejecutado. Y una vez libre, ¿a dónde se dirige nuestro falso culpable? A casa del asesino; y precisamente cuando Oxford, gracias a su mujer, empieza a tener dudas sobre la culpabilidad de Blaney, le dan la noticia de su fuga. Mientras Blaney sube por la escalera que conduce al apartamento de Rusk, tememos por su vida; cuando penetra en él y lo encuentra vacío pero con el cadáver desnudo y con una corbata ciñéndole el cuello de una mujer, y comprende todo, tememos que aparezca la policía y se persuada definitivamente de que es un asesino; y cuando quien sube por la escalera resulta no ser Oxford, sino Rusk, tememos que Blaney se tome la justicia por su mano y se convierta de verdad en un asesino. Al final, como es habitual en Hitchcock, los dilemas morales han sustituido al peligro como fuente de suspense justo en el momento en que el film va a liberarnos del drama que viven sus personajes.
Si, en diferente medida, LOS PÁJAROS, MARNIE (1964), CORTINA RASGADA y TOPAZ eran películas experimentales, y por ello tal vez más apasionantes y fértiles —sobre todo la última, la más audaz—, tampoco conviene considerar FRENZY como un mero film de suspense, divertido, inteligente y juvenil. En primer lugar porque ninguno de los Hitchcock americanos —salvo tal vez, PARA ATRAPAR AL LADRÓN, 1955— se limita a ser eso, lo reconozca o no su autor; pero, sobre todo, como el esquemático análisis de su estructura indica con bastante claridad, porque FRENZY es, con VERTIGO, MARNIE, CORTINA RASGADA y TOPAZ, la película moralmente más subversiva de cuantas ha realizado el autor de STRANGERS ON A TRAIN (1951), ya que subversivo resulta, especialmente en el contexto de un cine como el actual —tan afanado en hacer que el público so sienta confortable, satisfecho e incluso “progresista” sin serlo—, el minar la tranquilidad del espectador, el poner en evidencia lo precipitado de sus juicios y su tendencia a fiarse de las apariencias, el hacerle sentir que las cosas no son como parecen, que lo inquietante se oculta entre lo más cotidiano y vulgar, que la gente no es mala o buena sino una mezcla inextricable de sentimientos y motivaciones contradictorias; y que si se quiere pasar dos horas a oscuras, a solas en la multitud, sintiéndose un héroe, se arriesga a tener que sentirse un asesino y a compartir con él la angustia y el acoso de que a su vez es víctima. Que Hitchcock admita o no explícitamente que este es su objetivo no tiene importancia si tenemos en cuenta que, en diferentes ocasiones a lo largo de los últimos años, ha reconocido que la lógica profunda de sus películas era “hacer sufrir al espectador”, que hizo LOS PÁJAROS para “minar la autocomplacencia de la gente”, y que rodó como lo hizo la muerte de Gromek en CORTINA RASGADA para que el público cinematográfico se diese cuenta de lo sucio, desagradable, incómodo y difícil que resulta en realidad matar una persona. Además, ahí están FRENZY y sus demás películas, para probar que Hitchcock es, con Buñuel, el más inquietante de los cineastas.
En "Ojo al Cine" nº1, 1974
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