Aunque no creo que Buñuel lo haya pretendido conscientemente, “Belle de jour” (1967) constituye, de hecho, una radical puesta en cuestión no ya de la “narrativa tradicional” —continua, lineal, temporalmente sucesiva; psicológica, dramática, explícita y dirigida; con un planteamiento, un nudo y un desenlace—, sino incluso, profundizando aún más, de la habitual forma de percepción cinematográfica a la que 80 años de cine nos han acostumbrado. Con unas imágenes “normales” —límpidas, sencillas, hermosas y casi “naturalistas"— y una planificación "invisible” —simple y casi elemental en el montaje, con suaves e inquietantes movimientos de cámara deslizantes que recuerdan a Hitchcock—, Buñuel ha logrado eludir la convencional distinción que suele hacer el espectador entre lo “real” y lo “imaginario” de un film en el que resulta imposible compatibilizar unas escenas con otras o admitir el comportamiento contradictorio o paradójico de los personajes.
Lo más notable es que Buñuel ha conseguido borrar las fronteras ficticias entre imágenes “reales” e imágenes “imaginarias” (puesto que en una película, a fin de cuentas, todo es ficticio, todo es imaginario) no a la manera evidente y explícita de un Resnais (“El año pasado en Marienbad”) ni recurriendo al barroco onirismo distorsionante de un Fellini (“Ocho y medio”, “Julieta de los espíritus”), sino disimulada y solapadamente, “como quien no quiere la cosa”, insensiblemente, sin imágenes “fantásticas” ni deformadas, sino confundiendo deliberadamente —mediante los más sencillos desplazamientos estructurales— los puntos de referencia que podrían calificar de “reales” o “irreales” para el público las sucesivas —en el tiempo de la proyección, pero no en el tiempo de la narración— secuencias de la película.
Como “El Ángel Exterminador” (1962), “La Voie lactée” (1968) o “Le Charme discret de la bourgeoisie” (1972), “Belle de jour” es un capricho, de cuya indescifrable ambigüedad responde a la burlona voluntad de Buñuel de embrollar las pistas y tender cepos al incauto snob intelectualoide que trate a cualquier precio de interpretar la película, al mismo tiempo que obliga a reaccionar y salir de su cómodo sopor al espectador pasivo, al que consigue mistificar una y otra vez. No es raro, pues, que “Belle de jour” resulte, tras su inofensiva apariencia, y más allá de una supuesta “inmoralidad” que sólo puede épater a los burgueses menos “discretamente encantadores”, una experiencia provocadora, que parece causar bastante irritación y que yo, personalmente, encuentro enormemente divertida (como casi todas las películas de Buñuel, de “L'Age d'or” al “Discreto encanto…” pasando por “Susana”, “Ensayo de un Crimen”, “El Ángel Exterminador” o “Simón del Desierto”). Claro que para divertirse con las películas de Buñuel es preciso entrar en el juego —pues no se trata de otra cosa, aunque puedan tener resonancias o implicaciones más trascendentales: Buñuel nunca ha creído que un film pueda alterar el curso de la historia, ni ha confundido una película con un fusil, ni el cine con un púlpito o una tribuna de orador—; comprender, por ejemplo, que el suspense de “Belle de jour” no está en la intriga ni en el “personaje” que finge seguir a través de una serie de peripecias incompatibles, sino en la estructura misma de la película: lo que intriga de “Belle de jour” no es “quién” ni “por qué” hace tal o cual cosa, sino, simplemente, “qué pasa”, y si lo que estamos viendo sucede realmente, o dónde sucede (en el pasado, en el presente real, en el futuro desiderativo o en la imaginación de los personajes). El golpe maestro de Buñuel ha consistido en asestarnos al final de la película un interrogante que pone en duda no sólo el grado de realidad atribuido a ciertas escenas, sino el de todo cuanto hemos visto e incluso de aquello a lo que estamos asistiendo en ese mismo instante. Buñuel recurre deliberadamente a “tranquilizadoras” convenciones —melodramáticas, sentimentales o psicológicas— que no tarda en destruir, sin que se sepa si lo negado o el instrumento de dicha negación es lo “real” o lo “imaginario”, o ninguna de las dos cosas, ya que no se trata de dos líneas narrativas intercaladas alternativamente, sino de una sola, situada visualmente al mismo nivel —no hay escenas más “realistas” que otras, y la ausencia de música contribuye a no “calificar” las secuencias en un sentido u otro—, pero en la cual la conducta de los personajes no resulta coherente continuamente, ya que los actores se comportan con la misma flema disparatada, apartándose súbita y tangencialmente de su conducta “educada” o “natural” para dar rienda suelta a sus instintos, caprichos, bromas, locuras o impertinencias, rompiendo con las normas sociales como si estuviesen portándose con la más versallesca urbanidad.
Más que un personaje, la Séverine de “Belle de jour” es un espejo que devuelve al espectador su propia imagen (rechazando así su proyección identificativa), una delicada figurita de porcelana (la elección de Catherine Deneuve es un rasgo genial) que sirve de conductor pasivo del supuesto “relato” de Buñuel. Es un “personaje” tan estúpido e insulso que, en cierta medida, limita el alcance de la película, porque —a diferencia de los demás films de Buñuel con un personaje central individual, y no colectivo, es decir, “Él”, “Tristana”, “Viridiana”, “Susana”, “Diario de una camarera”, “Nazarín”, “Ensayo de un crimen”, “Simón del Desierto”, “Robinson Crusoe”, “El gran calavera”, etc.— reduce “Belle de jour” a una abstracción. Es un film provocador y petardista, en el que no se nota una verdadera implicación personal de Buñuel, sino el afán —siempre saludable— de dinamitar los prejuicios apriorísticos y la actitud incauta y crédula tanto del espectador pasivo como del admirador reverencial que al buscarle tres pies al gato se puede encontrar incluso con cinco. Como “Persona” o “El Ángel Exterminador”, es un film que se niega a ser utilizado como percha de la que colgar sentidos ajenos: por eso los niega —o los suspende— todos, y se reduce deliberada e insistentemente a su mera condición de película, disfrutando del desconcierto que crea al fomentar primero, y destruir después, la ilusión de realidad o de irrealidad de casi todas las escenas de la película. En realidad, “Belle de jour” no es ni una disquisición sobre lo real y lo imaginario (sino, en todo caso, la negativa a poner fronteras artificiales a la experiencia), ni un film en clave simbólica, ni una fantasía onírica, ni el estudio clínico de un caso psicopatológico, ni una sátira del masoquismo burgués. Es, más bien, una divertida sesión de toreo de salón, en la que el toro y el espectador son una misma persona y en la que, de pronto, el estoque resulta no ser de madera.
En "Dirigido por" nº 23, May-1975
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