lunes, 6 de noviembre de 2023

Las bodas de Blanca (Francisco Regueiro, 1975)

Lo más sorprendente del nuevo film de Regueiro, Las bodas de Blanca (1975), es que existe, está ahí, en la pantalla, aunque uno no acabe de creerse lo que está viendo. Ya es notable que nadie haya tenido la audacia de producir una película con tal guion, aunque el parecido entre éste y Las bodas de Blanca no es más que una hipótesis, una mera suposición mía, que bien pudiera ser ingenua. Claro que también resulta más verosímil desconfiar de la osadía de José Frade, y pensar, en consecuencia, que creyó encontrarse con un «paquete» tan comercial como Tormento (1974), o Pim, pam, pum… ¡fuego! (1975). Sólo que el film de Regueiro no se distingue, precisamente, por su aplicado y plano academicismo, ni por su retórica melodramática , ni por su prestigio de autores como Galdós o temas «candentes» como la postguerra (vamos, sus primeros años); Las bodas de Blanca se sale de lo habitual en nuestro cine —y, supongo, en cualquier otro—, ya que pocas veces se ha podido asistir a un espectáculo tan curioso y paradójico, que ha desconcertado a buen número de críticos (lo que siempre es divertido) y que el público —el que presenció la película en la misma sesión que yo— acoge con una mezcla de estupor, regocijo e irritación que resulta bastante animada (comentarios de espontáneos que, por una vez, no sobran; explicaciones contradictorias; ruido de sillas y bolsas de celofán, etcétera).

Es posible que Regueiro y Ángel Fernández-Santos escribiesen el guion inmersos en el recuerdo de L'Âge d'or (del recientemente destronado Luis Buñuel), o en un momento de repentino fervor surrealista, pues —pese a su apariencia ramplona y naturalista— la película se despega muy pronto de la realidad (o «realidad»), y no vuelve a establecer contacto con ella sino muy casualmente, por cansancio, descuido o distracción. Y si no, veamos qué fingen contarnos, o creen contarnos (que nunca se sabe, y menos en Las bodas de Blanca) sus artífices: Blanca (Concha Velasco, casi tan bien como todo el mundo dice últimamente) va a separarse definitivamente de su marido, José (Javier Escrivá, siempre frustrado), al que ama, pero que es impotente (tras más de dos años de matrimonio, aún no se ha decidido a consumarlo); como Blanca ansía, más que nada, ser madre (de momento, para compensar, es maestra), ha decidido casarse de nuevo. Aunque —no me pregunten por qué— precisamente con un mudo, Antonio (un delirante Francisco Rabal), que además es joyero y muy rico. Hasta aquí, todo parece un vulgar melodrama estilo «apertura», algo perverso tal vez (la afición de Blanca por las disfunciones orgánicas, aunque pasar de un impotente a un mudo sea, desde su punto de vista, un indudable progreso). Pero lo bueno empieza cuando —tras varias escenas de un disparatado subido, de un absurdo inconcebible, como la del encuentro de Blanca y José en la estación, sin duda dictado por un sádico destino— el mudo resulta no ser mudo, y —comprensiblemente— se irrita por la manía que tiene todo el mundo de decirle «Oiga, y Ud. que es mudo, ¿cómo…?», «Claro, como es mudo», etc. Y cuando el impotente resulta no ser impotente, al menos con una vecina (Claudia Gravi) y bajo el afrodisíaco kiosko de la banda municipal. Encima, Blanca —pecando de desconfiada, pero a nadie le gusta tropezar dos veces en la misma piedra— se ofrece al supuesto mudo en la sobremesa de un alucinante banquete pre-nupcial, lo que induce a Antonio a perderle el respeto y anular la boda. Tras lo cual el antiguo marido parece recobrar definitivamente su potencia sexual, incluso para con Blanca.

Lo malo de esta divertida y absurda película del humorista Regueiro es que, una vez concluida, le asaltan a uno terribles sospechas: ¿y si está hecha en serio? ¿y si lo que el film pretende no es desconcertar, sorprender y divertir, sino denunciar dos formas de puritanismo masculino y una o dos de alienación femenina? Porque a nadie se le escapará una posible y verosímil —demasiado verosímil— lectura metafórica de la película: un marido que lleva su respeto a la virginidad hasta el extremo de necesitar (al igual que ciertos primitivos, según explicó Freud en Tótem y tabú) que otro (en este caso, el presunto y difamado «mudo» desflore a su mujer antes de consumar el matrimonio, satisfaciendo sus necesidades sexuales, entre tanto, con la «fácil» vecina y bajo el templete musical (eso, se supone, por alguna fijación infantil y demás…); un «mudo» —que, como bien dice él mismo, no es mudo, sino que habla— muy exigente, que sólo acepta como esposa a una virgen, por lo que le atrae la causa que hizo posible la anulación del matrimonio de Blanca con José, indudable garantía, y que es tan riguroso que, una vez gozada, rechaza a su prometida, que ya no es, evidentemente, virgen. Esta explicación, bastante pueril, no dejaría de tener cierta gracia, de no ser porque Regueiro, tras declarar haber hecho lo que ha querido, con plena libertad y sin interferencia de ningún tipo, pretende convencernos de que Las bodas de Blanca es una película muy seria, muy innovadora (en ruptura con la narrativa tradicional y todo eso) y, para colmo, muy poética. Tal vez por eso, por la «poesía», la cámara se pasea de vez en cuando, sin ton ni son, alrededor de la catedral de Burgos que —como se habrá adivinado— no es realmente la de Burgos, sino —cuando se ve por dentro— la de León. Moraleja: nada es lo que parece, y aunque tampoco lo parezca, Las bodas de Blanca resulta, no puedo creer que del todo involuntariamente, una película alucinante, increíble, bastante divertida y totalmente imprevisible. Muy superior a El buen amor (1963), Amador (1965), Si volvemos a vernos (1967) o Me enveneno de azules (1969), me hace pensar que un Regueiro pretendientemente poético puede resultar mucho más interesante que un Regueiro pretendidamente realista; por lo menos, me resulta mucho más divertido, y me hace lamentar que siga sin estrenarse Cartas de amor de un asesino (1972), de título atractivo, y que Duerme, duerme amor mío (1974) resulte tan alusiva, porque a lo mejor tiene tanta gracia y tanta desfachatez como Las bodas de Blanca, «buñueladas» aparte.

En "Dirigido por" nº 29, ene-1976

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